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1. El laberinto del género: las claves antropológicas
Los estudiosos de la obra de Ganivet destacan la ambivalencia en que nuestro autor se situaba ante el tema de la mujer. Se sentía fuertemente atraído por el sexo femenino, pero, al mismo tiempo, experimentaba un impulso de rechazo. Ganivet defiende y ataca a la mujer. Le atraen y le repelen, pero -como han destacado Elena Mellado de Hunter (1972: 116) y Judith Ginsberg (1985: 68-69)- las mujeres influyeron constantemente tanto en su vida como en su obra. Dice Luis Rojas Ballesteros que Ganivet adoptó dos posturas preferidas frente a la mujer: «La penetración psicológica con la que pretende presentarse ante ella para producir sorpresa y asombro por un lado, y por otro, la protectora, derivada de su natural nobleza y del agradecimiento perenne hacia su madre» (1985: 55). Lo que más preocupaba, «sin duda», a Ganivet eran las mujeres. No sé yo -dice Navarro Ledesma, uno de sus amigos íntimos, en el prólogo al Epistolario: «cómo entrar en esta parte, la más interesante de su vida íntima, pero tan recatada y misteriosa que hubo en ella un secreto, el único secreto que me celó a mí, y que fue la principal causa de la tremenda crisis que le llevó a la tumba»(1919: 24). A Ganivet le resultaba difícil resistirse a las seducciones de las mujeres. Éstas lo comprendían, lo amaban y seguían. Ejercía sobre ellas una seducción involuntaria y una «extraña sugestión» (Saldaña: 45-46). En Los trabajos vemos a Pío Cid rodeado siempre de mujeres. «Mi primer impulso, el que es mi natural» -nos dice- al encontrar una mujer hermosa «no es ciertamente discretear con ella(...) [sino] «cogerla debajo del brazo y llevármela a mi casa» (Ganivet 1962a: 550). En la obra de Ganivet se pueden encontrar expresiones negativas hacia la mujer, impregnadas de machismo, sobre todo en La conquista (Ganivet 1961b) y en el Epistolario (Ganivet 1962b). No puede olvidarse que el conocimiento que tenemos de estos sentimientos o pensamientos de Ganivet proceden, sobre todo, de cartas dirigidas a sus amigos más íntimos quienes decidieron publicarlas. Este contexto epistolar se presta a arrebatos e intimidades que no se expresan en un ensayo que va dirigido a la totalidad del público. Este fenómeno epistolar, tan relevante en el caso de la producción intelectual del granadino, plantea el problema de los límites entre lo privado y lo público, entre lo que el autor hubiera querido dar a conocer y aquello que hubiera deseado dejar para la intimidad del amigo. Pero, al mismo tiempo, tiene arranques de admiración y reconocimiento de la dignidad de la mujer. Tú eres -decía Pío Cid a Martina- «el único ser digno de amor noble y sincero, porque eres lo incoherente, lo que se escapa de la lógica, siendo lo más lógico de la creación». La mayor parte de los hombres busca en las mujeres el placer o la comodidad. Yo no busco -añade- nada de eso (...) «Quizás lo que busco sea un estímulo para trabajar» (Ganivet 1962a: 498 y 136-137). «Y no es lo peor que desaparecieran las mujeres, sino que con ellas se iría todo lo demás(...); hay que reconocer que yéndose Dulcinea nos quedamos sin Don Quijote» (Ganivet 1962b: 972-973). Hay autores que -como Serrano Poncela- ven en Ganivet a un misógino, cuyas raíces se hallan en una especie de impotencia sexual y en el deseo de superarla por un afán de hombría que le lleva al machismo. Ganivet, señala el citado autor, es un «tímido monógamo ajeno a las tradiciones eróticas hispanas». Su misoginia está relacionada con su desconfianza inicial en la comunicación y se halla «fuertemente intelectualizada, con la que encubría, quizás, deficiencias de otra índole» (Serrano Poncela: 307)(1). Por el contrario, Elena Mellado estima que no hay en Ganivet tal componente de misoginia, sino que «fue un hombre que sintió una profunda atracción por las mujeres (...) y da gusto ver su interés por todo lo que concierne a la mujer» (1972: 117). Este fuerte reclamo amoroso que experimentaba el granadino se deja sentir en la apreciación que el joven poeta Gandaria hace de Pío Cid:
Otros autores han percibido en Ganivet un influjo de lo árabe en su actitud ante la mujer y una tendencia no disimulada hacia el harén y la poligamia. En La conquista del reino de maya, en el capítulo V, se describe la institución de la poligamia, gracias a la cual «se hace imposible la miseria y la prostitución de la mujer y se resuelve un problema doméstico que en las naciones civilizadas es insoluble» (Ganivet 1961b: 363). Dice Ganivet en el Epistolario: «¿Y qué es la prostitución más que la poligamia y la poliandria disfrazadas y más sucias que entre los salvajes?». Hace allí mismo mención de la contestación que un diplomático turco dio a otro francés, que se extrañaba de que en un harén se distinguiera a la esposa de las concubinas, cada una de las cuales ocupaba el rango correspondiente a sus méritos: «Crea usted amigo mío, que nosotros hacemos lo mismo que los demás hombres de Europa, solo que lo hacemos con más comodidad y con más limpieza». Añade: «el que no puede o no quiere casarse, tiene una querida; cuando esta se pone enferma o le aburre, busca chicas volátiles o va a las casas de prostitución. En resumen: una poligamia costosa, molesta y asquerosa» (1962b: 861). Dice en Granada la bella : «Y nosotros, que tenemos en las venas sangre de árabes, de polígamos, nos forjamos la ilusión de que una mujer es un harén, y vivimos, si no felices, muy cerca de la felicidad» (1961a: 128-129). Aún sin ser un libertino desmesurado -decía Quintiliano Saldaña- había nacido con la mentalidad propia de un polígamo y acaso con residuos espirituales de su raza árabe latentes (1930: 47-50). Pío Cid -el alter ego del propio Ganivet- rechazaba como formalista la idea del matrimonio uno e indisoluble, así como la idea de que sentir varios amores no es sentir ninguno y que «el fundamento del amor y de la vida humana era la mutua fidelidad entre los que se amaban legítimamente». Antes al contrario, afirmaba:
Cuando nos habituamos a vivir con una sola mujer -dice Pío Cid en La conquista- «no solo no queremos otras, sino que esta única acaba por cansarnos y hacernos amar la soledad; pero si nos acostumbramos a vivir con varias, desearemos ir aumentando el número y no nos encontraremos bien sin ellas» (Ganivet 1961b: 386). En un arrebato de celos le dice Martina -Amelia Roldán en la vida real- a Pío Cid:
A pesar de que en muchas ocasiones reacciona contra la tiranía del grito de la especie y del instinto, se entrega a devaneos y caprichos amorosos en Amberes, París y Helsingfors. Mi último devaneo amoroso -escribe el 19 de mayo de 1894- «fue una flamenca monumentalmente hermosísima (...) y, sin embargo, toda la historia se quedó en los preliminares (...) Me reintegré en mis hábitos y alcé el vuelo». En la carta de esa misma fecha dice haber asistido en París a las representaciones lascivas del Ba-ta-clan, en Eldorado, «en las cuales Paulus, la Duclerc y su cuadrilla han lucido una pequeña parte de su indecente procacidad». De la hija de Eva dice que hay que tomar de ella «la idea de sexo nada más (...) y reconstruir sobre este pequeño cimiento un castillo imaginario que llegue hasta donde se pueda. Dentro de este castillo es donde únicamente puede habitar la señora de nuestros pensamientos, la que nos inspire un amor que sea algo distinto del usual y corriente entre los animales» (Ganivet 1962b: 970-971). Importa destacar que la doble valencia sentimental de atracción-repulsión nunca actuaba de modo convencional. Su repugnancia hacia lo convencional y la artificialidad de la vida lo aplica al ámbito individual, pero también le lleva a entablar una diatriba contra la institución matrimonial liberal-burguesa. En el curioso relato sobre «La elección de esposa de Abd-El-Malik», integrado como recurso novelesco en el capítulo II de Los trabajos, dice Pío Cid ante su auditorio femenino:
Pocas horas después de conocer a Martina en un baile de máscaras dice a su tía:
La sociedad en que vivimos -añade Pío Cid- descansa sobre frágiles fundamentos «cuando un hombre como él, que ya iba para viejo y que, además, era pobre, pudo en veinticuatro horas construir una familia natural contra todas las leyes y costumbres artificiales que rigen, y que, como artificio que son, se evaporan en cuanto una voz verdaderamente humana y sincera habla inspirada por el amor, no por el amor brutal de la carne, que para amar algo tiene que declarar la guerra a todo lo demás, sino por el amor que viene del corazón, y que lo ama todo, y aun falta realidad para satisfacerle» (Ganivet 1962a: 173-174). La institución tradicional burguesa de la familia merece a Ganivet un juicio negativo por su arbitrariedad y convencionalismo. Dado el hecho fatal del matrimonio -dice en carta de 29 de junio de 1893- «yo encontraba preferible la mujer de puertas adentro a la señora de salón. La primera es una imposición de la Naturaleza, y se puede tragar cuando no hay fuerzas para rebelarse; la segunda es imposición de la Naturaleza, y además engendro de nuestra simplicidad, que revela, no como algunos creen, sentimientos caballerescos, sino mansedumbre consciente». Ganivet considera que la esposa española burguesa de su tiempo deriva de la mujer castellana, «en la cual hay algo de morisco», y que, a su vez, se remonta a los tiempos en que los caballeros «se alanceaban por una mujer; pero una vez conquistada, la metían bajo siete llaves». La «señora de salón», no es autóctona, sino importada del extranjero y «tiene sus raíces en el espíritu revolucionario francés y en sus hijuelas: el feminismo, el nihilismo de las mujeres rusas...» (1962b: 859). Para el granadino, el matrimonio es «una de las últimas bajezas que puede cometer el hombre por someterse al brutal instinto de la especie, al crescite et multiplicamini» (Ganivet 1962b: 840). En una carta dirigida a su madre el día 23 de septiembre de 1893 decía:
En otra carta dirigida a su madre el 22 de enero de 1893 desde Amberes opinaba negativamente sobre el noviazgo de su hermana Isabel, «siempre a salvo mi opinión poco favorable al casorio...» (Herrero: 124). Un año después manifestaba esta misma antipatía hacia el matrimonio convencional, al referirse al casamiento de su amigo Schäfer: «Deseando que continúe entregado a sus deliquios, me declaro una vez más enemigo de las dichas conyugales y de sus consecuencias. Sobre todo, la consagración pública del acto» (Ganivet 1962b: 1005). El mayor ataque a la familia monogámica burguesa se encuentra en La conquista que fue censurada por sus amigos granadinos por su carácter crítico y por las ideas corrosivas vertidas sobre la familia tradicional. Para acallar estas críticas, quiso emparentar esta obra con los viajes de Robinson Crusoe y los de Gulliver. Al conectar La conquista con una ilustre tradición, «parece como si Ganivet quisiera justificar, y dulcificar en cierto modo, el contenido disolvente y modernista de su novela» (Fernández Sánchez-Alarcos 1995: 181). La descripción que hace Ganivet en esta novela (especialmente el capítulo V y VI) de la vida familiar basada en la poligamia, la poliandria, la consanguinidad, la espontaneidad, la naturalidad, comunicación íntima..., contrasta irónicamente con los hábitos rígidos, la represión y la inhibición del modelo de familia burguesa. De este modo, Ganivet criticaba la hipocresía de su época: la prostitución, el abandono de niños... por lo que los moralistas y educadores estaban tan preocupados.(2) El doble impulso de atracción-repulsión hacia la mujer que experimentaba el granadino se nutría, también, de otras dicotomías a él asociadas. La tensión entre lo sensual y lo espiritual -una constante de su personalidad enraizada en el platonismo y en el estoicismo- se hace presente en la cuestión femenina. Aquella misma doble valencia se manifiesta con diferentes perfiles psicológicos y antropológicos: admiración y recelo, instinto pasional e idealización amorosa, sumisión y desengaño, sumisa adoración y fatal desconsuelo... Decía Pío Cid:
Añade poco más adelante: «el enamorado no solo ve, sino que crea, espiritualizando la realidad, y dando a la realidad lo que no tiene». Por eso, todo hombre capaz de amar «es un creador, un poeta, cuya visión es tan grande como el objeto de sus amores». Llevado de un impulso platónico o de un resorte psicológico de sublimación freudiano dice: «Pero si nuestro amor no halla tan expedito el camino, nuestro espíritu aprovecha la coyuntura para arrancarnos del afecto carnal y comienza otra creación más espiritual, más amplia, como que no tiene límites, y puede abarcar toda la Humanidad y el Universo entero. No le quepa a usted duda, amigo Gandaria, de esta filiación de nuestras obras espirituales». El platonismo queda aún más explícito:
Como ha hecho notar Raúl Fernández Sánchez-Alarcos, estos antagonismos y esta experiencia amorosa son en buena medida generalizables a la literatura y al arte de la época como la obra de Strindberg, la escultura de Rodin o la pintura de Edward Munch (1995: 270). Sin embargo, la resonancia que estas vivencias psico-antropológicas tenían en el granadino eran especialmente intensas y quedaban impregnadas de melancolía, de fatalismo e irracionalismo. Tanto en la búsqueda amorosa idealizada como en el impulso instintivo e irracional Ganivet se conducía -como ha quedado dicho- de forma contraria al convencionalismo social vigente. Por eso, rechazaba la relación monogámica y se movía en una indeterminación amorosa que parece indicar su radical incapacidad de amar. El desengaño, la desilusión, la necesidad de evasión de la realidad o la misoginia -aspectos que en tantas ocasiones aparecen en la obra- apuntan en esa dirección. Esta tendencia a la evasión y a la sublimación espiritual de lo material y de la contingencia del mundo adquieren en Ganivet una dimensión metafísica y una experiencia de la trascendencia que se hace agónica al quedar desarraigada de lo religioso. El escultor de su propia alma quiere llevar a cabo un proyecto de autoafirmación trascendente, pero le acontece lo que a Eros: el impulso ascendente se ve irremediablemente frustrado, quedando siempre a medio camino, entre la abundancia y la radical precariedad. En este «pathos» existencial y agónico se detecta el reproche de Ganivet al optimismo de la razón ilustrada. La experiencia vital se nutre, por eso, de la desconfianza en la razón, del desencanto metafísico del mundo, del fatalismo cósmico y de lo misterioso. Este sentido más profundo de la feminidad y de la sexualidad que puede detectarse en el pensamiento de Ganivet conduce a una tesis antropológica. Para Ganivet lo que importa es ser hombre y esto significa ser una potencialidad creadora que persigue la plenitud (3). La potencialidad creadora dinámica se encuentra en la virilidad o masculinidad, pero únicamente puede realizarse en la feminidad como potencialidad e instancia receptora y conservadora. Ambos elementos indisolublemente compenetrados constituyen «la quintaesencia del ser hombre». En su aspecto dinámico esta esencia es «voluntad creadora». En su aspecto estático, «lo femenino se revela en la sabiduría del aprisionamiento y de la conservación» que es lo único eterno (Cfr. Conradi 1955: 5). Puede encontrarse un adecuado simbolismo de esta concepción antropológica en el siguiente texto de Los trabajos: «Una mujer debe ser como la tierra, y un hombre como un árbol; una tierra sin árboles se convierte en un arenal infecundo, y un árbol sin tierra muere porque se secan sus raíces; la vida que la tierra le da al árbol, el árbol se la devuelve con su sombra protectora» (1962a: 542). Junto a esta
dimensión antropológico-metafísica,
hay una lectura más empírica y psicológica.
Así,
puede hablarse de un «donjuanismo al revés»
(Fernández
Sánchez-Alarcos: 278) en la medida en que Pío Cid no
encuentra
satisfacción en el amor humano, al resolverse la experiencia
afectiva
en un conflicto entre la pulsión erótica y la
sublimación
idealizada del amor carnal. Esto conduce al análisis de la
patología (4)
del personaje, el propio alter ego de Ganivet. Desde otras claves,
puede
decirse que el proceso erótico que lleva a Pío Cid al
altruismo,
al amor al prójimo y al interés colectivo se puede
explicar
desde el punto de vista psicoanalítico como una
sublimación
de la sexualidad reprimida. Lo morisco y lo cristiano no son ajenos a
este
proceso. Lo cristiano-platónico da cuenta del ascenso
erótico
sublimado y el componente árabe parece reflejar el descenso a lo
instintual, sensual y carnal.
2. La emancipación de la mujer en el ámbito social, político y jurídico de la ciudad
En Granada la bella la cuestión femenina recibe un tratamiento diferente del que puede apreciarse en el Epistolario o en La conquista. Puede hablarse de una superación de las actitudes negativas hacia la mujer al tiempo que se propone un ideal de emancipación individual y social. Esta nueva actitud reflejada en Granada la bella se verá de nuevo interrumpida en las obras posteriores, sobre todo en Los trabajos. En Cartas finlandesas se dan los dos aspectos. Uno es favorable a la emancipación femenina en la línea de Granada la bella, pero se aprecian también los factores negativos de La conquista y del Epistolario. En cualquier caso, siendo cierto lo dicho, se pueden encontrar, como es habitual en el modo del proceder ganivetiano, tesis contrapuestas en lo concerniente al tema de la mujer en toda la obra. En el capítulo XII de Granada la bella, que lleva por título «Lo eterno femenino», Ganivet se dispone a defender «una tesis sustanciosa» a favor de la integración de las mujeres en el ámbito social de la ciudad. No hay duda de que el intelectual granadino era consciente de que la reivindicación de los derechos de la mujer era un asunto «grave y trascendental». Es necesario -decía- plantear, «en el terreno de los principios», la igualdad de derechos civiles entre el hombre y la mujer, su necesaria dignificación por la vía del «saber» y la cuestión de la emancipación a través de un «régimen liberal justo» (1961a: 141). Advierte, sin embargo, que, siendo necesario, no bastaba plantear el espinoso tema de la mujer en el terreno de los principios porque con la discusión y la oratoria en torno a la emancipación, dignificación e igualdad de derechos «no se sacaría nada en limpio». Por eso, es preciso introducir «un cambio en las costumbres» que «arranque poco a poco al hombre la clave con que aprisiona a la mujer; y a la sociedad la ligereza con que le mancha la reputación, por apariencias engañosas o por hacerle pagar cara su libertad» (Ganivet 1961a: 142). Este necesario cambio en la práctica podrá llevarse a cabo en el ámbito de la ciudad como un proceso de integración y armonía jurídica, moral y social. Esta cuestión que Ganivet percibe como primordial queda, pues, inserta en el contexto del estetismo moral de la polis ideal, un espacio en donde la vida de los seres que la habitan sea «bella, culta y noble». Ganivet tuvo una excelente ocasión de poder comparar la situación social y jurídica de la mujer en contextos tan diferentes como el norte europeo y España, y más concretamente su Granada real. Llevado de la llaneza y frescura de estilo que lo caracteriza, hace una descripción muy plástica de la «cuestión femenina» en la Helsingfors de 1896. No puede dudarse de que aplicó en este aspecto su preferido método de ver, oír, tocar, oler y gustar. Para hacer notar, en efecto, la presencia de las mujeres en el ejercicio de todas las profesiones y oficios «por derecho propio como los hombres», trae a colación el siguiente relato: «Cuando yo llegué a Helsingfors después de un largo viaje, lo primero que se me ocurrió fue tomar un baño. Fui a un establecimiento, que resultó estar servido por muchachas muy puestas de uniforme. Una de ellas me cogió por su cuenta: me desnudó, me llevó a una pila de mármol, y como si fuera un niño recién nacido, en el estado más natural que puedan concebir mis lectores, me enjabonó, lavó y fregó de pies a cabeza, sin omitir detalle; luego me hizo pasar por una serie de duchas frías y calientes; me frotó y me hizo entrar en reacción, y me ayudó a vestir. No se podía pedir más. ¿Que esto es inmoral o hasta indecoroso? Yo digo que no me lo perece, visto de cerca. Estas jóvenes lavan a un hombre como las de ahí lavan unos calzoncillos, sólo con un poco más de tiento. Es un oficio como otro cualquiera, que por ser propio de mujeres, por exigir más minuciosidad y delicadeza, se ha reservado al sexo femenino. En sustancia, que muchas mujeres ganan el pan de cada día, y que la gente anda muy aseada» (Ganivet 1961a: 139-140). Nuestro intelectual granadino tenía gran interés en mostrar la vida urbana de Helsingfors y demás ciudades nórdicas para poder establecer comparaciones con la ciudad de Granada y tener un argumento a favor de su tesis emancipatoria a favor de las mujeres, aunque con las matizaciones que después serán formuladas. Siendo tristes aquellas ciudades nórdicas por lo duro del clima, las brumas y la vegetación casi moribunda, parecen sin embargo más alegres que las ciudades andaluzas donde hay sol a raudales y los árboles y pájaros animan el paisaje. La razón está -piensa Ganivet- en la existencia de una mayor armonía social y del mayor equilibrio entre todos los componentes vivos de la ciudad. La vida urbana resulta más atractiva, más sana y más natural cuando el sexo femenino se incorpora a ella y las mujeres adquieren en plenitud de derechos la ciudadanía. Por eso se complace nuestro intelectual en anotar lo que percibe: «A cualquier hora del día y de la noche entran y salen, van y vienen solas o en compañía. En la Universidad hay matriculadas más alumnas que alumnos, y por las calles y paseos se ven bandadas de muchachas con sus libros bajo el brazo, que en unión de sus compañeros van a sus clases o vienen de ellas; hay licenciadas y doctoras en todas las profesiones; todo el comercio de mostrador está en manos de las mujeres; están en Correos, Aduanas, bancos y escritorios; hay barberías femeninas» (Ganivet 1961a: 139). Siguiendo la idea matriz del estetismo moral de Granada la bella, se hace necesaria la presencia de la mujer en la vida de la ciudad. Las mujeres son «monumentos vivos» cuya sola presencia engalana y ennoblece (Ganivet 1961a: 138). Pero no se trata de una mera presencia como decoración estética o utilitaria. Esto sería contraria a la dignidad de la mujer como persona y como fin en sí mismo. La presencia constante de las mujeres en el espacio físico, social, político y jurídico de la ciudad es condición necesaria de una vida armoniosa que aspira a los fines ideales de una vida bella, culta y noble. Las mujeres han de incorporarse al espíritu de la polis para que, «siendo contrapeso del hombre» contribuyan a construir una vida íntegramente humana (Cfr. Ganivet 1961a: 141). La emancipación femenina y la igualdad de derechos de la mujer son la mejor garantía de una vida independiente, «sin necesidad de consejos y tutelas» (Ganivet 1961c: 746) y el mejor instrumento para la plena participación de la mujer en la ciudad. La situación de emancipación social en que vivían las mujeres de los espacios culturales del norte le hacía decir a Ganivet que Don Juan Tenorio nada podía hacer en aquellas latitudes «donde no hay cerrojos que quebrantar, ni balcones que escalar, ni terceras personas que sobornar, ni vigilancia que burlar(...) La misma libertad, la facilidad de seducción, impide que haya seductores; y si los hay, la sociedad se ceba en ellos con furia, no los aplaude ni les ríe la gracia» (Ganivet 1961a: 140). Dice en Cartas finlandesas que Don Juan Tenorio tiene que convertirse allí en maestro de escuela, porque Doña Inés está cargada de diplomas: «en vez de declamar tiradas de versos apasionados, tiene que discutir como un sofista» (Ganivet 1961d: 729). Ganivet reivindica la libertad profesional para las mujeres a las que considera con iguales capacidades que los varones: «poco más o menos las cosas resultan hechas igual» (...) y el sexo es un accidente que no influye más que en el vestir y en la elección de algunos oficios que por su naturaleza exigen, ya la delicadeza de la mujer, ya la fuerza del hombre» (Ganivet 1961a: 140 y 139). La mujer finlandesa («kvinna») y la mujer en general tiene una personalidad propia y bien marcada y merece un estudio psicológico aparte. Esta convicción fue la que llevó a Ganivet, tanto en Granada la bella (capítulo XII) como en Cartas finlandesas (carta VIII), a establecer varias categorías de mujeres a las que aplica diferentes criterios de emancipación, en donde se pone a prueba el punto de vista del granadino, los registros ideológicos subyacentes y las deformaciones e incoherencias del machismo social latente. Establecía los siguientes tipos femeninos: las mujeres solteras que viven solas o -como dice en Granada la bella- «las que no se han casado todavía y las que no quieren o no pueden ya casarse»; las mujeres casadas; las viudas y las divorciadas. El primer grupo de las mujeres solteras han de disfrutar de la igualdad social y jurídica y de todos los derechos y libertades de igual forma que el varón: «Necesitan moverse con entera libertad para vivir honestamente de su trabajo» (Ganivet 1961a: 143). Estas mujeres están presentes en toda la vida y el acontecer de la ciudad por derecho propio y en las mismas condiciones de igualdad que los varones. Han de tener acceso en igualdad de condiciones a cualquier profesión. Debe producirse una mezcla de los sexos ya desde la escuela, favoreciendo la amistad y el compañerismo. Acceden mayoritariamente a los estudios secundarios y en una proporción similar a los estudios universitarios. Han de disfrutar de la más amplia libertad de movimientos. Refiriéndose a la mujer finlandesa dice que no es puritana, el amor se concibe como una amistad más intensa y predomina la cabeza sobre el corazón: «La cabeza está siempre despejada, y el corazón funciona como un cronómetro. Solo un Hércules podría acometer el trabajo de trastornar la brújula de una mujer finlandesa» (Ganivet 1961d: 729). Las mujeres viudas y divorciadas gozaban en Finlandia de amplia libertad, aunque no profundiza en estos tipos. Sorprendía al granadino la gran cantidad de viudas jóvenes, lo que se debía a que muchos varones accedían al matrimonio tardíamente dejando a su joven esposa «con medios para vivir independiente y en condiciones admirables para divertirse y ser ornamento de la sociedad». El divorcio -frente a lo que acontecía en España- era natural y encajaba muy bien en la concepción de la familia. Las rupturas matrimoniales se aceptaban con naturalidad y franqueza (Ganivet 1961d: 734-737). La «mujeres casadas» -dice Ganivet- «no deben disfrutar de las libertades generales sino en cuanto lo consienta la conservación de la familia» (1961a: 142-143). Los derechos y libertades de la mujer casada han de ser compatibles con la responsabilidad reproductiva de la familia tradicional y a esta idea de «conservación de la familia» se subordinan los derechos y libertades de aquella. Introduce aquí Ganivet una discriminación entre el varón -no sujeto a las tareas reproductivas- y la mujer a la que se asigna en exclusividad dichas tareas. La emancipación de la mujer casada resulta de hecho imposible al quedar desconectada -al casarse- del ámbito laboral: «La soltera, cuando llega la hora de casarse, abandona el puesto a otra y se constituye en familia, en iguales condiciones que si hubiera estado encerrada siempre en su casa» (1961a: 143). Parte Ganivet del presupuesto, sin duda cargado de factores ideológicos conservadores, de que la mejor emancipación y realización de la mujer casada es la atención primordial a la conservación de la familia tradicional. Pero puede deducirse de lo dicho que la mujer casada, una vez cumplida su tarea reproductora, se podría incorporar al grupo de las que gozan de todas las libertades y derechos. La mujer casada finlandesa -dice- continúa trabajando en labores que pueden hacerse en casa, es «un auxiliar del marido, y está con él, no solo por el afecto o por los intereses domésticos, sino por la comunidad intelectual». Con todo, la mujer finlandesa -según la apreciación de Ganivet- no está conforme aún con su situación: «envidia a la rusa y a la norteamericana, y cree que a fuerza de estudios ha de lograr nivelarse con el hombre». Sin embargo, al casarse la tiranía no proviene del hombre, «sino de la naturaleza femenina, y particularmente de la maternidad, y procura descargarse de este fatigoso deber». Ganivet refleja claramente los inconvenientes de la emancipación de la mujer casada, al propiciar el abandono de su función conservadora de la familia, en lo que aprecia más bien insubordinación «contra su propia naturaleza». Muy bello sería -añade- que la mujer, sin abandonar sus naturales funciones se instruyera, «pero si ha de instruirse con miras emancipatorias o revolucionarias, preferible es que no salga de la cocina» (1961d: 713). Esta distinción que hace Ganivet entre mujeres solteras y casadas, asignando a estas últimas en exclusiva el papel reproductor, no resulta coherente con su concepción anticonvencional de la institución familiar ni con su feroz crítica contra la familia liberal burguesa, según ha quedado dicho en el epígrafe anterior. Tampoco es congruente con su ascendente cínico. Su trayectoria personal -no se casó oficialmente ni fundó una familia tradicional, no se identificaba con la monogamia- debería haberle llevado a no diferenciar categorías de mujeres y a otorgar a todas la igualdad de derechos y oportunidades. Sólo el machismo social vigente o su mentalidad inconsciente hacia el harén pueden explicar el rol asignado a la mujer casada. A pesar de estas contradicciones y ambigüedades, no desiste Ganivet de su idea de que la mujer, toda mujer, ha de tener «su fin en sí misma» bien sea que lo cumpla sola o acompañada del varón. Sostiene que el centro de la vida de la mujer «no debe ser la esperanza del matrimonio; no debe pasar su juventud con esa sola idea, y el resto de la vida, si no se casa, en la inacción». Es consciente de las dificultades y advierte que en los países mediterráneos suele situarse a la mujer trabajadora en «lugares equívocos, allí donde la desmoralización es más probable y el descrédito cosa segura (Ganivet 1961a: 143). Ganivet se sitúa emocionalmente de parte de la mujer, a pesar de las ambivalencias de su pensamiento y de los exabruptos de su machismo subyacente. El amor caballeresco -dice- ya ha pasado a la Historia y el hombre de nuestro tiempo «no merece, ni por sus cualidades ni por sus acciones, que la mujer continúe en el encantamiento en que vive» (1961a: 144). Arremete contra el falso moralismo y el puritanismo. Defiende la idea -pensando en la mujer española- de que las jóvenes «hagan su aprendizaje en un oficio o en una profesión, y se preparen a vivir por cuenta propia, sin esperarlo todo del hombre». Finaliza el texto de Granada la bella con un canto a lo que considera como una promesa de futuro:
El cónsul granadino se familiarizó con las ideas de la liberación y emancipación de la mujer a través de la lectura, sobre todo, de los autores nórdicos: Jonas Lie, Björnsterne Björnson y Henrik Ibsen. Para nuestro intelectual, las ideas feministas tienen sus raíces en el espíritu revolucionario francés (Ganivet 1962b: 859). Estas ideas revolucionarias fueron sembradas en la mentalidad noruega por Björnson y habían de tener como resultado «un movimiento democrático que no pararía hasta conseguir las libertades políticas y la emancipación de la mujer y de clase obrera» (Ganivet 1962c: 1033). Jonas Lie había estudiado el tema del adulterio y de la emancipación de la mujer como el instrumento de la infiltración y germen de disolución de la unidad conyugal en su narración titulada Naar sol gaar ned (Cuando el sol se pone). Pero, según la apreciación de Ganivet, este autor no hace «alharacas del feminismo», que será patrocinado sobre todo por Björnson (1962c: 1026 y 1028). Éste pertenecía al movimiento neorromántico y mereció el nombre de «padre de Noruega» por haber devuelto a su pueblo, en un momento crucial de su historia, el sentido de su propia personalidad. Era un agitador de masas y un misionero laico que quería convertir a su país en un foco importante de la cultura europea, creando «una cultura a la moderna». En esta nueva mentalidad ideológica combativa se insertaba la cuestión femenina y la crítica al convencionalismo de la institución del matrimonio. En su obra Magnhild (1877) -dice Ganivet- presenta varios tipos falsos con los que demuestra que hay que prescindir de la moral convencional de la sociedad y atenerse a la moral humana. La mujer -añade- «tiene el derecho y aun el deber de romper los lazos matrimoniales para poner a salvo su dignidad moral» (1962c: 1034 y 1037). En las obras de Ibsen, «defensor exaltado del individuo contra la sociedad»- aparece con frecuencia la cuestión femenina y las ideas sobre la emancipación de la mujer. En Casa de muñecas (1879) Nora, la protagonista, aunque es perdonada por su esposo, se avergüenza de desempeñar el papel que le es asignado en aquella casa y de repente toma la decisión de abandonarla. Este inesperado desenlace en que la mujer toma conciencia de su realidad personal y social en aquella casa de muñecas es -dice Ganivet- «lo ibnesiano de la obra». En Gengangere (Los espectros) la esposa que se sacrifica al cumplimiento de sus deberes acaba comprendiendo -concluye Ganivet- la inutilidad de su sacrificio, «se revela contra él y quiere ante todo que su hijo sea feliz» (1962c: 1043, 1046 y 1047). En referencia a la realidad social de la mujer a que aluden las obras de Ibsen, Ganivet -haciéndose eco de las opiniones de algunos críticos como Lamaître- dice que las ideas de emancipación de la mujer adquieren una doble valencia. De un lado, propician una «moral revolucionaria» en los temperamentos fuertes, pero en los débiles origina «una inmoralidad fría, reflexiva, calculadora». Así, por ejemplo, en la última obra citada, la criada Regina «proclama su derecho a prostituirse» y en John Gabriel Borkman, Fru Wilson -«una aventurera del amor»- emprende un viaje de placer en compañía del joven Erhart y lleva consigo «una amiguita, porque sabe que el hombres es tan variable como la mujer, y que el mejor medio para que el libertino no se escape es tener a mano una suplente». La misión de los hombres en las novelas de Ibsen es «hacer resaltar la superioridad de las mujeres» (Ganivet 1962c: 1047 y 1048). Esta apreciación enlaza con la idea expresada por Ganivet al referirse al Humano, demasiado humano de Nietzsche. La razón de la superioridad intelectual de la mujer respecto del hombre radica en que «la mujer ha dejado en manos del hombre todos los atributos de la autoridad, y con ellos todas las responsabilidades. Por eso, llega a decir Ganivet que con las ideas de emancipación sale la mujer perjudicada en el cambio. Esto le sirve para justificar a la mujer española que es «refractaria a la emancipación a causa de su atraso intelectual». Mientras que la emancipación puede resultar ventajosa a la «mujer excepcional» o ilustrada, sería contraproducente en «las mujeres vulgares» Ganivet 1961c: 754-756). En otras obras
de
Ibsen aparecen tipos de
mujeres que completan la cuestión femenina. Hilde, la enamorada
de Solness en El maestro de obras Solness, «no es una
mujer
real, sino la fuerza ideal impulsora del artista». Hedda Gabler
es
el ejemplo de mujer que carece de condiciones para adaptarse al medio
social:
«no es tan vulgar que se acomode a la vida rutinaria, ni su
espíritu
es tan elevado que se sobrepongas a las rutinas; no es tan buena que se
conforme con vivir modesta y honradamente, ni se atreve a ser mala por
el miedo al qué dirán». Ganivet dice sentir una
predilección
especial por el drama psicológico de este obra, que tanto
recuerda
al tedio wertheriano. Tal vez se deba esta predilección al final
trágico de la protagonista: «Entre los rasgos
contradictorios
de figura tan anómala, el que la embellece y la hace
simpática
es el amor a lo bello, el amor a una muerte bella (...), suicidarse en
una reunión de familia, después de tocar un vals en el
piano»
(Ganivet 1962c: 1053, 1055 y 1056).
1. Serrano Poncela señala múltiples casos en que puede percibirse la misoginia (1958: 309-310). Un ejemplo llamativo es la actitud tan peyorativa que deparaba a Emilia Pardo Bazán (Cfr. Ganivet 1962b: 966). Azaña también consideraba a Ganivet como un misógino. 2. Para ilustrar hasta qué punto la sátira de la Conquista apunta directamente a las normas sociales y religiosas de la época puede consultarse la obra de Sánchez de Castro sobre Familia y sociedad, publicada el mismo año que la Conquista. Puede verse esta comparación en Fernández Sánchez-Alarcos (1995: 180-181). 3. Aquí es preciso tener en cuenta la siguiente apreciación de Ganivet: «el hombre es el ser humano en general, varón y hembra, y lo que de él se dice se aplica a los dos sexos» (Cfr. Ganivet 1961c: 728). 4. Sobre la
patología
de Ganivet hay diversos estudios, entre otros: C. Castilla del Pino,
«Para
una patología de Ángel Ganivet», Ínsula,
XX, 228-229, 1965: 5; J. Marín Burgos, Patografía de
Ángel
Ganivet, Madrid, Pirámide, 1982; L. Rojas Ballesteros, El
atardecer de Ángel Ganivet, Granada, Caja Provincial de
Ahorros
de Granada, 1985; M. Montes Huidobro, «Monogamia y poligamia:
contrapunto
de Pío Cid», España Contemporánea,
vol.
2, nº 4, 1989: 61-79. De este mismo autor: «Espacio
lírico
y espacio narrativo en Los trabajos del infatigable creador
Pío
Cid», Letras Peninsulares, vol. 3, nº 2-3, 1990:
179-200.
Castilla del Pino, Carlos Conradi, G. Fernández
Sánchez-Alarcos, Raúl Gallego Morell, Antonio Ganivet, Ángel Ginsberg, Judith Herrero, Javier López, Nicolás
María Marín Burgos, J. Mellado de Hunter, Elena Montes Huidobro, M. Navarro Ledesma, Francisco Rojas Ballesteros, Luis Saldaña, Quintiliano Serrano Poncela, S. Publicado: 1998-12 |
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