Gazeta de Antropología
Nº 15 · 1999 · Artículo 11 · http://hdl.handle.net/10481/7534
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Acerca de la fotografía etnográfica
On ethnographic photography

Demetrio E. Brisset Martín
Facultad de Ciencias de la Información. Universidad de Málaga. Málaga.
brisset@uma.es


RESUMEN
Las imágenes icónicas, vistas desde la antropología, ofrecen un vasto campo semántico para ayudar a comprender mejor nuestras culturas. Aquí nos centraremos en las relaciones entre imágenes fotográficas y conocimiento antropológico, desde sus respectivos orígenes hasta las teorizaciones actuales. Y se plantearán algunos problemas que giran en torno de la fotografía específicamente etnográfica. Este género de comunicación visual, que comparte el carácter representativo de la foto con el simbólico de la cultura, será abordado desde diversas perspectivas, concluyendo con ciertas referencias a la obra de E. S. Curtis y la propia práctica del autor.

ABSTRACT
Iconic images, looked at from an anthropological standpoint, offer a vast semantic field to help better understand our cultures. Here we will focus attention on the relationships between photographic images and anthropological knowledge, from their respective origins up to current ideologies. And we will think about some problems that refer specifically to ethnographic photography. This kind of visual communication, that shares the representative character of picture with the symbolic aspect of culture, will be approached from diverse perspectives, concluding with some references to E. S. Curtis' work and the author's own practice.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
fotografía etnográfica | semántica de la imagen | fotografía y conocimiento antropológico | comunicación visual | ethnographic photography | image semantics | photography and anthropological knowledge | visual communication


Otro de los logros de 1968 es el establecimiento de un nuevo campo de investigación dentro de las ciencias sociales, la antropología visual, como fruto de asumir que la cultura se manifiesta mediante signos físicos, y por lo tanto, visibles. Se suele considerar como imagen antropológica a toda aquella de la que un antropólogo pueda obtener informaciones visuales útiles y significativas. Bajo este punto de partida, tanto la pintura y el grabado como las imágenes fotoquímicas y electrónicas, pueden ser de interés antropológico, aunque no hubieran sido producidas con dicha intención.

La explicación se encuentra en la gran riqueza de datos que contienen las imágenes icónicas, derivadas de su carácter de representación por semejanza con el objeto al que sustituyen. Pero además de representar una ausencia, plasman una puesta en escena (o presentificación) de una existencia. Y junto a su significado manifiesto (que se relaciona con una legitimación mimética), acarrean otro latente, que corresponde a su estructura profunda o simbólica, por lo que se las puede considerar como imagen-laberinto.

En esta perspectiva, desde la década de los cuarenta se han asimilado las imágenes icónicas a los textos, por lo que su adecuada comprensión exige una lectura a dos niveles:

a) Histórico: ¿Cómo fueron construidas y percibidas en su momento?

b) Actual: ¿Cuáles son sus significados para el espectador del presente?

Y para descifrar su sentido, se debe interrogar tanto al texto en sí mismo como a los contextos de producción y recepción.

Los mayores esfuerzos para la interpretación antropológica de los textos visuales se han llevado a cabo respecto a los documentales etnográficos, aprovechando los logros de las diversas metodologías de análisis fílmicos. Ya el propio Eisenstein, en 1934, efectuó un análisis ideológico-formal de un fragmento de su Potemkin, preludiando los análisis estructuralistas de los setenta. Los filmes, tanto de ficción como no ficción, se han convertido en objeto de estudio pluridisciplinar, con provechosas aportaciones desde los ámbitos de la historia, la iconología, el psicoanálisis, el feminismo, la sociología y la antropología cultural. Desde esta última disciplina, y teniendo en cuenta la numerosa realización de filmes etnológicos que reclaman su atención, es notoria la influencia del nuevo paradigma reflexivo, que privilegia la «tendencia participativa», al propugnar que se muestre al propio investigador y el «encuentro etnográfico» que tiene lugar durante el rodaje, cuando las personas filmadas dejan de ser objeto para convertirse en coautores. Y el discurso trasmitido, una negociación entre ambas partes.

Sin abordar el vastísimo campo de las imágenes secuenciales documentales, tanto fílmicas como electrónicas, magnéticas o digitales, nos limitaremos al terreno de la imagen fija fotoquímica.
 

Relaciones entre fotografía y antropología

Mientras que las obras audiovisuales gozan de un amplio corpus de investigaciones, en el caso de la fotografía antropológica no han sido muchos los trabajos teóricos, aunque en la década de los ochenta comenzó el interés por su abordaje (1). En palabras de Jay Ruby:

«El estudio académico de la fotografía ha sido dominado por los historiadores del arte [siendo reciente] la emergencia de una aproximación social a la historia de la fotografía según la cual se considera a las fotos como artefactos socialmente construidos que nos cuentan algo sobre la cultura reflejada así como la cultura del que toma dichas imágenes [para concluir que] la fotografía etnográfica es una práctica sin una teoría o método bien articulados» (en su aportación a la Enciclopedia de antropología cultural, New York, H. Holt, 1996: 1346).

Esta reciente valorización se debe en gran parte al actual descubrimiento del valor informativo de las fotos de archivo, justo cuando están sufriendo un deterioro que las aboca a su desaparición. También sucede que en los ámbitos de la antropología y la fotografía se plantean dudas similares. Según Pinney (1992), ambas prácticas están descubriendo simultáneamente sus propias carencias: del mismo modo que en la antropología se discute su condición de antropo-grafía, como cierto «visualismo» retórico, por parte de la otra se evidencian sus conexiones con el lenguaje, convirtiéndose en una foto-gramática. Y al aproximarse sus trayectorias, se posibilita una convergencia creativa.

De hecho, en sus respectivos orígenes ya estuvieron entrelazadas. Por un lado, el surgimiento de ambas fue casi simultáneo: a los dos años de la primera exposición fotográfica con la que Daguerre divulgó su invención de imágenes positivas fijas, se fundó la Sociedad para la Protección de los Aborígenes (1841), precedente del Real Instituto Antropológico de Londres. Y escasos años después ya se utilizaba el nuevo invento para fotografiar tanto a los nativos chinos (Itier en 1843) y a los indios de Estados Unidos (1847) como a los esclavos negros de Carolina del Sur (Zealy en 1850, para demostrar la inferioridad de la raza negra) (Naranjo, 1998). En Europa, los fotógrafos ambulantes están presentes en las fiestas populares desde 1850 (Jezequel 1992). Poco después, en pleno período de expansión colonial, la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (BAAS) publicó, en 1854, un Manual para informes etnológicos, donde se imparten una serie de instrucciones para cónsules, políticos, residentes y viajeros, en las que se indica como deben recopilar la información de manera estandarizada sobre los diferentes tipos raciales, usos y costumbres, recomendando la obtención de retratos individuales de estas gentes, mediante procedimientos fotográficos. La nueva fe en la objetividad de la fotografía la iba a convertir en sustituta de los dibujos de campo. Así, en España, la Comisión Científica del Pacífico, en 1862, organizó una expedición por Suramérica, a través de los ríos Napo y Amazonas, con la incorporación de un fotógrafo-dibujante, al que se le encarga:

«el mayor cuidado en sacar retratos de cuerpo entero de todas las razas, así como vistas de las habitaciones y de cuantos objetos inmuebles puedan servir para ilustrar la historia de las poblaciones aún salvajes o semisalvajes [también] acompañará en sus expediciones a los encargados de recolectar, para sacar vistas de montañas, cortes de terreno, aspecto de la vegetación, etc.»(2).

Se iba extendiendo por las metrópolis un interés por recopilar el mayor número de imágenes que permitiesen el estudio físico de los otros, los pueblos colonizados, aunque los autores no fueran antropólogos sino viajeros o aficionados observadores. A partir de 1868 se reunió en ocho tomos la gran colección fotográfica Pueblos de la India (por Watson y Kaye); en 1869, Lamprey describió un método para mediciones utilizando las fotos; y entre 1873-1876, se editó en Hamburgo el famoso álbum etnográfico Razas de la humanidad (600 fotos de varios autores, recopiladas por Damman). A fines del siglo surgen las primeras teorizaciones: A partir de su experiencia en la Guayana Británica, Im Thurn publicó el artículo «Usos antropológicos de la cámara» (1893)(3), criticando la tendencia a mostrar «tipos raciales» con el método antropométrico que aislaba al sujeto de su entorno natural. Por aquel entonces, M. V. Portman estaba culminando su intensa investigación fotográfica y estadística sobre los habitantes de las islas Andaman, que le proporcionaría material para once libros, incluyendo fotos sobre estudios faciales (con mediciones antropométricas, sobre fondo cuadriculado) y secuencias narrativas que mostraban el proceso técnico para fabricar artefactos (arcos, enseres domésticos...). Consecuencia de su práctica fue el artículo «Fotografía para antropólogos» (1896), en la misma revista, donde defiende una fotografía como manifestación del descontextualizado y objetivado espécimen científico. Las opuestas posturas articuladas por Im Thurn y Portman fueron como un eco del debate planteado por la misma época respecto al arte fotográfico: naturalismo contra intervencionismo o manipulación científica (Edwards 1998: 40).

En 1898, con el patrocinio de la Universidad de Cambridge, A. C. Haddon emprendió su expedición al Estrecho de Torres, en la que se considera la primera recopilación etnológica sistemática organizada por los ingleses, con grabaciones de campo que incluían un extenso uso de la imagen: obtuvieron unas 500 fotos y cierto metraje fílmico. El énfasis de esta fotografía antropológicamente orientada se puso en la vida cotidiana, el ritual y la cultura material, sin prescindir de los «tipos físicos». Cuando, en 1901, B. Spencer llevó cámaras de foto y cine y un cilindro grabador de sonido para estudiar a los aborígenes de Australia central, las nuevas tecnologías audiovisuales consiguieron imponerse como parte del proceso de investigación antropológica.

Pero en este período inicial fueron utilizadas dentro de la vigente relación de fuerzas colonial, sirviendo también como representante de la superioridad tecnológica (y de conocimientos) occidentales. Estos materiales formaban parte de los datos brutos que se enviaban a las metrópolis para ser desde allí analizados. Y de algún modo funcionaban como metáfora del poder, apropiándose del tiempo y el espacio de los individuos estudiados; aislando un único incidente dentro del flujo vital, a menudo fuera del contexto que le otorgaba su razón de ser, y para demostrar supuestas inferioridades. Pero sobre todo, actuaban como prueba testifical de la presencia in situ del antropólogo y el carácter verídico de su relato: eran una autenticación.

A medida que se afinaban los métodos de análisis, fueron apareciendo limitaciones a la capacidad cognitiva de las fotos, que se desvalorizaron hasta quedarse como mero producto de la investigación. En 1922, el antropólogo que sistematizó la observación participante en el trabajo de campo con sus estudios funcionalistas en las islas del Pacífico, decidió utilizar la fotografía como herramienta auxiliar en esta labor. Bronislaw Malinowski era consciente de la limitación descriptiva de las fotos, como registro de superficie, que no permitía la comprensión de la organización social: lo visual quedaba al margen del proceso de interpretación, la foto se deslizaba inevitablemente hacia el pintoresquismo. Otra carencia que constató, el registro de comportamientos en la esfera íntima, quedó ejemplificada por el escaso número de fotos que tomó relacionadas directamente con la vida erótica:

«Pero como ésta evoluciona en una sombra profunda, lo mismo en el sentido literal que en el figurado, las fotografías sólo habrían podido ser obtenidas gracias a poses artificiales y simuladas, y no tengo para qué decir que una pasión (o sentimiento) artificial y simulado carece de valor» (1932: 47).

Uno de los fundadores de la antropología norteamericana, Franz Boas, se había interesado pronto por el uso etnográfico de las tecnologías de la representación, dudando de la validez científica que podían tener las imágenes obtenidas por los fotógrafos artísticos, no especializados en el conocimiento de las culturas. Bajo su tutela, se desarrolló una de las más ambiciosas experiencias jamás realizadas para tratar de aprovechar antropológicamente la fotografía, a cargo de su discípula Margaret Mead y el marido de ésta, Gregory Bateson. En una carta de 1938, Mead le escribe a su maestro Boas:

«Cuando dije que pensaba ir a Bali, usted me dijo: 'Si yo fuese a Bali, haría un estudio de los gestos'. Esto es pues, una de las cosas que tratamos de llevar a cabo. Hemos coleccionado una gran cantidad de material fotográfico, y también cinematográfico, relativo a las actividades cotidianas y también a las más estilizadas, como la danza, la pelea de gallos, la plegaria y las posturas del estado de trance» (1983:252).

A base de dedicarle hasta la tercera parte de su tiempo a las actividades fotográficas, Mead y Bateson perfeccionaron un nuevo estilo de registro de acciones, anotando múltiples datos para precisar los elementos circunstanciales de cada imagen(4). Para su más adecuada interpretación, consideraron necesario contar con otro material semejante, de buena calidad, que permitiera la comparación. Y para obtenerlo, se fueron al río Sepik en Nueva Guinea. El resultado final de esta vasta labor fueron unos 43.000 negativos fotográficos de 35 mm. y alrededor de 12.000 metros de película, un corpus que, según la propia Mead,

«posibilita explorar formas de registrar los análisis teóricos de otras disciplinas a través de materiales visuales y de proporcionar una fuente continua para el planteamiento de nuevas hipótesis, desde el momento en que el comportamiento, una vez registrado en película, puede ser observado repetidamente bajo la luz de distintos y nuevos materiales» (1963: 137-8).

Hoy día se cuestiona la utilidad real de esta inmensa masa de imágenes, así como se le recrimina descuidar el componente estético (Becker 1981). Quizás como consecuencia de las prevenciones de Boas hacia las fotos artísticas, Mead recelaba que la sensibilidad estética pudiese interferir con la necesaria objetividad científica, en contra de la opinión del mismo Bateson, quien no equiparaba dicha objetividad con la nulidad estilística. La postura de Mead en este aspecto apenas se modificó con el tiempo, como expuso en uno de sus últimos y más conocidos artículos. Tras constatar que la antropología busca nuevos métodos para simplificar o mejorar el trabajo de campo, admite que la grabación de imágenes exige conocimientos más especializados que la simple toma de notas:

«Es inapropiado pedir que el comportamiento filmado posea las marcas de una obra de arte. Seremos agraciados cuando ocurra, y podemos alabar esas raras combinaciones de habilidad artística y fidelidad científica que nos ha proporcionado grandes filmes etnográficos [para luego criticar la] desorbitada demanda que los filmes etnográficos sean grandes producciones artísticas»(5).

Y mientras el matrimonio de antropólogos Bateson-Mead impresionaba ingentes cantidades de rollos, en la Gran Cordillera Central de la cercana isla de Filipinas, desde 1934, el fotoetnógrafo aficionado Eduardo Masferré se dedicaba a captar «bellas fotos de la vida tradicional que mostrasen la nobleza de los nativos», tal como él mismo expresa que era su intención, sin que le impulsara la investigación antropológica. Creo que la obra de Masferré es muy valiosa, mostrando una gran sensibilidad estética al mismo tiempo que documenta una forma de vida hoy ya transformada; y que parece demostrar que el autor filipino gozaba de la confianza y simpatía de sus vecinos, los personajes retratados, lo que la acerca a la categoría de posición emic. Sin entrar en el análisis de estas magníficas fotos, pasaré a considerar diversos aspectos generales de la fotografía etnográfica, dentro de la que podrían ubicarse, y que por lo tanto, le conciernen.
 

Algunos problemas de la foto-etnografía

Comencemos con la definición de fotografía etnográfica elaborada por Joanna C. Scherer:

«es el uso de fotos para la conservación y comprensión de cultura(s), tanto la de los sujetos como de los fotógrafos [...] Lo que convierte una foto en etnográfica no es necesariamente la intención de su producción, sino cómo se usa para informar etnográficamente a sus espectadores».

A continuación, admite la validez de las fotos en investigaciones como las que se realizan respecto a:

«familia; roles femeninos; situación de los niños en sociedad; culturas populares en sitios y tiempos específicos y su comparación con valores cultos y prácticas sociales; escala física de eventos tales como la disposición espacial y el grado de participación individual; cultura material y cambio cultural;... Una vez localizadas las imágenes deben someterse a detallado análisis» (1995: 201-8).

Respecto a las relaciones de la fotografía con la antropología, John Collier Jr. (autor de un libro sobre este tema en 1967) parte de la aportación que las fotos ofrecen a las ciencias, gracias a su capacidad para medir, contar y comparar. Y como en toda recogida de datos, a menos que se los consiga organizar y procesar, apenas serán útiles para la investigación. Los inventarios deben servir para construir modelos, a partir de la elección de las categorías a estudiar. Además,

«La fotografía ofrece a la antropología una materialidad científica en los estudios sobre comportamiento humano [incluyendo que] la memoria fotográfica contiene detalles que ni fueron percibidos en el encuentro original [...] La fotografía sugiere, pero no explica cómo se ejecutan acciones» (1995: 235-254).

Tras constatar que el reto planteado a la antropología visual es pasar de lo icónico a lo conceptual y sus expresiones discursivas, insiste en la necesidad de sistematizar y analizar rigurosamente nuestros datos visuales.

Si regresamos a nuestro punto de partida, la equiparación entre fotografía (en cuanto imagen) y texto visual, que se debe analizar desde el doble eje temporal de su momento de producción y el presente de su contemplación, nos encontramos con una serie de problemas que giran en torno a la crucial pregunta de: ¿qué es 'lo fotografiable'?

1) Para abordar esta cuestión esencial, comencemos por examinar el estatuto ontológico de la imagen fotográfica.

La fotografía siempre posee fuerza evidencial, aunque no se pueda seguir manteniendo teóricamente la concepción tradicionalista de aceptarla como una mera impresión o espejo de la realidad.

De acuerdo con la clasificación de los signos hecha por Peirce en 1895, en la imagen fotográfica se suman el carácter icónico con el indicial, al tratarse de una representación por conexión física del signo con su referente, que no puede ser más que uno: es la huella de una realidad, la que constituye el entorno óptico que se fragmenta y materializa sobre un soporte emulsionado. Tanto la metáfora de Benjamin (1931) de que lo real quema la imagen fotográfica; como la admiración de Bazin (1945) hacia el poder irracional que emana de la fotografía hasta ganar nuestra confianza, debido a su fuerza representativa; pasando por la constatación de Barthès (1980) de que la fotografía es, en primer lugar una «emanación de lo real pasado», que si conmueve al espectador es por su poder de contingencia, que le «apunta» perceptivamente; se recalca la índole realista de las fotos. Una prolongación de lo anterior es considerarlas como artefactos, lo que supone incluirlas dentro de la categoría de los documentos históricos.

2) Pero a este discurso de la semejanza, mímesis o trasparencia de la imagen fotográfica se ha ido contraponiendo otro, semiótico-estructuralista, que denuncia el efecto de realidad y realza su carácter transformador, al ser una interpretación-transformación de lo real, como una creación arbitraria, ideológica y perceptivamente codificada. Y esta codificación es técnica y estética, cultural en suma (Dubois 1994).

Ya, para Bourdieu, la fotografía constituía un sistema convencional:

«Si la fotografía es considerada como un registro perfectamente realista y objetivo del mundo visible, es porque se le han asignado (desde el origen) unos usos sociales considerados 'realistas' y 'objetivos'» (1965: 108).

Y en este discurso de la codificación avanzan Eco (1970), con su propuesta de que todos los fenómenos visuales interpretables como indicios sean considerados como signos convencionales, y Barthès (1980), cuando se refiere al studium fotográfico como «los códigos que vienen a modificar la lectura de la foto». De las argumentaciones desconstructivistas se desprende que la significación de los mensajes fotográficos está culturalmente determinada, que no se impone como evidencia para todo receptor, que su recepción necesita un aprendizaje de los códigos de lectura (Dubois 1994). Luego, el dispositivo fotográfico es un dispositivo culturalmente codificado (Sekulla 1981).

Pero esta postura teórica ha sido matizada. Así, Schaeffer opina que se debe limitar el ámbito de la convención a ciertas relaciones semióticas, puesto que la representación y la realidad forman parte del mismo espacio lógico.

«Dada la diversidad de las convenciones gráficas de una sociedad a otra, está claro que hay que admitir que se puede diversificar el mecanismo de reconocimiento analógico, es decir, que nuestra capacidad de reconocimiento no se limita a un solo esquema analógico (el de nuestra cultura respectiva)»

A continuación señala que, en el icono fotográfico,

«sus formas analógicas no son la consecuencia de una selección culturalmente específica, sino que son modalizadas según criterios de universalidad antropológica, a saber, su parentesco con la visión fisiológica» (1990: 34).

Schaeffer postula una lógica pragmática de la fotografía, al tratarla como un signo de recepción, al servicio de distintas estrategias de comunicación. Opina que, en el plano indicial, la imagen no funciona como mensaje. En cuanto al plano icónico, si bien:

«admite elementos convencionales referibles a una intencionalidad, y si puede en consecuencia transmitir un 'significado', sin embargo es incapaz de constituirse en mensaje diferenciado. Pero toda imagen fotográfica es a la vez signo informacional (índice icónico) y obra material (buena o mala), grabación de la 'realidad' y una figuración» (p. 74).

Por lo tanto, resultado de un 'saber hacer', y que constituye un producto cultural, que aunque a veces no responda a un objetivo comunicacional de sus autores, se incluye dentro de una comunicación social regulada.

Para concluir este apartado del que se desprende el carácter de objeto pragmático de la fotografía, se puede volver a Dubois, cuando aseguraba que la foto no es sólo una imagen, sino que:

«es también un verdadero acto icónico que no se puede concebir fuera de sus circunstancias, que incluye también el acto de su recepción y de su contemplación» (1994: 11).

3) Una vez reconocido que la imagen fotográfica debe ser ubicada en un proceso producción-recepción; siguiendo a Barthès, admitiremos que, considerada como texto, debe asociarse a su propio contexto de producción. No se trata sólo de buscar tanto las dimensiones ecológico-económicas como las socio-político-históricas del escenario cultural donde se construyen las fotos, sino también de investigar sobre los autores. Como dice Joanna C. Scherer:

«Para apreciar las influencias sobre el fotógrafo, sus métodos de manipular a los sujetos, su selección y sus intenciones explícitas deben ser estudiadas a través del corpus completo del trabajo del fotógrafo [por ejemplo] las convenciones estilísticas para posar los sujetos fotográficos pueden ser determinadas (Scherer 1988), incluyendo la elección del punto de vista y momento, así como las técnicas para controlar la imagen a lo largo de la duración de la exposición y la elección de las lentes» (1995: 204).

Resulta, pues, necesario tener en cuenta las convenciones estéticas de la época y la escuela fotográfica con la que se relacionan, en lo que respecta a los tratamientos técnicos y creativos de las obras visuales.

Pero también se deberá investigar cuáles son las motivaciones del autor para realizarlas, qué uso pretende dar a dichas imágenes fotográficas, cómo las difunde y vende; en fin, a qué audiencia las dirige:

«Reconstruyendo sus fines e intenciones, podemos categorizar y comprender sus fotos en los contextos en los que fueron creadas. Parece existir una correlación entre las intenciones explícitas del creador de imágenes, el proceso de selección y los estilos visuales resultantes» (p. 205).

En resumen, que la correcta contextualización de la producción de la imagen fotográfica exige el conocimiento profundo tanto de la cultura del fotógrafo como la de los sujetos fotografiados(6).

4) Avanzando ahora por el terreno de las conflictivas relaciones imagen-texto literario, parece constatable que las fotos apenas tienen relevancia en las monografías antropológicas, cumpliendo un papel más bien ilustrativo. Parece como si no se las equiparara con otras fuentes de información. Y también, como señalaba Luc de Heusch, algunas veces:

«un etnógrafo llega a publicar retratos de hombres que conoció y gustó, pero lo hace a regañadientes, como si el poder emotivo de la foto, siendo extraño a su propósito, le embarazara» (en Pinney 1996: 37).

Si admitimos que la imagen fotográfica expresa un sistema de signos cuyo nivel informativo supera al de la simple ilustración, debería adquirir la misma relevancia que el lenguaje escrito. Sin embargo, en la interacción establecida entre los signos icónicos y lingüísticos, los significados de la imagen suelen estar condicionados por los del discurso escrito, que los ancla de modo monosémico. Es difícil conseguir que el mensaje icónico y el lingüístico participen de esa relación de relevo o complemento mutuo, combinándose como partes de un sintagma que les englobe en su unidad superior, como sugería Barthès en 1964. Y no deja de ser verdad que la capacidad discursiva de la imagen es más limitada que la del lenguaje, ya que es dudosa su capacidad de abstracción.

5) Al enfrentarnos con el signo fotográfico, siguiendo al lingüista danés Hjelmslev, podemos diferenciar en él un plano de la expresión y un plano del contenido, regulados mutuamente por un código. El primero de estos planos viene dado por los significantes materiales emulsionados (luz, sombra, color), organizados de acuerdo con un modo plástico (encuadre, ángulo y composición). El segundo sirve para transmitir el significado o sentido del mensaje, estructurado según un modo discursivo. En cuanto a la codificación, siguiendo a Gubern (1987), encontramos en la base una de tipo técnico, en función de los recursos materiales que la hacen perceptible al ojo humano. Luego se pueden aislar otras codificaciones que pertenecen al ámbito cultural y antropológico, como son la icónica (variable según los diversos sistemas representacionales de cada cultura), la iconográfica (los motivos artísticos que se plasman en temas o conceptos), la iconológica (que según Panofsky expresa los valores simbólicos), y la estética (su adecuación a los cánones del gusto dominante en un contexto cultural dado).

La codificación técnica es la primariamente responsable de que podamos ver una foto. Es sabida la exigencia de que penetre por la lente una determinada cantidad de luz durante el tiempo de exposición del negativo, que luego deberá ser correctamente revelado y positivado. Si en la fase de la exposición no se cuenta con las apropiadas condiciones luminosas, por falta de nitidez no se distinguirán los elementos visuales impresionados. Y de esta ley fotográfica básica se desprende que lo fotografiable es en primer lugar, «lo técnicamente visible». Si no tenemos suficiente luz (natural o artificial), no hay foto.

Debido a ello es que puede ser necesario alterar ciertas condiciones de las situaciones reales para que puedan ser debidamente registradas en un filme. Una consecuencia se tiene en el posible «engaño» al espectador. Pongamos como ejemplo el clásico filme Hombre de Aran (1934), realizado por Robert Flaherty tras una estancia de casi dos años en esta remota isla irlandesa. Sin repetir las criticas respecto a la ficción presentada como drama real en varias escenas, apuntaré un dato: en ningún momento del filme aparece la lluvia, cuando resulta que el clima aranés consiste en una inacabable sucesión de frentes lluviosos acompañados de vendavales, con breves pausas despejadas. Esta pluviosidad, que marca la climatología isleña, tiene que afectar a la fuerza el modo de vida de sus habitantes. Ahora bien, en los momentos lluviosos son muy pocos los detalles que una cámara puede registrar. La lluvia real se representa mal en cine. Pero al escamotearla, también se transforma la imagen del ecosistema cultural ofrecida al espectador.

Otro curioso documento relacionado con la lluvia es una de las fotos de los Nuer publicadas por el antropólogo inglés Evans-Pritchard en 1940. Titulada «Chubasco otoñal», en ella se aprecia un rebaño que se moja impávido sobre el barrizal, encuadrado entre el mástil y la lona levantada de una tienda de campaña. Al alabar en esta foto la evidencia de la presencia del fotógrafo, dentro de la tienda, como un reflejo especular de la propia cultura del espectador, se la ha llegado a calificar como «las Meninas de la antropología moderna»(7). ¡Es curioso que al universal comportamiento humano de protegerse de la lluvia, se le otorgue un rango velazquiano! Pero no deja de ser cierto que no siempre se expone en la imagen icónica la presencia del autor. Lo habitual es buscar la transparencia de la imagen, como si fuera su espectador quien asimismo contemplase la escena real, sin ningún intermediario, ya que se borran las marcas de la enunciación y la imagen se ofrece por sí misma. Este voluntario ocultamiento del autor se facilita cuando se emplean herramientas técnicas poco llamativas: lentes, encuadres y ángulos de toma normales, y sin alteraciones en el laboratorio. En ocasiones, los condicionantes físicos imponen dejar rastros de la construcción de la imagen, como una sombra o un reflejo; una distorsión, filtro o flash. Y también puede desear voluntariamente aparecer el autor, por razones discursivas. En el caso de la comentada foto de Evans-Pritchard, habría que dilucidar primero si su rastro está causado por una circunstancia física (no mojarse él y/o la cámara) o por una decisión ideológica.

Para finalizar con el fenómeno atmosférico de la lluvia, una jugosa cita de Roy (1987) respecto al género fotográfico de feria:

«El mundo de las fotos de ferias es similar a aquél que recompone la memoria con un optimismo selectivo. Es un mundo donde nunca llueve, donde el cielo no está jamás cubierto, un mundo de sol perpetuo» (en Jonas 1996: 105).

¡No hay duda de que la luminosidad alegra el espíritu humano!

6) El punto anterior nos introduce en el área de la subjetividad. Tras el revisionismo posmodernista ha quedado manifiesta la inevitable dosis de subjetivismo que embarga la obra de cualquier investigador, tanto en su elección de temas y metodologías como en su estilo de escritura, bien sea icónica o literaria. Tal como expone David MacDougall respecto a la antropología, en las dos últimas décadas ha cambiado, con la emergencia de nuevas perspectivas, y ya no se confía en obtener grabaciones fílmicas objetivas:

«Se empieza a no exigir al filme etnográfico que siga modelos científicos convencionales para ser válidos para la antropología. Se le reconocen sus propios métodos de legitimación [...] Esta variación en el énfasis quizás ofrece nuevas vías para el filme en antropología, incluyendo filmes que desarrollan complejas redes de resonancias culturales y conexiones» (1995: 129).

Además, cuando se trata de productos comunicativos que poseen un componente estético, el gusto del autor le llevará a elegir determinadas composiciones plásticas que respondan a su concepción personal de la «belleza». En el modo que selecciona los elementos y los encuadra, quedarán manifestadas sus preferencias respecto al plano de la expresión. Que pueden resultar más o menos apropiadas para transmitir la situación social en ese momento.

7) Demos entrada ahora a los otros, los sujetos representados. Siguiendo el ya citado artículo de Joanna C. Scherer, podemos preguntarnos: ¿Están ahí así debido a la visión del fotógrafo o a su propia autoimagen? ¿Qué pensaban de la fotografía? ¿Tomaban ellos también fotos? ¿Quién deseaba poseer esas imágenes? Y esencialmente, ¿cuál era la relación entre el fotógrafo y sus sujetos?

En primer lugar, la parafernalia tecnológica del fotógrafo puede asombrar y hasta paralizar a los sujetos, si no la conocen. Un ejemplo esclarecedor es en el filme australiano de la década de los treinta que muestra el «primer contacto», cuando una tribu de las montañas de Nueva Guinea contempla por primera vez al hombre blanco, que además utiliza fonógrafo, cámara de cine y rifles.

El fotoetnógrafo que «invade» el espacio social de los miembros de otra cultura, es muy difícil que pase desapercibido. Lo habitual es que atraiga la atención pública, y se modifiquen las actitudes de los presentes. Como contaba Edmund Carpenter sobre uno de sus trabajos, precisamente en Nueva Guinea,

«comparar la grabación de un sujeto que no se da cuenta de la cámara, y más tarde toma conciencia de ella [...] es comparar diferentes conductas, diferentes personas» (1995: 486).

Admitamos que la mera presencia de la cámara suele provocar cambios en el comportamiento de los sujetos. Pero también esa modificación se puede deber a una voluntad expresa, del autor o de ellos mismos.

Entramos en la dicotomía instantánea versus pose. O, en otros términos, fotografía de reportaje contra la de intervención. Son las dos posibles modalidades de la fotografía directa, cuando no se manipulan a posteriori las imágenes impresionadas.

El fotorreportero suele preferir pasar desapercibido, y captar el hecho desde fuera. Pero los ya mencionados condicionantes técnicos pueden exigir que dicha toma se haga cambiando de sitio alguno/os de los elementos, o repitiendo la acción, a fin de encuadrarla desde el punto elegido. Un caso modélico de intervencionismo, es el de ese turista en el Tibet, que al fotografiar un grupo de nómadas retiró de la entrada de la tienda la gran y multicolor botella térmica china que desentonaba con la imagen de resistente cultura tibetana que deseaba plasmar(8).

También se pueden diferenciar dos esferas de acción: la pública y la privada. En ciertas culturas, ni siquiera en el ámbito de lo público está aceptado que se tomen fotos. En cuanto a lo privado, recordemos la gran dificultad para registrar conductas eróticas. Sin embargo, hay una parcela privada que se muestra sin rubor a los extraños y resulta generosa en informaciones: los álbumes familiares. Desde Bourdieu (1955), no se ha explorado mucho esta práctica social que puede desvelar las representaciones simbólicas que la familia construye y espera transmitir a través de su álbum de fotos, con la fabricación doméstica de emblemas domésticos. En palabras de Irène Jonas, es una colección de imágenes significativas, compuesta por fotos que registran la crónica familiar y marcan un sistema de vida en una época determinada. Además,

«El álbum permite igualmente la lectura de un tipo de representación del mundo de sus autores. Revela de modo privilegiado la articulación entre las inclinaciones subjetivo-creadoras de los individuos y la reproducción de modelos sociales, tanto en su contenido como en su forma fotográfica» (1996: 105).

En lo que respecta a la pose, tal como dice Edwards (1996), cuestiones de esencia estética e iconográfica son ingredientes importantes, a menudo no reconocidos, de las representaciones visuales en antropología. Ahí se pueden incluir tanto la fantasía erótica masculina como las convenciones exóticas sobre el otro de los occidentales. Asimismo, ítemes de cultura material son empleados como marcadores de primitivismo y, de esa forma, de distanciamiento cultural. La pose, formas de acción (ritos, danzas, etc.) y contextos pueden funcionar como marcadores culturales.

Entroncada en esta relación se halla la posición del fotógrafo: ¿es interna o externa al grupo? En otros términos, ¿ha sido admitido como miembro temporal o se mantiene un distanciamiento étnico y/o clasista?

Un paso más, y llegamos al tema de la coautoría: ¿se discuten o negocian las tomas que se van a realizar? ¿Participan los sujetos en las decisiones? ¿Tienen capacidad de elección?

Se puede incluir aquí la polémica suscitada en el simposio internacional sobre «Fotografía y museo», celebrado en Bonn en 1994, sobre si se debía devolver las viejas colecciones de fotos etnográficas a los pueblos que eran los sujetos de la documentación, o al menos concederles una remuneración por su uso y publicación. Si son sus imágenes, ¿no poseerán ciertos derechos sobre ellas?

Para terminar con este punto, volvamos a la experiencia que Carpenter realizó en el río Sepik, en apartadas aldeas que no conocían las cámaras. Tras un miedo inicial al ver sus propios retratos,

«En un sorprendentemente breve lapso de tiempo, estos aldeanos [...] estaban grabando cintas ellos mismos, tomando fotos polaroid de los demás, y jugando sin cesar con los magnetófonos» (p. 484).

Y los resultados pueden ser buenos, como se desprende de recientes proyectos desarrollados en Brasil, México y Ecuador, de enseñar el uso del vídeo a los indígenas y entregarles los aparatos necesarios para que ellos mismos realizaran sus grabaciones.

8) Hay que insistir en la adecuada habilidad técnica e intuición necesarias para conseguir captar el instante esencial de una situación cultural viva, y que posea los suficientes elementos visuales como para contener una elevada densidad significativa.

Y recordar, con Marshall y De Brigard (1995), que el problema básico es la elección del evento a ser registrado.

Nuestros criterios de selección, tanto temáticos como técnicos y estéticos, deben responder a rigurosas opciones.

9) Creo que es indudable el interés que ofrece el análisis antropológico de muchas obras fotográficas. En esta tarea se cuenta con una gran ayuda tecnológica, que aparte de facilitar el acceso a los materiales visuales, permite reconstruir detalles de la ordenación espacial de las secuencias, el microanálisis de los elementos presentes, los análisis fotogramétricos (añadiendo la tercera dimensión a las fotos planas), la coloración de imágenes en blanco y negro y su correcta datación. La cibernética, la tecnología digital, la realidad virtual e Internet, facilitarán mucho las investigaciones.

Pero sin llegar al uso de estas sofisticadas herramientas analíticas, y mientras investigo en el diseño de una ficha a la que someter las imágenes fotográficas para su posterior comparación, procederé a comentar unas pocas fotos ajenas y propias.

Las primeras son de indios de Norteamérica, fotografiados a principios de siglo por Edward S. Curtis, y reproducidas por Watson (1997). Las copias originales se conservan en la Librería del Congreso de los Estados Unidos, donde fueron depositadas a fin de obtener los derechos de autor, para ser vendidas como postales a un público que, cuando las culturas indígenas fueron definitivamente derrotadas, tomó un súbito interés por sus formas de vidas a punto de desaparecer. Curtis paso más de treinta años recopilando notas etnográficas y grabando cantos, leyendas y biografías de los miembros de buen número de tribus indias, al mismo tiempo que les tomaba unas 40.000 fotos, aplicando la técnica que había desarrollado en Seattle para retratar a los burgueses y conservar el recuerdo de sus bodas y ceremonias. Las imágenes están cargadas de romanticismo, habiéndose averiguado hace poco que los indígenas le mostraban de su vida sólo los aspectos que a ellos les convenía. Curtis deseaba describir con detalle los objetos y actividades cotidianas (mujeres descarnando pieles o acarreando ramas, 1908) y se dejaba guiar por una pretensión artística (tipis reflejadas en el lago, 1910). Por querer mostrar a sus sujetos en un estado primitivo, como en la preconquista, fue acusado por Boas de usar métodos anticientíficos.

En busca de la belleza compositiva, colocaba a sus sujetos (recolectoras de frutos de cactus gigantes, ante los que posan con los recipientes sobre la cabeza, 1907), llegando en ocasiones a la simulación (guerrero ejecutando la Danza del Sol, traspasados sus músculos pectorales por unas cuerdas tensadas a un palo, fotografiado por la espalda en contraluz, en una majestuosa postura, 1908; kwakiult observando espantado la momia humana puesta a secar, con una elevada dosis de truculencia, 1910). En estos casos, si bien las mujeres podrían estar efectivamente realizando dicha actividad, el danzante parece que está representando para la cámara, y en cuanto al ritual funerario, el personaje maquillado no es otro que su asistente, medio amerindio, al que a veces utilizaba para escenas rituales que de modo verdadero no le dejaban tomar. Se trata de puestas en escena, incluso recreaciones teatrales, es cierto. Pero también lo es el que nos permiten vislumbrar con bastante rigor descriptivo unas situaciones culturales que de otro modo no se hubieran podido documentar gráficamente. Y, décadas más tarde, han podido ser utilizadas por los descendientes de dichas tribus para recomponer imaginariamente sus desaparecidos rasgos culturales.

Terminaré con un caso propio. En 1980, realizando una investigación sobre los rituales de conquista en la provincia granadina, asistí a una representación de teatro popular que rememoraba bélicos episodios de la toma de Granada por los Reyes Católicos. Obtuve primeros planos de los protagonistas, cuando se retan épicamente y combaten con espadas. Los actores tratan de reflejar emocionalmente a sus personajes, y estos planos cortos gozan de vigor dramático. Pero si tuviese que elegir unas pocas fotos que indicasen la fuerza popular de este ritual, prefiero los planos generales obtenidos con gran angular, que muestran a los actores y elementos simbólicos inmersos en el decorado y a los espectadores dentro de su entorno ecológico. Creo que esta contextualización aporta mayor densidad semántica y ayuda a comprender mejor las claves culturales de este ritual tradicional.

Aunque no deje de tratarse de poses, ya que los personajes están escenificando o representando frente al público, pero así es su rol en el ritual, y por lo tanto dichas imágenes fotográficas incorporan la simbología que los actores tratan de comunicar socialmente.



Notas

1. Aparte de las publicaciones que mencionaremos, entre los precursores textos sobre este específico tema están los libros colectivos editados por H. Becker (1981) y R. Bolton (1989); y los de J. y M. Collier (1986), M. Banta y C. Hinsley (1986), Blackman (1986), y J. Tagg (1988). También son relevantes las aportaciones de Sol Worth (1981) para la formulación de una antropología de la comunicación visual y los sugerentes ensayos de Jay Ruby, accesibles en Internet en: http://www.temple.edu/anthro/ruby.html. En la década de los noventa son numerosas las investigaciones publicadas.

2. Puig-Samper (1988), citado por María Dolores Adellac en «La formación del archivo fotográfico en el museo», Anales del Museo Nacional de Antropología III, 1996 (pp. 244-5).

3. En el Journal of the Anthropological Institute, 22.

4. La investigación se publicó en 1942 con el título Balinese character, conteniendo 759 fotos organizadas en 100 grupos, donde se ponían en relación los diferentes tipos de comportamientos culturales, colocando juntas varias fotografías mutuamente relevantes, acompañadas de observaciones analíticas de Bateson y trozos de las anotaciones detalladas tomadas por Mead. Otro de los escasos ejemplos de investigación de fotografía etnográfica publicada son los Gardens of war, de Gardner y Heider (1968).

5. En «La antropología visual en una disciplina de palabras», conferencia de 1973 publicada por Hockings en 1975, en el libro colectivo que concedió carta de naturaleza académica a la antropología visual (Hockings 1995: 6-7).

6. Dentro de los estudios contextualizadores, Joanna C. Scherer menciona, entre otros, los de Blackman (1981) sobre la cultura Kaigani Haida a finales del siglo XIX y tras sus recientes cambios; Gutman (1982) y MacDougall (1992) sobre las imágenes logradas por fotógrafos en India y los artefactos culturales no occidentales que obtenían; Geary (1988) sobre las construcciones visuales del colonialismo tal como se desprende de las imágenes de los Bamum del Camerún; y Albers y James (1984, 1985) sobre las postales como creadoras de arquetipos populares, y su papel en desarrollar la imagen de los indios de las praderas como representativas de todos los indios americanos. En lo que concierne al análisis crítico del corpus visual de individuos particulares, señala los realizados sobre: Franz Boas -y las fotos tomadas por O. C. Hastings bajo su dirección- (Jacknis 1984); Edward S. Curtis (Lyman 1982); Robert Flaherty (Danzker 1980) y Martín Chambi (Harries y Yule 1986) (1995:205-6).

7. Pinney lo atribuye a Fernández (1985), inspirado en Foucault (1970): «Este cuadro emergió como una metáfora de la pintura para un tipo de protomodernismo reflexivo que, como observa Strathern (1987), se parece más al posmodernismo» (1996: 32).

8. Resaltado por Phillips (1989), quien comenta que «la vida fue censurada en favor del sueño étnico de un Tibet sin hilos telegráficos ni carreteras» (en Pinney 1996: 52). Sobre este aspecto del artificial reflejo de una cultura, o la búsqueda de un primitivismo inmaculado, también se interesó Clifford (1988).



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Publicado: 1999-11


 Gazeta de Antropología
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