Gazeta de Antropología
Nº 15 · 1999 · Artículo 02 · http://hdl.handle.net/10481/7525
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La droga como figura contemporánea del mal
Drugs as a contemporary figure of Evil

Francisco Garrido Peña
Profesor Titular de Filosofía Moral y Política. Universidad de Jaén.


RESUMEN
Se trata de una reflexión sobre las figuras simbólicas que la droga juega en el actual contexto social e institucional prohibicionista. La droga aparece así como el doble perverso de la mercancía: una figura contemporánea del mal. Se analiza también cómo la prohibición contribuye a esta demonologización  y al mismo tiempo convierte a la droga en un objeto de deseo. La vaciedad de significado del término droga ayuda a esta operación de mistificación fetichista. Por último en el artículo se pretende desmontar los supuestos argumentos de legitimación de la prohibición y la validez ética de la misma.

ABSTRACT
We present a a reflection on the symbolic figures that drugs play in the current social and institutional context of prohibitionism. Drugs appear here as the perverse double of merchandise: a contemporary figure of evil. It We also also analyze how prohibition contributes to this satanization and at the same time transforms the drug into an object of desire. The emptiness of the meaning of the term 'drug' helps this operation of fetishist mystification. Lastly, the article suggests the disassembly of the supposed arguments that legitimize prohibition and its ethical validity.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
droga | el mal | prohibición de las drogas | debate sobre las drogas | drugs | Evil | drugs prohibition | discussion on drugs


«La droga no es sino el sueño perverso de la mercancía»

En un tiempo relativamente breve, de unos veinte años para acá, se ha pasado en el campo policial de una ignorancia casi total del narcotráfico a convertirlo en una de las tareas que más tiempo y esfuerzo ocupan. Con la excusa de la represión anti-droga se realizarán grandes redadas, se persigue por sistema a los jóvenes de aspecto «poco convencional» y en definitiva se restringen las libertades y se les da rienda suelta a policías, jueces, psiquiatras, sectas redentoristas: ¡Lo mejor de cada familia vaya!

¿Qué es lo que mueve a estas personas e instituciones venerables a «aunar esfuerzos» contra la droga? Quizás la persistencia de un «espíritu de sacrificio y servicio» que como una droga le motivará permanentemente a seguir en la brecha en su lucha contra «el imperio del mal», que en estos momentos se encarna en las drogas. Repasen sino las películas americanas en que el «imperio del mal» es indistintamente representado por bandas de terroristas o de traficantes.

Y por si todo esto no fuera bastante aparece el escándalo del dopping deportivo para echar aún mas leña al fuego psicosis colectiva (no creo tampoco que sea casualidad que en el deporte, quizás el mejor espejo de lo social en el presente, sea donde se esté escenificando mejor este espectáculo). El cuerpo del deportista, que es mitad máquina, mitad animal, necesita del estimulante artificial para que la cosa natural/animal, que es el cuerpo, pueda alcanzar el grado de utilidad/rentabilidad simbólica de la marca (el aumento incesante de actividad cuantificada; metafísica del número, de la imagen, de la copia que conlleva una entropía simbólica aniquiladora.

Sería interesante pensar el correlato existente entre la ideología productivista del progreso y la producción incesante y acelerada, y, la obsesión por la marca en la cultura deportiva. Por medio del estimulante y del trabajo el animal pasa a ser fabricado y a convertirse en manufactura animal. La cosa es así cosa hecha, cosa tratada que sirve a la utilidad performativa del valor (aquí ya no es necesario ligar la funcionalidad a ninguna necesidad material o de base sino más bien a la lógica inmanente del juego, siempre presente en el deporte y tan cercana propia al reino de la mercancía pura).

El dopping deportivo nos indica algunas notas esenciales de esa «falsa conciencia» que se encubre bajo el estereotipo de las drogas (1). La droga no es nada concreto, se trata sólo de una definición o de un nombre, de un estereotipo que recoge numerosos fantasmas, miedos, ilusiones, intereses; es un símbolo del mal, la forma que el mal ha adoptado en los tiempos prolíficos de las utopía. Como símbolo adoptado, la realidad de la droga (que no puede ser otra que la realidad de su cultura) no hay que buscarla dentro de la lógica literal que su estructura proclama, ni en otros niveles «más profundos» de significación, sino en la paradójica pluralidad de los diagramas relacionales y difusos que se establecen entre el estereotipo y sus ambientes.

La resolución de la semántica de la cultura de la droga, como la de todas las semánticas, se ejecuta en la pragmática. La droga es mala porque es mala, es decir porque así ha sido definida. Su maldad no es ontológica, ni moral (al menos en el sentido en que moralidad implica cierto grado de acuerdo, de diálogo, de alteridad reconocida) sino performativa. Al ser símbolo del mal, este no le es ni ajeno ni exterior, ni causado ni concedido, ni infectado ni participado; le es de suyo «natural», le es inmanente. No requiere pues demostración, porque la droga es el fundamento de toda demostración del mal.
 

I. La droga como doble fantasmal de la mercancía

Hemos dicho que cuando hablamos de drogas no estamos definiendo ningún conjunto de entidades concretas sino nombrando un símbolo, nombrando un estereotipo cultural. Miremos que dice el diccionario María Moliner de la voz «droga»: «cualquier sustancia que se prepara y se vende para cualquier finalidad», si formalizáramos esta definición nos encontraríamos que sólo hay una variable, sustancia, y tres relatores (preparar, vender, finalidad), pero ningún valor; todo lo que es susceptible de ser preparado y vendido es droga. Pero sabemos que vivimos en el reino de la mercancía pura en el que todo lo que es, es porque es mercancía susceptible de ser preparado para ser vendido. Luego, la definición de droga es la definición estructural de cualquier ontología moderna, capitalista. Detrás de esta definición «se esconde», como detrás del estereotipo de la droga, la fascinación esencial de los tiempos modernos, la fascinación por el «fetichismo de la mercancía» (así la llama Marx en el libro primero de El capital), por la atribución de relaciones y cualidades humanas y sociales a las cosas. Droga es todo y es nada, es una relación (no hay valores sólo relaciones functoriales entre variables ligadas por cuantificadores universales) que es atribuida a determinadas cosas: sustancias tan dispares como son la heroína, el opio, la cocaína, los ácidos, las anfetaminas. Siendo como es un estereotipo, un símbolo del mal; y siendo el mal en la cultura occidental moderna un doble/sustrato del bien, una realidad última y fundamentaste, una ontología invertida que restituyó el mundo a la posición verdadera, que no es la posición de la prohibición de lo de abajo frente a la promesa de lo de arriba, de la prohibición de la tierra frente a la promesa del cielo.

¿Por qué entonces la prohibición? Por la imprescindibilidad misma de la distinción (el arriba/abajo), la tierra y el cielo guardan una funcional e insustituible complementariedad dialéctica (una dialéctica que tiene como límite constitutivo el olvido de cualquier superación, de cualquier apertura) que hace que entre ellas haya siempre una relación invertida de prohibición y promesa, pecado y obediencia, arrepentimiento y subversión. La vacuidad radical del estereotipo droga y su familiaridad original con aspectos hoy centrales como son el cuerpo, el paradigma bioquímico de los fluidos y las sustancias vitales posibilita que se haya convertido en un asylum ignorantiae, donde se refugian todos los temores y las aspiraciones.

La dialéctica profunda de un sistema fijado sobre la negación de la castración lleva a la construcción de un par ordenado [prohibición/promesa] que alimenta tanto a los prohibicionistas de la droga, que abogan por grandes cruzadas contra el narcotráfico, como a los apologistas, que dotan de propiedades subversivas y utópicas a las drogas, cosificando de esta forma lo que no es sino una cuestión de relaciones sociales.

La mercancía es sino utopía cuantificada en la circulación del capital. ¿Hay algo más utópico que la mercancía? ¿No es la droga la mercancía más pura? El tiempo de la utopía necesita reencarnarse en formas sensibles que suscite la ilusión de la completud y de la infinitud: la cosificación de las relaciones sociales y de la constitución de la sujetividad por medio de la mercancía y de su doble perverso, la droga.
 

II. Promesa y prohibición. Dialéctica de la perfección y encarnación de la utopía

Estudiemos las razones aparentes de los prohibicionistas y los argumentos que contienen. Se dice habitualmente que al menos el 80% de los delincuentes son drogadictos, de lo cual se deduce que la droga es una causa, la causa más importante según el Comisionado, de la actividad delictiva. ¿Pero es esto realmente así? Este razonamiento contiene un tipo de explicación que es falaz y conduce, a poco que se aplique algo de rigor lógico, a paradojas insalvables dentro de este esquema. Contiene una especie de falacia categorial invertida. Pues no son drogadición y delincuencia dos categorías distintas de tal manera que entre ellas se pueda establecer una relación funcional del tipo que podríamos establecer entre el tabaco y el cáncer, sino que muy al contrario porque se es drogadicto, y sin necesidad de ninguna otra actividad delictiva, se es delincuente. La drogadicción misma es un delito, está marcada con el signo de lo prohibido y en su despliegue implica a todo el universo delincuencial. Delincuencia y drogadicción pertenecen a una misma categoría, no se prohíbe la droga por la fatal relación entre droga y delincuencia, sino más bien porque se prohíbe la droga esta conexión existe. Se olvida que la vinculación entre droga y delito no es sino la relación imprecativa que ocurre en el interior de un tipo de definición, que como decía Poincare «define un objeto en función de una clase de objetos que contiene al objeto que está definido». Por lo tanto la pregunta por la implicación entre droga y delincuencia es una pregunta falaz, que oculta la naturaleza íntima del problema que no es otra que la vinculación inseparable, analítica y performativa, entre delito y droga, a causa precisamente de su prohibición.

Este primer argumento pues no sirve para justificar la causa de aquellos que defienden la prohibición total de las drogas. Sin la prohibición, sin la criminalización, a relación entre droga y delincuencia no sería más frecuente y significativa que la que puede haber entre los estudios de filología románica y la práctica del esquí alpino. Otro argumento hace referencia a la salud del propio individuo que consume drogas. Contra este argumento valdrían todos los argumentos dados a favor del suicidio empenzando por aquellos que diera, hace ya algún tiempo, David Hume. ¿Por qué el Estado se ha de preocupar más de la salud de un consumidor de drogas, que de mi salud, por ejemplo, que soy un enfermo casi crónico de hígado y al mismo tiempo un inveterable consumidor de alimentos picantes, de grasas? Que sepamos no hay ninguna ley que prohíba a los enfermos de hígado consumir guindillas, ni pimienta verde. Sin embargo, pudiera resultar que es mucho mas perjudicial para mi salud el comer pimienta verde, que para otra persona un cigarrillo de marihuana. ¿Por qué ese interés por Ia salud de unos y el olvido de la de otros? El argumento de la salud tampoco se sostiene en pie, amen de que, insisto, todo el mundo tiene derecho a matarse como quiera (no debemos caer de nuevo en aquella estúpida y cruel paradoja de nuestro código penal que preveía sanciones contra los suicidas).

Ni la peligrosidad social , ni la razones de orden ético-sanitario justifican la prohibición y la demonología que se esta realizando en torno a la droga. El problema está en otro orden, en el orden de una cultura de Ia promesa y la prohibición: una cultura utópica. Para nadie es un problema las sustancias en si mismas, sino el contexto interpretativo, simbólico, y cultural en el que se inserta el consumo de esas sustancias. A modo de ejemplo, podemos citar los efectos tan distintos que tiene el alcohol según la práctica social o el contextos cultural donde se produzca su consumo.

Pero si el problema es tan simple, ¿por qué la droga goza del lugar central que ocupa? La cuestión reside en algún lugar que está más allá de todo lo que sobre la droga se predica y donde esta predicación apunta. Ahí que mirar hacia otro sitio y con otra mirada para captar el por qué de esta centralidad. Indagemos en la institución de la prohibición, pues parece que la droga sin prohibición no sería tal. La representación de la institución de la prohibición para una sociedad basada en la cultura de la utopía es insoportable, pues todo el andamiaje utópico esta construido para negar a la institución de la prohibición y lo que en ella y con ella emerge. Esta negación (2) es ocultada por medio del par ordenado [prohibición/promesa] de tal modo que la institución queda convertida en el doble inseparable de la promesa (de la novela utópica). Así, contra su naturaleza original, prohibición y promesa aparecen como dos caras de una misma moneda.

La fuerza de la droga reside en que su prohibición es la negación de la imposibilidad del tiempo utópico. A la vez representa una de las principales promesas de la tardomodernidad: la promesa del mal, de la simbolicidad seudoalternativa del mal. El mal es aquella figura que el discurso del amo desea que sea su enemigo. ¿Y cual es la promesa que como promesa es mal y como mal, verdad verdadera de la dialéctica entre prohibición y promesa, entre arriba y abajo?

La droga es el sueño de una completud sin límites, de una energía sin fin, de un crecimiento infinito; la reencarnación de dos mitos de la cultura alquimista que tanto ha influenciado en la ciencia moderna: el mito de la «piedra filosofal» (es decir de la apropiación de propiedades por los objetos, esto es claramente visible en la tradición de la moderna farmacopea) y el mito del perpetum mobile (autonomía absoluta del movimiento, negación de la entropía).

La utopía es una forma muy elaborada y sutil de fetichismo, o lo que es lo mismo de no aceptación del complejo de castración. El discurso utópico está directamente vinculado con la perversión fetichista en cuanto trata de reificar en un objeto fantasmal el objeto perdido y añorado en los distintos traumas de castración (de descubrimiento de los límites). La búsqueda obsesiva de un «objeto universal» que conpletaría la incompletud traumática conduce a la construcción de un no-espacio y no-objeto que la mercancía representa y compensa mejor que ninguna otra forma.

Pero puesto que esta dialéctica de la promesa negadora implica siempre la sobrerrepresión y sobreprohibición ante la imposibilidad del reconocimiento de la castración, emerge la figura asfixiante de la censura por medio de la prohibición gratuita (3): que no cumple la función de limitar la proliferación entrópica del deseo sino la de estimular perversamente la proliferación caótica del mismo.

El fetichismo de la mercancía, al que ya hemos aludido, trabaja como socio con la «prohibición gratuita» en todas las formas de eso que hemos denominado «capital criminal» (4). No es casualidad que la mercancía privilegiada del capital criminal sea la droga. En esta se dan una combinación diabólica de utopía bioquímica y de «prohibición gratuita» que le dotan de una atracción y de una valorización fascinante. La droga es el camino y la tierra prometida la mismo tiempo: la síntesis bioquímica del cielo y del infierno.
 

III. Trabajo e individuación. La droga como autonomía verdadera de la identidad producida

J. Barrot afirmaba con respecto aI trabajo asalariado lo siguiente: «La ruptura de las ideologías, de las estructuras protectoras de la familia, de la religión, de la política, convertirá cada vez más a la empresa en uno de los escasos sitios colectivos en que mucha gente tendrá impresión de que hace algo. Pocos lo dicen de este modo, pero, en una considerable proporción, el interés por el trabajo compensa la falta de afecto. El capital utiliza el hecho de que algo humano 'genérico' subsiste aún en el trabajo más degradado». Estas frases están escritas es un momento en que todavía eI paro no era la forma de explotación más extendida y cruel, la forma actual de trabajo más extrema. Pero aún así, dejando a un lado sus predicciones, esta cita revela como en la tardomodernidad el trabajo, o su ausencia, siguen siendo una forma de actualizacióm de la identidad social. El trabajo funciona como sustituto opuesto del afecto, del amor, de las pasiones del ser: la oposición sigue siendo entre el «dejar ser» y el «hacer».

Pero lo que en los primeros tiempos de la modernidad era primacia absoluta de la praxis como intervención directa del trabajo -de la voluntad: obsérvese la equivalencia entre voluntad y trabajo que en usos del castellano llega a ser casi indiferenciable- en la transformación material del mundo; ha perdido hoy gran parte de su materialidad y se ha emancipado como signo autónomo y autopiético.

Las viejas formas de explotación convertían, al menos, al trabajo asalariado en el modo común del dolor entre los comunes, entre las gentes que todavía no eran sujetos sino libres. Eran explotados como personas sin que su misma constitución fuera alterada o violada. El trabajo fantasmal, ya sea en los que trabajan trabajando o en los que trabajan en la ausencia del trabajo -los parados-, ya no es un modo común del dolor sino simple protocolo de la mercancía. Protocolo reglado del que trabaja trabajando y protocolo simbólico-utópico del que trabaja no trabajando (recuérdese aquí la afinidad clasista entre determinadas drogas y determinados conductas de clase: cocaína y heroína).

La técnica es en este sentido y momento en una dimensión autoproyectiva ingeniería ontológica que necesita de la aceleración-invención de las drogas para realizar y auto-actualizar la promesa/prohibición de la mercancía. La técnica, como «metafísica de la era atómica», no es sólo dominio de la naturaleza sino que es su extensión ineludible a lo humano en esa cosa humanizada que es el fantasma de lo más natural de la naturaleza, la sustancias químicas.

Entre el protocolo del trabajo y la mercancía ya están suspendida toda distancia: el primer lugar por la invasión tecnológica en la esfera de la autonomía de la fuerza de trabajo, y en segundo lugar, por medio de la mercantilización de toda aspiración de realización material. ¿Cómo se va a realizar -promesa de la droga, del trabajo- lo que está siempre en circulación, en instante presente? ¿Cómo actualizar aquello que tiene que desplegarse en lo que está siempre quo ipsum esse?

La destrucción de las drogas es la destrucción de su ideología. Así vistas las drogas no son una forma de evasión, sino su contrario, proponen un viaje a las profundidades de la verdad deI sistema, un explosión mantenida de los fantasmas del los entes modernos. Como doble perverso de la sustancia se mantiene siempre en esa ambivalencia agónica típica de la dialéctica hegeliana. Pero esa doblez no puede eliminar el lugar siniestro de su procedencia (5).

Los apologistas del uso y consumo de drogas han creído en el valor transgresor de la promesa y han olvidado su inseparabilidad de la «prohibición gratuita», creen que lo mejor es lo contrario de lo peor y por esta simple concepción rigen las reglas de oro de su comportamiento. Sin embargo la facticidad de la promesa no pasa luego de ser una débil y alicortada experiencia de intimidad. Cuenta Giovani Jervis un anécdota referida a una ocasión en que W. James consumió cannabis y creyó en los momentos de mayor júbilo haber descubierto el secreto del universo, lo escribió y posteriormente, cuando se encontraba despejado y sobrio, comprobó con cierta decepción que solo había escrito: «Igamus Ogamuo/Womanio Isiónogamus/Ogamus Igamus rofan is Poligamus».

Hay pues una responsabilidad compartida entre la cultura de la prohibición y la de la promesa, ambas son culturas de la droga y ambos se mueven en el seno de la crisis de intimidad típica de la tardomodernidad. La promesa se expresa como promesa de producción infinita en la cocaína, de velocidad inaprensible; o como trascendencia onanista, como utopía doméstica en la heroína. La primera es utilizada por ejecutivos, por políticos, por gentes que tienen que producir más y más. La segunda por la marginalidad, la juventud en paro, gentes que tienen que evadirse como sea; gentes que han sustituido la revolución por el chute. Pero ambos aceptan la dialéctica, creen en la promesa; ambos conciben el tiempo como un escenario, como un vehículo, como un territorio de conquista y explotación, como un vector de aceleración infinita.

Frente a la cultura y la ideología de la droga no cabe otra respuesta madura que una cultura de los límites razonables y de la razón gozosa: Admitir y reconocer la finitud radical, la naturaleza constitutiva de la castración, la continúa tensión con la entropía. Instalarnos en la naturaleza no-toda de lo real. Construir límites abriendo espacios. Gozar de todo lo posible pero sin pretender hacer posible todo gozo. Entendernos con la institución original de la prohibición, prohibiendo toda prohibición gratuita. Comprender nuestra relación imprescindible con las cosas, haciendo de este fetichismo insuperable un juego de tránsito lo más satisfactorio posible. Si este horizonte de realización vital y de emancipación deseada es imposible combatir la ideología de las drogas. Salir de la utopía para vivir el juego y la razón del deseo.

El mejor método políticamente hablando de emprender esta desconstrución de la narco-ideología es su legalización. La legalización es el rescate de una forma imprescindible de fetichismo (el bio-fetichismo) de la dialéctica de la prohibición/promesa. Alguién podrá objetar que surgirán nuevas formas del mal, y ciertamente así será, pero entonces estaremos en condiciones de dialogar con el mal, no de combatirlo.

Alguien podrá decir también que la peligrosidad física del alguna de la sustancias que denominamos drogas no desaparecerá con la legalización. Y sus palabras no carecerán de verdad, pero esos problemas son ya otros problemas. La cuestión estará ya en otro orden simbólico. A quién, en fin, pregunte qué quedará tras la legalización de las drogas, será bueno responder que ya no habrá drogas, que habrá sólo cosas, sustancias y libertad (y ya sabemos que la libertad no garantiza ni la vida eterna ni la salud).



Notas

1. Esta mixtura entre juego y trabajo que contiene la competición deportiva está inmersa en la progresiva implicación del juego en todos los vectores claves de la existencia. La lógica inmanente del juego sirve espléndidamente a la autonomía ontológica que la imagen/copia ha alcanzado en la modernidad tardía. De la esfera de la producción a la esfera de la reproducción media la ruptura con el doble, con la base, con la infraestructura.

2. Usamos el término negación en el sentido psicoanalítico que viene a significar el no reconocimiento de la castración, de la naturaleza ontológica de la falta.

3. Entendemos por «prohibición gratuita» no una prohibición incomprensible e inmanente, sino aquella perversión de la institución de la prohibición original que brota de la negación del reconocimiento de ésta.

4. El capital criminal es toda aquella forma de valorización cuyo mecanismo de producción del valor reside en la ilegalidad de la mercancía circulada. El capital criminal extrae el valor de la prohibición de su propia circulación. La fuente del valor, por lo tanto, es la prohibición. La prohibición que acentúa la naturaleza fetichista, y necesariamente escasa, de la mercancía circulante.

5. Lo siniestro es, en el lenguaje psicoanalítico, lo monstruoso en sede familiar: la emergencia de la desconocida pero propia perversidad.




Publicado: 1999-01


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