Recensión 01
José Ignacio Cruz Orozco:
El yunque azul. Frente de Juventudes y sistema
educativo. Razones de un fracaso
Madrid, Alianza Editorial, 2001.
Por Francisco López
Casimiro
Los españoles de entre 35 y 75 años
recordamos aquello de las " tres Marías". De un mal estudiante se decía
que no había aprobado ni las "Marías". Se llamaba así a las asignaturas
de Religión, Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional (FEN).
Las dos primeras siguen formando parte del currículo; FEN, sin embargo,
desapareció en 1977 con la instauración de la democracia. La Política y
la Gimnasia, como coloquialmente las denominábamos, estuvieron
encomendadas al Frente de Juventudes (FJ), creado por ley de diciembre
de 1940. Llama
la atención el carácter bélico del nombre, explicable en un estado
nacido de una "cruzada". Tenía como objetivo la educación política en
el espíritu y la doctrina de FET y de la JONS,
y ser "cauce que pueda asegurar la formación y disciplina de las
generaciones de la patria en el espíritu católico, español y de
milicia". Como dice el prof. Cruz Orozco en el libro que comentamos,
"la
ideología totalitaria impregnaba por los cuatro costados el FJ".
En la escuela,
FEN estuvo encomendada a los maestros. Éstos, además de cursar
FEN en los tres cursos de la carrera, que se estudiaba en las Escuelas
Normales,
debían realizar un curso de tres semanas, fuera del horario escolar,
en un albergue o campamento, que los convertía en Instructores
Elementales
del FJ. Sin ello, los maestros no podían tomar posesión de
su escuela. Después, sería un requisito para obtener el título
de maestro. Los futuros maestros hacían el curso de instructores por
imperativo legal. Les resultaba además particularmente oneroso. Debían,
amén de pagar el curso y comprar el material didáctico. En
los primeros años 60, se calculaba que el gasto total de la carrera
eran unas 5.000 pts., un 1/5, 1.000 pts., debía destinarse al título
de Instructor Elemental del FJ. El campamento se realizaba generalmente
en
verano. Allí aprendían piezas musicales del "cancionero" oficial
de la organización juvenil. La Delegación Nacional siempre
consideró la preparación de las futuras generaciones de maestros
como algo de singular trascendencia. Sin embargo, todavía en 1962,
como señala el prof. Cruz Orozco en su magnífica investigación,
no existía un manual didáctico de la materia de Formación
Político-Social para uso de las Escuelas Normales. El profesorado
estaba peor pagado que el que impartía enseñanza en institutos
y colegios.
El intento de adoctrinamiento de los
maestros era tal que, en el primer ejercicio de las oposiciones de
ingreso al cuerpo, había que desarrollar necesariamente un tema de
Religión y otro de FEN. En el tribunal, además de un cura -generalmente
un canónigo- nombrado por el obispo, había un maestro representante del
FJ. La Jefatura de Enseñanzas del FJ enviaba instrucciones a las
escuelas sobre cómo debía enseñarse FEN. La jornada escolar se iniciaba
con el acto de izar las banderas, los alumnos formados en posición de
firmes y el canto del "Cara al sol" o "Prietas las filas". Una vez
izada la bandera, un maestro debía proclamar la "consigna" del día o de
la semana, que luego se escribía en la pizarra de la clase. Por la
tarde, la jornada escolar terminaba después de arriar las banderas y el
rezo de la "Oración por los Caídos". Recuerdo que una de las consignas
decía: "Antes de obrar, piensa". Un maestro extremeño me contaba con
hilaridad la pregunta de uno
de sus alumnos: "Don Juan, ¿ en qué tengo que pensar antes
de c...?". Los escolares debían recibir también una clase semanal de
FEN de una hora. No existía, sin embargo, texto o manual. El maestro
debía explicar las lecciones que se publicaban en la revista falangista
Mandos. Había que confeccionar también un mural así como recoger en el
"cuaderno de rotación" las enseñanzas político-sociales recibidas por
los alumnos durante el curso.
En las enseñanzas medias, las clases las
impartían Oficiales Instructores que, desde 1942, empezaron a
prepararse en la "Academia de Mandos José Antonio". Tenían una
orientación ideológica completamente afín a la doctrina oficial del
Régimen. A pesar de ser el bachillerato el campo predilecto de trabajo
para los responsables del FJ, hasta 1951
no empezaron a publicarse algunos pequeños textos para estos alumnos.
En los contenidos se daba una visión de la historia nacionalista,
distorsionada y tremendamente partidista, sobre todo en cuanto se
refería
a la II República y a la Guerra Civil. A partir de 1960, los
falangistas
perdieron fuerza, que ganaron los tecnócratas ligados al Opus Dei.
Ello tuvo importantes repercusiones en el FJ. El órgano rector empezó a
denominarse Delegación Nacional de Juventudes (DNJ), y el FJ se
llamaría en adelante Organización Juvenil Española (OJE).
Ello revela significativamente el paso del totalitarismo a la
democracia
orgánica.
Poco antes habían empezado a publicarse
nuevos libros de texto de autores casi todos vinculados al falangismo.
Se suprimieron casi todas las referencias a la Guerra Civil, se
abandonaron los contenidos históricos, sustituidos por textos y
reflexiones sobre la convivencia y la organización social, haciendo
especial hincapié en la organización y estructura del Estado Español.
Sin embargo, según Cruz Orozco, los nuevos manuales no tenían en cuenta
el tipo de alumnado y empleaban además un lenguaje farragoso, de modo
que su utilización planteaba un desajuste entre el nivel de los
contenidos y la capacidad de los alumnos.
El balance, incluso para los propios
dirigentes del FJ, se situaba entre la frustración y el desengaño. La
asignatura de FEN formaba parte del currículo desde la enseñanza
primaria hasta la universidad. Fue una parcela del sistema educativo
franquista en manos falangistas, pero nunca tuvieron todo el conjunto
del sistema. Para Cruz Orozco, sorprende la penuria económica y la
precariedad de recursos pedagógicos. No se tuvieron en cuenta las
normas y conocimientos más elementales de la psicología evolutiva. A
pesar de haber constituido el Patronato Escolar Primario del FJ,
organismo que agrupaba a más de un centenar de colegios distribuidos
desigualmente por toda España, fue incapaz de imponer un modelo de
educación falangista. El profesorado se seleccionaba entre los maestros
afines ideológicamente. El Patronato no creció con la Ley General de
Educación, sino todo lo contrario; hasta el extremo de que en
1968 sólo agrupaba a 49 centros escolares, 144 maestros y 5.845
alumnos. Por estas fechas estaban matriculados en la enseñanza primaria
más de 3.700.000 alumnos, de los cuales más de un millón acudían a
centros privados. La educación siempre estuvo en manos de la familia
demócrata-cristiana. El FJ estuvo desde los primeros momentos en
la periferia del sistema educativo. Aislado y con escasa influencia,
parecía que era un medio para acallar y dar trabajo a algunos
falangistas que soñaban con la "revolución pendiente". La colaboración
de los maestros ya en los primeros años 60 era muy baja: dos de cada
tres maestros actuaban sin ajustarse a las normas didácticas de la DNJ.
Esto en
la enseñanza pública; de la privada ni se hacía mención. Según datos
del curso 1969-70, uno de cada cinco maestros seguía las pautas de la
DNJ. En la enseñanza media, el profesorado de FEN y Educación Física no
procedía de los cuerpos de funcionarios docentes. Se recomendaba que se
seleccionara entre los propuestos a aquellos que fueran militantes de
FET y de la JONS. En resumen, como ya en el subtitulo del libro se
anuncia, el fracaso de FJ y del Movimiento en el ámbito educativo hay
que achacarlo al escaso papel de la Falange en comparación con la
Iglesia Católica. Tampoco los Oficiales Instructores, aprovechando su
contacto privilegiado con los adolescentes, consiguieron "establecer
un cauce eficaz de reclutamiento para engrosar las filas de la entidad
juvenil". El objetivo de FEN era la socialización política de las
nuevas generaciones "dentro del universo ideológico y político del
régimen franquista", de modo que la restauración de la democracia tras
la muerte de Franco "nos demuestra su fracaso más palmario".
De modo que Cruz Orozco puede afirmar
con rotundidad que el FJ "fracasó por completo como plataforma de
socialización política de la juventud española".
|
Recensión 02
Rafael Pérez-Taylor (compilador):
Antropología y complejidad
Barcelona, Gedisa, 2002: 190 páginas.
Por José Luis
Solana Ruiz
El libro procede del seno del Seminario
Permanente de Antropología Contemporánea, ubicado en el Instituto de
Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM). Precisamente una de las finalidades de la obra es la de
dar cuenta del estado actual de las investigaciones que sobre la
complejidad y temas afines se están llevando a cabo en México desde el
ámbito de las ciencias antropológicas.
Como reconoce el mismo compilador, los
textos que componen la obra muestran una destacada heterogeneidad, la
cual -y esto ya lo dice quien reseña- se deja notar también en la
dispar calidad de los mismos.
Tras una introducción del compilador,
titulada «Algunas reflexiones para pensar-comprender una antropología
de la complejidad», el libro se divide en dos partes.
La primera parte, «Hacia la
complejidad», incluye cuatro textos.
En «La antropología física en sus
historias», Enrique Serrano Carreto muestra como la redefinición del
ámbito de estudio de la antropología física ha conducido a la exigencia
del reconocimiento de la dinámica existente entre los diferentes
sustratos biológicos y socioculturales resultantes de las relaciones
complejas que han acontecido a lo largo del proceso evolutivo de
nuestra especie. El cambio de perspectiva que conlleva esa redefinición
de la antropología física implica la emergencia de nuevos paradigmas
epistémicos, metodológicos y sociológicos. Avances procedentes del
desarrollo de las teorías de la complejidad, y de los que se ha hecho
eco la antropología física, permiten replantear la clásica y
paradigmática oposición binomial entre lo estrictamente biológico
(innato) y lo estrictamente sociocultural (adquirido), así como las
cuestiones relacionadas con esta dicotomía. Los procesos seguidos por
la variabilidad biológica y la diversidad cultural en el transcurso
evolutivo de la especie humana son eminentemente biosociales.
A ese primer
texto le sigue «El ensayo y la antropología: Montaigne y los
posibles orígenes de una práctica», a cargo de Liliana
Weinberg Marchevsky. Como su título ya sugiere, la autora reivindica
al ensayista y filósofo francés como uno de los primeros antropólogos,
por su intento de realizar una antropología de sí mismo y como
antecedente de algunas cuestiones planteadas y profundizadas siglos
después
por la antropología simbólica y posmoderna.
«Globalización y cultura en América
latina. Crisis de la razón y de la axiología patrimonial», donde
Ricardo Melgar Bao aborda cuestiones relacionadas con el patrimonio
cultural global y el turismo cultural, es el tercero de los textos de
la primera parte del libro. Le sigue «Leyendas luminosas de la
complejidad», de Gabriel Weisz Carrington, uno de cuyos propósitos es
el de «trasladar la caótica a ciertos relatos chamánicos recurriendo a
la teoría tropológica.» (pág. 67). La teoría tropológica, «contempla el
hibridismo de los textos, con lo cual constatamos una formulación
parcialmente caótica y parcialmente chamánica de nuestro campo de
estudio.» (pág. 67). «La teoría tropológica se compone por lecturas
metafóricas donde persisten ataduras retóricas de los significados
internos que se hacen externos y viceversa.» (pág. 68). De aquí que el
límite de la aspiración de autor sea, según el mismo nos dice,
«presentar un pequeño relato interno que al subir
a la forma externa nuevamente adopta un comportamiento intrínseco.»
(pág. 68).
Textos como los acabados de citar
muestran la conveniencia de atender a las advertencias que, ya en la
segunda parte del libro (titulada «Comprender la complejidad» y
compuesta por cuatro textos), comienza haciendo Raymundo Mier (1) en relación a los innumerables equívocos
suscitados por la noción de complejidad y por las teorizaciones
que tienen a ésta como eje (2). Su clarificadora
contribución lleva por título «Complejidad: bosquejos para una
antropología de la inestabilidad».
Como el autor señala, en la cuestión de
la complejidad han venido a convergir un conjunto difuso de problemas,
inquietudes, especulaciones y
desarrollos procedentes de distintas disciplinas, a veces distantes
entre sí. No hay una teoría de la complejidad, sino un conjunto
de teorías de la complejidad.
En muchos casos las reflexiones sobre la
complejidad han resultado a consecuencia de las «anomalías» que, en
particular desde el siglo XIX, han surgido en las ciencias denominadas
«duras». Esos desarrollos científicos de carácter anómalo, en muchos
casos rechazados o marginalizados, al menos en principio, vienen a
constituir el ámbito teórico de las teorías de la complejidad. De ahí
que Mier dedique la mayor parte de su texto a exponer, mediante
logradas síntesis precisas y muy clarificadoras, algunos de esos
«enrarecimientos cruciales», de esas fuentes de anomalías conformadoras
y/o inspiradoras de las teorías de la complejidad: la reflexión de
Weierstrass sobre la naturaleza de las funciones continuas sin
derivada; los números transfinitos de Cantor (1883); las nociones de entropía
y resonancia acuñadas y desarrolladas por Boltzmann y Henri
Poincaré, respectivamente (3); las reflexiones
de Gödel sobre los alcances y la naturaleza de los fundamentos
axiomáticos
de la matemática y la consistencia lógica interna de los sistemas
deductivos (1931); la exploración y las construcciones conceptuales
de la termodinámica de los procesos irreversibles (Prigogine); el
desarrollo de procedimientos computacionales para el cálculo y
algoritmos
para la resolución de ecuaciones, que han posibilitado el seguimiento
y la representación virtual de fenómenos irregulares e impredecibles
como la variabilidad climática («efecto mariposa» de
Lorenz); los objetos fractales de Benoit Mandelbrot (4);
la teoría de los creodos en Biología (5);
las reflexiones de Maturana y Varela sobre las máquinas vivas, que
dieron lugar al concepto de autopoiesis.
Esas teorizaciones y conceptos, junto a
otras y otros, se han ido difundiendo, a través de desplazamientos
metafóricos, en diversos ámbitos disciplinares, incluidos los de las
ciencias sociales y las humanidades. Mier concluye su texto indagando y
revelando en clásicos de la antropología como Durkheim, Mauss y
Lévi-Strauss la diseminación de algunas de las anomalías anteriormente
estudiadas.
En el segundo
texto de la segunda parte de la compilación que nos ocupa (sexto de
la misma), «Pensar al primate humano: pensar en
hominización-humanización», Xabier Lizárraga Cruchaga muestra cómo para
indagar la evolución humana hay que hacerlo en términos de complejidad
(emergencias,
aleatoriedad, eventualidad, transformación, innovación, incertidumbre,
desviación, fractura, dialógica, desórdenes...). Además,
señala con tino que, cuando llegamos a pensar en tales términos,
solemos no obstante presuponer que todos esos procesos derivan de una
lógica inmutable, de leyes de la naturaleza que no evolucionan; creemos
que deben ajustarse a leyes inmutables, las mismas desde el principio
del Universo. Y, sin embargo, cabe plantearse que tal vez las «leyes»
de
la naturaleza hayan evolucionado o puedan transformarse, de modo que la
misma idea de ley vendría a ser inadecuada.
Un texto de Rafael Pérez-Taylor sobre la
construcción del espacio entre los totonacos de Rancho Playa (Veracruz,
México) y otro de Linda Lasky sobre el tiempo cierran esta variopinta,
dispar, innovadora y sugerente compilación.
Notas
1. Profesor de las
asignaturas Teoría antropológica y Filosofía del lenguaje en la Escuela
Nacional de Antropología e Historia, y profesor
investigador en la UAM-Xochimilgo.
2. La
mercantilización del trabajo científico y académico, apunta
posteriormente
Mier, ha generado una necesidad de novedades que, a su vez, está dando
lugar a una disgregación y a un enrarecimiento de las ciencias sociales
y de las humanidades.
3. Las cuales
implicaban un cuestionamiento de la universalidad y la vigencia
incontrovertible del determinismo. Por otra parte, recábese en cómo
muchos de los objetos anómalos que estamos señalando o vamos a referir
son ambiguos, extrañamente fronterizos: funciones continuas, pero sin
derivada; conjuntos infinitos (el que resulta de asignar a cada
elemento n del conjunto -infinito- de todos los números
naturales el número 2n) que al mismo tiempo son también
subconjuntos (del conjunto de todos los números naturales); el
cuestionamiento
de la supuesta independencia, inequívoca y sin restricciones, entre
la energía cinética y la potencial (la resonancia de
Poincaré); puntos-línea y demás fractales (véase
nota 4).
4. La geometría
deductiva euclidiana reconoce los siguientes objetos: objetos sin
dimensión, como el punto; unidimensionales, como la línea;
bidimensionales,
como el plano; tridimensionales, como un volumen cualquiera. Mandelbrot
propuso figuras inscritas en las zonas transicionales o fronterizas de
esas dimensiones: puntos que tienen algo de línea; líneas que, al
volverse interminablemente sobre sí, tienden a confundirse con
superficies; planos que por tener pliegues infinitos tienden a
confundirse con volúmenes. La dimensión de estos objetos es una
fracción que indica un estado irregular.
5. Sustentada en la
noción de atractor, procedente a su vez de la teoría matemática
de las catástrofes de René Thom, y que suscitó el reemplazo de la
noción de homeostasis (estabilidad sistémica) por la de homeorhesis
(cambio estabilizado).
|
Recensión 03
Jean Cocteau:
Opio. Diario de una desintoxicación
Valencia, Editorial MCA, 2002: 160 páginas.
Por José Luis Solana Ruiz
Nacido en una familia de la alta
burguesía parisina, educado en los mejores colegios de Francia y,
aunque mal estudiante, considerado siempre un niño prodigio, a lo largo
de su intensa vida Jean Cocteau (1892-1963) cultivó distintos géneros
artísticos: fue poeta, dramaturgo, novelista, realizador de cine,
dibujante, diseñador, músico. Figura destacada de los ambientes
vanguardistas del París de entre guerras, que convulsionaron las
expresiones estéticas en todos los ámbitos artísticos, fue amigo y
colaborador de, entre otras personalidades señeras, Stravinsky,
Apollinaire, Satie, Picasso, Milhaud y Radiguet. Posiblemente, la
muerte de este último influyó en el desarrollo de la crisis nerviosa
que, a finales de la década de los veinte del pasado siglo, aquejó a
Cocteau. Para calmar sus pesadillas nerviosas, recurrió al opio,
sustancia que fumaba en solitario, y terminó sufriendo dos
intoxicaciones (1). Mientras se desintoxicaba de la
segunda, en la clínica de Saint-Cloud entre el 16 de diciembre de 1928
y abril de 1929, fue escribiendo los textos que vendrían a conformar la
obra que reseñamos: Opium, journal d'une desintoxication.
Posteriormente, ya en 1930, cuando disponía de las pruebas del libro,
Cocteau añadió algunos comentarios al texto del mismo.
La presente edición castellana, que
incluye un prólogo de Ramón Gómez de la Serna, adolece de algunos
fallos de impresión y edición (por ejemplo, las notas de las páginas no
se corresponden con las numeradas al final del texto).
La obra fue ilustrada por Cocteau con
varios dibujos estilográficos (cuerpos mutilados, desgarrados,
descoyuntados, estallando; luego, cuerpos construidos a base de tubos y
otras figuras geométricas), también reproducidos en esta edición en
castellano, con los que quiso «expresar las torturas que la impotencia
médica inflige a los que rechazan un remedio que se está convirtiendo
en un déspota» (pág. 36); es decir, el sufrimiento que le causaba el
proceso médico de desintoxicación.
Entre comentarios sobre diversos temas
(estética, sus obras, artistas de la época), algunos cuasi aforísticos,
muchas veces insustanciales y carentes de interés, encontramos
dispersas un conjunto de reflexiones en relación al opio que, al decir
de Escohotado (2), han hecho del Journal «un
texto clásico y revolucionario a la vez». Conjuntadas no ocuparían más
de diez páginas, pero son jugosas y sagaces. Como fruto de su
experiencia y de su relación con el opio, Cocteau vierte en pocas
frases más verdades que muchos mamotretos psicoeducativos viciados por
la cruzada contra las drogas y la victimización en relación a las
mismas.
De entrada, el Diario nos
permite conocer los efectos del opio. Seda, tranquiliza, serena, calma,
silencia, disipa la impaciencia. Contrae o centra el psiquismo en el
presente, suspendiendo su relación con el pasado y el provenir, con los
tormentos y las preocupaciones vinculados a éstos. Nos desocializa y
aleja del mundo exterior, suprime toda mundanidad. El opio no produce
visiones, sino que consuela el ánimo, adormece lo sensible, exalta el
corazón, alimenta un semisueño. Dota a los lugares y espacios de
familiaridad y acogimiento. Inmuniza contra gripes, catarros e
infecciones de anginas.
Insiste especialmente en las
alteraciones del tiempo y de la velocidad vital que el jugo de
adormidera le suscitaba. El opio «cambia nuestras velocidades». Nos
sitúa en un «estado vegetal», acerca nuestros ritmos a la velocidad de
las plantas. Con el opio, el tiempo se ralentiza; aminora la velocidad
de nuestra vida, que se hace más lenta, hasta acercarse a la
inmovilidad; se enlentece el ritmo al que ejecutamos nuestras
actividades. El opio induce en quien lo fuma una velocidad lenta idónea
para la contemplación artística de las cosas y del mundo. Nos coloca en
una «velocidad de seda» que permite al cuerpo pensar, soñar y
«volar», contemplar las cosas como a vuelo de pájaro. Cocteau afirma no
haber conseguido nunca por otros medios ese
tipo de velocidades que el opio suscita.
Por otra parte, Cocteau niega que
-como, según él, pretendían los médicos- el opio prive del sentido de
los valores. Lo que hace es situar ante el sujeto escalas de valores
más altas y refinadas. Tampoco provoca impotencia. Lo que hace es
sustituir las obsesiones sexuales burdas por pasiones sexuales
refinadas, «por un género de obsesiones bastante elevadas,
singularísimas y desconocidas para un organismo sexualmente normal»
(pág. 88).
Y, a diferencia
del alcohol, que «provoca actos de locura», el jugo de adormidera
"provoca actos de cordura» (pág. 84); pero no aguza el espíritu,
sino que más bien lo despeja y explaya. Afirma que el consumo de opio
es menos peligroso que el de alcohol o tabaco. «Conozco personas que
fuman, una, tres, siete a doce pipas desde hace cuarenta años»
(pág. 70).
Pero, además de los efectos señalados,
experimentados por la mayoría de los fumadores de opio y los opiómanos,
señala también que las consecuencias de la sustancia varían según las
personas. Cada persona alberga un mundo más o menos oculto que el opio
hace aflorar, «desenrrolla»:
«Todos llevamos en nosotros algo
enrrollado, como esas flores japonesas que se despliegan en el agua.
El opio hace el papel del agua. Ninguno
de nosotros lleva el mismo modelo de flor. Puede ocurrir que una
persona que no fume no sepa nunca el género de flor que el opio hubiese
desenrrollado en ella» (pág. 72).
Y cuidado, pues hay flores de
fragancias deletéreas o, al menos, intoxicadoras. Si se albergan
tragedias, tempestades, el opio las desenrrollará.
Todos los anteriores efectos hicieron
que se sintiese especialmente atraído por el jugo de adormidera y su
«envenenamiento exquisito». Considera al opio como la más sutil de las
drogas, como una sustancia con poder de seducción a la que los
embelesados difícilmente querrán abandonar (3).
Fatal atracción, dirán algunos, que le
condujo ineluctablemente a la intoxicación, y por dos veces; además,
seguirán diciendo los mismos, seguro que mediante un aumento progresivo
de la dosis consumida. Porque eso es lo que pasa con las drogas, que
inevitablemente crean adictos y obligan a un aumento progresivo de la
dosis... Interrumpamos aquí este discurso, que no es el de quien
reseña, sino el de los cruzados contra la droga. El
prohibicionista errará si deduce que la experiencia de Cocteau otorga
razón a sus dogmas. Todo lo contrario: viene a desmentir las referidas
mistificaciones de los cruzados anti-droga. En primer lugar, porque la
adicción al opio no condujo a nuestro
autor a un aumento progresivo de la dosis; desde el principio y todos
los
días fumó la misma cantidad (diez pipas). «No se me
diga: "El hábito obliga al fumador a aumentar la dosis". Uno de los
enigmas del opio es que permite al fumador el no aumentar nunca su
dosis»
(pág. 45). Conexo con esto, Cocteau señala con claridad la
distinción entre intoxicación y costumbre:
«Ciertas personas no fuman [opio] más
que los domingos. No pueden pasarse el domingo sin drogas; es la
costumbre. La intoxicación destroza el
hígado, ataca las células nerviosas, estriñe, apergamina las sienes,
contrae el iris del ojo. La costumbre es un ritmo, un hambre
singular que puede molestar al fumador, pero que no le causa daño
alguno» (pág. 70).
Es muy posible (seguro) que nuestro
cruzado eche en saco roto estas palabras y alegue que es lo mismo, que
al final lo que cuenta y permanece es que la droga esclaviza
ineluctablemente a quienes la toman, y que es mala en sí y por sí. Y
ahí están las dos intoxicaciones de Cocteau como prueba irrefutable.
¿Sí? Atendamos a Cocteau: ¿culpa al opio de sus adicciones? No: se
culpa a sí mismo, a su desequilibrio nervioso. Éste fue la causa de su
primera intoxicación y,
aún presente ese desequilibrio, tras cinco meses de abstinencia volvió
a fumar opio y a reintoxicarse porque con esa sustancia consigue un
«equilibrio artificial» con el que combatir su falta total de
equilibrio (pág.34). El opio (la droga) no es bueno ni malo; su bondad
o su maldad dependerá de cómo lo manejemos, de nuestra sabiduría para
saber relacionarlos con la sustancia:
«Sigo convencido, a pesar de mis
fracasos, de que el opio puede ser bueno y que sólo de nosotros depende
el hacerlo grato. Hay que saber manejarlo. Ahora bien, no hay nada
igual a nuestra torpeza» (págs. 44-45).
No abjura del opio, no reniega de éste,
no lo maldice: «No esperéis de mí que traicione. El opio sigue siendo
único, naturalmente, y su euforia superior a la salud. Le debo mis
horas perfectas» (pág. 38).
Cocteau no culpabiliza al opio, no se
victimiza, no se exime de sus responsabilidades, no descarga sus males,
sino que las y los asume. Tiene el valor de reconocerse torpe y
fracasado; reconocimiento que constituye el paso necesario para salir
de nuestras miserias o, al menos, para aprender a convivir con ellas
sin
que nos destrocen la vida. Y eso le salvó.
El opio no es apto para desdichados,
para esos que buscan en las drogas remedios a sus miserias sociales o
personales. Para éstos, puede terminar teniendo letales consecuencias.
Quienes se destrozan tomando alguna droga, opio u otras, es porque
intentan purgar una culpa con ese consumo y esta relación con la
sustancia la vuelve contra su usuario. Ni el miedo ni la frivolidad ni
la huida, tanto de sí como del mundo, son buenas actitudes para
consumir opio u otras drogas específicas. No son esas las actitudes
aconsejables, sino actitudes peligrosas. Quienes se han acercado al
opio «sin miedo», es decir, con un alma equilibrada, pueden enfrentar
esos síntomas, superar su adicción. A quienes el opio no perdona es a
quienes lo han tomado «trágicamente», «a lo trágico»; es decir, a
quienes han recurrido al fármaco como manera de «combatir un
desequilibrio moral» (pág. 72). Esto es lo grave y realmente peligroso.
Cocteau comprendió con lucidez todo lo
anterior y sacó las fuerzas necesarias para desintoxicarse, para pasar
las torturas (malestar generalizado, insomnio, calambres, sudores en la
raíz de los cabellos, boca pastosa, mucosidad nasal, lagrimeo,
estornudos; molestias similares a las de una gripe intensa) que
provienen de la salida del «orden eufórico» del opio y el retorno, a
contrapelo, a la vida. Para pasar esas torturas, aconseja paciencia,
tranquilidad, serenidad; el enfermo debe acurrucarse y
dejar transcurrir el tiempo, mientras en su organismo se libran
múltiples batallas.
Bastaría con fumar una pipa para que
esos síntomas desapareciesen, y los placeres del opio son tan
seductores... Pero a quienes deben aguantar Cocteau les recuerda que,
al fin y al cabo, la responsabilidad es la única defensa contra la
recaída, contra la reintoxicación. «El vicio», la adicción, no es una
caída mecánica, sino que en ella hay implicadas elecciones y decisiones
del sujeto. Por ello, hay en la misma un factor de responsabilidad
ineludible. Lo que en modo alguno significa, a su vez, que niegue los
posibles condicionamientos («la herencia,
la inteligencia, la fatiga nerviosa del sujeto») de esa elección.
Pero Cocteau
no se enorgullece de haber sido capaz de desintoxicarse, sino que se
avergüenza
por haberse intoxicado. Digo por haberse intoxicado, no por tomar o
haber
tomado opio. Es decir, se avergüenza de su adicción porque ésta
le ha obligado a dejar los placeres del opio. Se avergüenza de sí
mismo, de su incapacidad para mantener una relación controlada,
placentera
y productiva con su fármaco:
«No soy un desintoxicado orgulloso de
su esfuerzo. Me avergüenza ser expulsado de este mundo (...) Es duro
sentirse reformado por el opio después de varios fracasos, es duro
saber que ese tapiz volador existe y que no volará uno más en él» (pág.
76).
Cocteau sentirá siempre nostalgia de la
inolvidable embriaguez del perfume del opio. Para él, el euforizado, el
colgado, por opio no es una persona degradada, sino una obra de arte:
«Decir, refiriéndose a un fumador en
estado continuo de euforia, que se degrada, viene a ser como decir del
mármol que ha sido deteriorado por Miguel Ángel; del lienzo, que fue
manchado por Rafael; del papel, que fue emborronado por Shakespeare;
del silencio, que fue roto por Bach» (pág. 84).
Lo que Cocteau siente es que sus
miserias personales le impidan acercarse al estatuto de obra de arte,
acceder al mismo aunque sea por momentos y de vez en cuando. Da
muestras de inteligencia y responsabilidad mostrándose capaz de conocer
sus límites y asumirlos, a pesar del dolor que ello siempre supone.
Pero esta grandeza personal no se presenta inmaculada. Nuestro autor
sabe que sería aún más grande si pudiese acceder sin problemas al
estatus de obra de arte. Y en parte se odia por su incapacidad, porque
sabe que la culpa es suya, no de la droga.
Cocteau ilumina aspectos oscuros y
problemas que suelen soslayarse, y apunta algunas de las verdades que
deberían inculcarse a los jóvenes y adolescentes para que estos
supiesen manejarse con las drogas. En síntesis de Escohotado (4): «Cocteau es quizás el primero en percibir con
nitidez el tipo de chantaje de sí mismo y a los demás que se deriva de buscar
la adicción, para plantearla luego como una indeseada esclavitud,
surgida de la droga y no de la intención del sujeto, que a partir de
entonces aspira a toda suerte de privilegios por el procedimiento de
presentarse como pobre víctima, en vez de asumirse como autor de su
suerte.»
Notas
1. Apenas superada la
segunda, escribió en diecisiete días sus Enfants terribles
(1929).
2. Historia general
de las drogas, Espasa Calpe, Madrid, 1991, pág. 580.
3. Poder de seducción
que incluso testimonian distintos animales: «Todos los animales se
quedan fascinados por el opio. Los fumadores coloniales conocen el
peligro de este cebo para las fieras y los reptiles.- Las moscas se
agrupan alrededor de la bandeja y sueñan; las salamandras, con sus
pequeños mitones, desfallecen en el techo encima de la lamparilla y
esperan la hora; los ratones se acercan y roen el dross. (...)
las cucarachas y las arañas forman círculo extasiadas» (pág. 89).
4. Op. cit.,
pág. 579.
|
Michael D. Murphy y J. Carlos
González Farraco (coord.):
El Rocío. Análisis culturales e históricos
Huelva, Servicio de Publicaciones de la Diputación de Huelva,
2002: 202 páginas.
Por Ángel Acuña Delgado
El Rocío constituye actualmente una
manifestación social y cultural de gran envergadura que, además de
atraer la atención de un nutrido público, entre curiosos y devotos,
acapara también la atención de investigadores pertenecientes a diversas
disciplinas y que, desde distintos puntos de vista, reflexionan y dan
respuestas a innumerables preguntas,
unas veces amparados en el rigor científico y otras dejándose
llevar por visiones románticas e incluso pasionales.
Con el título El Rocío. Análisis
culturales e históricos, el Servicio de Publicaciones de la
Diputación de Huelva, bajo la
dirección de Josefa Feria Martín y la coordinación
de los profesores Michael D. Murphy y J. Carlos González Farraco,
ha editado un libro que reúne una serie de ensayos de distinta factura,
fruto del trabajo de campo, la investigación empírica y la
reflexión teórica, de un conjunto de autores que han tratado
el fenómeno del Rocío tanto desde una óptica histórica
como etnográfica.
La obra en su conjunto compila un total
de ocho trabajos, previamente publicados por distintas vías, aunque
siempre editados o coeditados por la Diputación de Huelva, que ponen de
manifiesto la diversidad de miradas, de objetivos intelectuales, de
caminos metodológicos y áreas temáticas que despierta el hecho rociero.
Esta muestra plural de textos han sido
reunidos de manera ordenada en cuatro secciones complementarias entre
sí,
que proporcionan una imagen comprensiva, abierta y compleja del
fenómeno en cuestión.
En síntesis, la primera sección está
compuesta por dos textos generales
que desde una perspectiva histórica y artística tratan respectivamente
de la Virgen y su santuario. La segunda sección se centra en la "aldea
sagrada", conteniendo dos artículos que con un enfoque etnográfico
analizan los factores sociales, políticos y ecológicos que han
configurado la evolución del fenómeno rociero. La tercera sección
también netamente etnográfica contiene tres trabajos,
dos de ellos prestan atención esta vez al Camino o los Caminos de
peregrinación que hay que seguir para llegar a la Aldea, en uno se
estudian las imágenes y representaciones visuales, mientras que el
otro se ocupa del cuerpo y de su lenguaje en la romería; el tercero de
ellos se enmarca en la tradición psicoanalítica, ahondando en los
orígenes mitológicos de la devoción. Por último, en la cuarta sección
se aporta una extensa y actualizada bibliografía rociera comentada,
imprescindible de tener en cuenta para emprender cualquier trabajo de
investigación en torno al Rocío.
El libro ofrece, pues, una diversidad
de ópticas que sin duda ayudarán al lector a abrir sus miras y mejorar
el conocimiento sobre un asunto tan vasto y
complejo como el Rocío. Lejos de planteamientos mitopoéticos
y de ortodoxias locales, los trabajos aquí recogidos contextualizan
el fenómeno rociero dentro del marco social, religioso, económico,
político, cultural y ambiental en donde se desarrolla y cobra sentido.
Su pluralidad temática y metodológica le da un valor añadido
a la obra y hace posible observar el fenómeno con visión panorámica y
profundidad de campo, visión que permite un acercamiento más certero a
la realidad multifacética de un singular acontecimiento
que, además de formar parte de la historia, también es parte
de la experiencia de las personas, acontecimiento que recrea año tras
año la tradición en la modernidad avanzada, que hace posible la
devoción de unos y el negocio de otros, la fiesta y el espectáculo, que
aún con los cambios experimentados por los nuevos tiempos y
la información mediática sigue siendo para muchos Camino y
Espera.
|
Clifford
Geertz:
Los usos de la diversidad
Barcelona, Paidós,1999: 127 páginas.
Por Enrique
Anrubia
Las confusiones y las disparidades que
se generan en las respuestas de un antropólogo sociocultural o de un
filósofo ante una pregunta del estilo "¿qué es la antropología?" llevan
posiblemente en España la más de las veces a un distanciamiento teórico
y académico que
a una genuina y originaria "fusión de horizontes". Clifford Geertz,
es de esos autores que logran, quizás involuntariamente, reagrupar
bajo un mismo nicho de lectura a unos y a otros. Quizás también
debido a su formación filosófica, quizás también
a su autodefinición como antropólogo sociocultural, y tal vez,
quizás, por unir algo tan necesario al genuino trabajo de campo
antropológico como la reflexión epistemológica.
No es esto nada distinto a lo que hace Geertz en Los usos de la
diversidad: mostrar los problemas y aciertos
epistemológicos y fundacionales de un disciplina que de suyo nace
hija de la modernidad tardíamente. En este caso se han unido tres
artículos -alguno ya publicado anteriormente- que muestran cómo
algunos de los temas más estructurales de la antropología
sociocultural no están ni mucho menos de capa caída. De hecho,
casi se puede decir, que los tres artículos son un cruce de polémicas
entre Geertz y otros antropólogos y filósofos, como Gellner
y Rorty, posiblemente tan ávidos de polémica como él.
"El pensar en cuanto acto moral: las
dimensiones éticas del trabajo antropológico en los Nuevos Estados" -el
primero de los tres- es la resolución de la tesis pragmatista de que el
pensamiento es público y conductual, quedando, por consiguiente,
también sujeto a disertación y escrutinio moral, y que Geertz aplica a
los discursos y las acciones del antropólogo
cultural. No se trata tanto de ver a la ética como parte integral
del objeto de estudio -esa sociedad, o ese "otro" antropológico- de la
antropología cultural, cuanto de vislumbrar las implicaciones morales
del antropólogo en su trabajo de campo. Los discursos no
son inocuos y asépticos con respecto a la realidad que presuntamente
describen, más aún aquellos que pretenden, de forma no tan
ingenua, decir de los otros "lo que en verdad hacen", frente a lo que
"ellos
dicen que hacen", tesis ambas de la jerga antropológica. Desde la
perspectiva de una no inocencia moral en los discursos de otras
culturas,
la relación intersubjetiva entre etnógrafo e informante cobra
dimensiones que hasta hace muy poco quedaban obviadas: entre ellas la
dimensión
ética. "Los métodos y teorías de la ciencia social
no son producidos por ordenadores, sino por el hombre; y, en su mayor
parte,
por hombres que no trabajan en laboratorios, sino en el mismo mundo
social
en el que se aplican los métodos y al que pertenecen las teorías"
(pp. 40-1). Parece la vieja idea platónica de hacerse cargo de que
el compromiso con la verdad lleva en su zurrón un inapelable compromiso
con la moral, sólo que amparada bajo los matices de la antropología:
"Una valoración de las implicaciones morales del estudio científico
del hombre que vaya a consistir en algo más que en elegantes mofas
o descerebradas celebraciones debe comenzar con un reconocimiento de la
investigación científica como una variedad de la experiencia moral"( p.
41).
Geertz muestra, primeramente, con
ejemplos de sus investigaciones en los Nuevos Estados
de Indonesia y Marruecos y sus correspondientes reformas agrarias, la
cuasideseperanzadora situación de estos países. Consiste su relato en
un pseudocompromiso público de ser "voz de los alejados" -los millares
de agricultores no citados-, a la par que enseña la capacidad de
neutralidad que conlleva este tipo de discursos sobre un tema, tan
general como "metafíscamente social", como son los problemas de las
políticas agrícolas
en estos dos países. No deshecha Geertz este tipo de discursos
antropológicos -aquellos que exaltan lo mal que está el mundo y que
inducen a "encenderle unas velas a la Virgen [después de un acto de]
estoicismo profesional" (p.49)-, pero es en el trabajo de campo donde
se alumbran la peculiaridades éticas del trabajo antropológico. Será en
lo que Geertz llama la "ironía antropológica", donde se muestran los
equívocos entre nativos y etnógrafo, puesto que éste, sin quererlo
lleva en sus carnes una asimetría "en algún sentido comparable a la del
burgués que le pide al pobre que sea paciente, que Roma no se
hizo en un día" (p. 51). La situación más discordante entra en escena
en el trasunto de qué efecto mediador, o incluso,
salvífico -pues eso creen los "nativos" en ocasiones- debe tener
el antropólogo con respecto a los informantes. La respuesta sólo
puede darse, y eso es lo que muestra Geertz, redefiniendo los cimientos
teóricos
de la antropología. Sólo si el investigador social es un mero espejo
que debe dar cuenta de lo que "en verdad allí sucede" de forma
neutra y transparente, dejando todo bagaje personal -lo que uno es-,
puede
tener sentido que la moralidad quede apartada en un rincón sospechoso
de la conciencia para que no perturbe mientras se hace dicha
descripción.
Tanto "el desequilibrio entre la
capacidad para poner al descubierto problemas y la facultad de
resolverlos y la inherente tensión moral que existe entre el
investigador
y su objeto (subject)" (p. 58), muestran la pata coja ética
de un antropología pudorosamente académica, ya que sacan a
la luz sus temas básicos: el relativismo, la imparcialidad, el método
científico. Hacerse cargo de que un investigador social se puede
mover por motivos morales -aparte de ser algo repudiado
científicamente- parte de la tesis de que "la característica
sobresaliente del trabajo de campo antropológico como una forma de
conducta es que no permite una separación significativa entre las
esferas ocupacionales y extra-ocupacionales de la propia vida" (p. 61).
La radicalidad del "otro" estudiado implica
una realidad personal primera -"lo que" se estudian son personas- que
trunca la idea de una deontología "sanamente objetiva", pues, para
Geertz, "la ética profesional descansa en la personal y de ella obtiene
su fuerza" (p. 62). No hay una separación de esferas vitales, y, por
consiguiente, resulta sumamente probable que el antropólogo sea tan
subjetivamente subjetivo como sujeto que es, y, aunque aceptar esta
propuesta sea cerrar las puertas a lo ilustradamente objetivo de la
etnografía en ese cambio de información con el informante, también
implica abrirlas para que entren consideraciones del calado "lo único
que
uno tiene que dar [al informante] para evitar la mendicidad (o -para no
pasar por alto el método de las chucherías y los abalorios- el soborno)
es a sí mismo" (p. 53).
Pero en la situación actual la
especificidad de ese "otro" -tan exótico como extraño para el
antropólogo- se haya difuminada, tomando carices hegemónicos y
uniformizantes. Los valores por los cuáles las culturas de "antaño"
cobraban identidad propia se están vaporizando -"aquellos buenos viejos
tiempos del canibalismo y de la quema de brujas se nos fueron para
siempre" (p. 68)- dejando a la etnografía en la caza de la diferencia
sutil. La propuesta de Lévi-Strauss es una vuelta al más estricto
etnocentrismo, y eso es lo que Geertz discutirá en "Los usos de la
diversidad" -el segundo artículo-. El primero apuesta por un "ser lo
que somos etnocéntrico" -que permite, por añadidura, a
los otros "ser lo que son"- hermético y sin ventanas al exterior, que
impida, por supuesto, saber qué valores merecen la pena ser admitidos
desde el exterior . La inconmesurabilidad de diálogo es inherente a ese
etnocentrismo, y éste, por supuesto debe ser "«consustancial a nuestra
especie»" (p. 71), en tanto que es mejor -para no caer
en esa mezcolanza cultural- la "imperméabilité del «somos quienes
somos» y «ellos son quienes son»" (p. 72). La
tesis queda reafirmada por la posición de Rorty, que remarca el hecho
del juego entre identidad-contraste, donde a uno le es necesario el
otro
-al menos en parte- para ser sí mismo. De tal forma que uno sólo queda
sujeto a responsabilidad dentro de la tradición (historia)
en la que se inscribe, a la vez que se hace sujeto de dignidad no por
una
"luminiscencia interior, sino porque participa de tales efectos de
contraste"
(p. 75) . Hay que cerrar puertas, lacrar ventanas y "procurar ser y
dejar
ser" -amén de agradecer que uno no haya nacido en Papua Nueva Guinea-
por el bien de la integridad cultural y del propio objeto de la
antropología.
Ante ello, Geertz inicia un ejercicio de apertura de significados y
semántica -"los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo,
lo cual no implica que el alcance de nuestras mentes [...] esté dentro
de nuestra sociedad" (p. 79)-, a la par que reafirmar que ese "otro"
está tan cercano de nosotros como los lindes de nuestra piel -"Los
«negratas» empiezan bastante antes de Calais" (p. 78)-.El "collage"
cultural, la "subjetividad variante" (p.87), es la nueva carga que la
etnografía debe asumir -incluido en el saco el relativismo y la
deliberación de los valores (los nuestros y los de los otros)-, pues
"hemos alcanzado tal punto en la
historia moral del mundo (una historia ella misma cualquier cosa menos
moral),
que estamos obligados a pensar en esa diversidad de un modo bastante
distinto
al que estamos acostumbrados a hacerlo" (p. 89). No toda diversidad
cultural
afecta de la misma manera -ni todo es igualmente diverso, ni todo nos
es
igualmente ajeno, de la misma forma que el etnocentrismo no consiste
una
mónada leibniciana que permite "vivir y dejar vivir"-, pero es en
la facultad de "aprender a captar aquello a lo que no podemos sumarnos"
(p.91)
donde se pone en juego no sólo la tarea básica y los cimientos
teóricos de la antropología actual, sino el valor de un valor.
Pero la aceptación de dicha diversidad
corre un peligro -aterrador y odioso para muchos- que es la del
relativismo. En "Anti-antirrelativismo" -el tercer artículo- Geertz
quiere mostrar no un postura relativista, sino las incongruencias
que se pueden llevar a cabo en la argumentación que se suele hacer
en contra de los relativistas: los antirrelativistas. Para un
antirrelativista el relativismo es definido, por supuesto, en términos
absolutos,
cayendo siempre, de un forma estrepitosa y sumamente peligrosa, en un
nihilismo
existencial, un escepticismo cognitivo o un pirronismo moral. Por
descontado,
la antropología sociocultural es parte -no la única- de
la cabeza de turco, debido, en mayor medida, a la porción de culpa
que tiene el haber enseñado cuan distintos y humanos pueden ser los
mundos en que se mueve el hombre. "El relativismo cultural es la fuente
de todos los males" (p. 104): ese es el axioma que Geertz no está
dispuesto a admitir, por lo menos, en tanto que las réplicas que
se han dado son tan abstrusas como la idea de que uno no sabe qué
es bueno o malo -actuar moralmente- si no se aferra a un fundamento
universal
e inexcusable -un algo a qué asirse para no caer al precipicio-.
La apelación a una mente racional de talante ahistórico -con
base sociobiológica o neurocientífica-, o a una naturaleza
humana perfectamente inmutable -materialización de leyes igual de
inmutables- parten de un "todo se reduce a..." con carácter
fundacionalista.
También las disciplinas sociales -el estructuralismo en la vanguardia,
y Gellner, Rorty, Sperber... y todo un sinfín de nombres (la lista
parece no acabarse) en el centro- han visto como enjundioso e inseguro,
el camino de la constatación de lo diverso como esencial al hombre.
Para Geertz el precio que se paga es "la desconstrucción de la
alteridad"
(p.122), amén del insostenible corpus teórico que
se esgrime. Pero no pretenda el lector descubrir qué entiende Geertz,
excepto en pequeñas dosis, por relativismo. El anti-antirrelativismo es
un perfecto ejercicio de "negación de", de "por qué no"; una metateoría
acerca de qué no es sostenible y qué
sí.
Al libro hay
que añadir la contextualizada, clarificadora y magnífica introducción
del profesor Sánchez Durá, sobre todo para aquellos que no conozcan la
obra de Geertz. Asimismo, el libro peca de desigual en ciertos
aspectos, no tanto por la calidad de sus traducciones, sino por los
criterios que se han seguido. Así, uno encuentra términos originales
añadidos
por los traductores de los dos primeros artículos que puntualizan
mejor la posición de Geertz -valga el ejemplo para una publicación
de calidad científica-, no así en el tercero. Tampoco se explica
muy bien, que criterio se ha seguido en la ordenación de los artículos.
El mismo Geertz publicó en el 2000 un nuevo libro con dichos tres
-Avaliable light, anthropological reflections on phlilosophical
topics,
Princetown, 2000- dándoles un orden distinto.
Indudablemente, tras la lectura, uno
puede estar de acuerdo o no con las tesis de Geertz, máxime cuando, las
más de las veces, su propia posición está sucintamente expuesta, pero
desde luego, bien sea por su calidad literaria -calidad que Marvin
Harris denuncia como "alusión burlona" en su último libro traducido al
castellano-, bien sea por su agudo puntillismo teórico, bien sea por
capacidad irónica, lo que Geertz consigue es que uno no se quede
callado ante sus palabras. Otra cosa sería qué decirle.
|
Recensión 06
Clifford Geertz:
Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos
Barcelona, Paidós, 2002: 276 páginas.
Por Enrique Anrubia
En 1999 Paidós publicó tres ensayos de
Geertz bajo el título Los usos de la diversidad. Curiosamente
-y acertadamente por
quien decidió su unión- esos tres ensayos fueron incluidos
por el mismo Geertz en el 2000 como los tres primeros capítulos de Available
Light. Anthropological reflections on philosophical topics.
El libro que nos llega ahora -titulado con el subtítulo- son los
capítulos restantes que faltaban por traducir de la última
obra del antropólogo de Princeton. Como ya es habitual, el libro es
una selección y recopilación de los últimos trabajos
que Geertz ha realizado sobre temáticas afines.
El primer capítulo es una especie de
redacción comprimida de la vida académica
de Geertz. Vida, por otro lado, que ya ha sido redactada en otros
sitios
como el capítulo de "Disciplinas" de After the Fact, o, en
otra gran parte, en la entrevista concedida a Handler en el 91.
Anécdotas
incluidas, desaires personales de soslayo, existen puntos interesantes
que
ayudan a contextualizar mejor ciertos debates teóricos de las décadas
anteriores, ciertas sentencias, escandalosas en el pasado y convertidas
en
clásicas después -los gallos y sus textos, los símbolos
que no sólo funcionan-, pronunciadas en determinadas
situaciones,
y algunas influencias que, entre sus más y sus menos, eran conocidas
-los Wittgenstein, Burke (Kenneth que no Peter), Langer, y demás-.
El segundo es una mezcolanza de reseñas
y artículos que tiene como argumento unificador el análisis actual de
la antropología (un "Estado de la cuestión" que es singularmente
mencionado como una state-of-the-art) como disciplina y como
ciencia. El primero de ellos -"Zizag", en referencia a la idea de los
andares antropológicos de un pato como zarandeos, oscilaciones...-
anota los problemas de la identidad de la antropología. Para Geertz el
seísmo desorientador no es producido mayormente por la pérdida del
objeto de estudio -no es que ya no queden "primitivos" sino que nunca
existieron-, o por la aglutinación a veces inconexa de los llamados
"Cuatro Campos", ni por el movimiento gravitatorio que recuerda que el
edificio de la antropología social está cogido por hilos y que nadie
sabe muy bien quién sujeta a quién, si realmente hay que sujetar a
alguien -también eso sucede en cierto modo en la filosofía, la historia
o la psicología-. Para Geertz, la privación que origina el revuelo de
no saber cómo definir a la antropología comienza (que no acaba) por "la
pérdida del aislamiento en la investigación" (p. 47). Parece que el
"campo" ha sido invadido por todo tipo de estudiosos -economistas,
psicólogos, abogados, arquitectos-. La respuesta de la antropología ha
sido un esfuerzo por definir, más hondamente si cabe después de
Malinowski, el método de los antropólogos: "lo que nosotros hacemos y
otros no, o lo hacen sólo ocasionalmente, y no tan bien, es [...]
hablar con el hombre del arrozal o con la mujer en el bazar
desenfadadamente" (p. 48). La antropología da una visión supuestamente
holística, humanizadora, capaz de encontrar recovecos del corazón
humano que ni el economista, ni el psicólogo, ni el arquitecto son
capaces de hallar. Esto ha dado un prestigio externo a
la antropología, a la par que ha recrudecido interiormente el debate
sobre la seriedad científica (objetivismo y cia.) y la naturaleza
moral de la investigación. Parecen dos gritos de guerra -la única
validez es la científica versus el "«¡abajo con
nosotros!» como crítica" (p. 52)- que resuenan a la dicotomía
de la ciencias del espíritu y las de la naturaleza. Geertz, ecléctico
y moderado entre ambas posturas, simplemente reseña que lo que sí
que parece obvio en la antropología es que en esa confusión
de puertas adentro, y en esa fama y reconocimiento más allá
de las ventanas, algo tiene que ofrecer que idiosincrásicamente las
demás disciplinas no pueden. "Cultura de guerra", el segundo de los
artículos, toma como base la disputa entre Sahlins y Obeyesekere sobre
el encuentro y la muerte del capitán Cook por parte de los hawaianos.
En el cruce de acusaciones encuentra Geertz la excusa para plantear no
sólo
cuestiones casi tipológicas -"¿qué podemos hacer ante
prácticas culturales que nos resultan tan extrañas e ilógicas?
¿cómo son de extrañas? ¿cómo de ilógicas?"
(pp. 62-63)-, sino plantearlas en el nuevo contexto disciplinar de la
llamada
era "post-todo": la posibilidad de hacer un estudio antropológico
evitando la acusación de un etnocentrismo teórico. "Un pasatiempo
profundo" es una comparación entre los libros de Pierre Clastres, Chronicle
of the guayakis indians -una obra publicada hace
treinta años y traducida al inglés hace cinco-, y el de James
Clifford, Routes. Geertz encuentra en el del francés -de sesgo
estructuralista
para más señas-un alegato a favor del trabajo de campo en
su sentido más "clásico" en contra del amasijo metodológico
y teórico de Clifford. Por último, le siguen dos artículos
ya traducidos en otros sitios al español -aunque se han vuelto a
traducir de nuevo-: "Historia y antropología", y "Conocimiento local:
algunos obiter dicta".
A partir de aquí se podría decir que
vienen una serie de capítulos que podrían ser reagrupados -Geertz no lo
hace- bajo el rótulo de "nominales", es decir, capítulos que tienen en
común el hecho
de dirigirse a un autor concreto afines, en algún aspecto, a las
posiciones
de Geertz: Charles Taylor, Thomas S. Kuhn, William James y Jerome
Bruner.
En el caso
de Taylor -"El extraño extrañamiento"-, Geertz comparte con
él la idea, -archiconocida, archicitada y recalcitrantemente propugnada
por todo tipo de pensadores- de la penuria teórica de comprender al
ser humano tomando solamente como fundamento el modelo propugnado por
las
ciencias naturales -leyes, causas y demás logísticas predictivas-; pero
lo que el norteamericano le reputa al canadiense es, dicho rápidamente,
que la idea que toma de "ciencias naturales" es más un paradigma que
una investigación profusa de lo que son, han sido o han ido cambiando
las mismas (p. 117). Parece como si desde Newton o Galileo todas las Naturwissenschaften
hayan sido hermanas gemelas con un desarrollo homogéneo, aconflictivo e
imperturbable (o "perturbado" sólo por el progreso de la misma
ciencia); y que, en cierto modo, han sido una resistencia constante a
aquellas ciencias humanas que no veían ni razonable, ni factible
realizar una "física social" o un "positivismo gnoseológico". Para
Geertz, existe una
historiografía de la ciencia -Kuhn, Lakatos, son los primeros de
una lista cada vez más floreciente- que enseña ésta
como un devenir histórico, variable, comprometido, de tal manera que
no está tan claro que ese resquemor de Taylor sea teóricamente
tan productivo. Además, existen disciplinas "científicas" o
corrientes de pensamiento dentro de ellas-la biología, en el primer
caso, Heisenberg y otros, en el segundo- cuyos modelos de comprensión
no sólo son totalmente dispares a lo que se ha entendido por "modelo
científico", sino que incluso han aportado formas de pensamiento
de las que se han apropiado pensadores humanistas fuera de toda
sospecha.
Geertz entiende que defender una postura culturalmente interpretativa,
en
la que se alía con Taylor, implica "desplazar, o al menos complicar,
la imagen diltheyana que nos ha cautivado durante tanto tiempo " (p.
128).
Taylor ha luchado contra la naturalización de las ciencias humanas
bajo la poderosa influencia de la ciencias fuertes, pero lo que
se
ha ido poniendo de relieve es que quizás, las segundas, no son tan
naturales como se creía, ni las primeras están actualmente tan
amenazadas.
Desde esta
perspectiva, el capítulo sobre Kuhn -"El legado de Thomas Kuhn"- es un
reconocimiento y un refinamiento personal y académico
de la enorme influencia de su obra. Y, obviamente, en especial de La
estructura de las revoluciones científicas. Geertz hace balance
de lo que fue la gran aportación de Kuhn, y de las múltiples
e infinidades matizaciones, recapitulaciones y aclaraciones que tuvo
que
hacer en su vida tras la publicación de La estructura: "rezó
para que lloviera y se produjo una inundación" (p. 142).
En "Una pizca de destino", Geertz vuelve
a uno de sus temas fibrilares: la religión. Desde la obra de James, Las
variedades de la experiencia religiosa,
Geertz intenta desdoblar el subjetivismo de la experiencia religiosa en
James. Desde la posición de que la religión es para James,
sobre todo, una experiencia personal y subjetiva, y que para Geertz la
religión
es, sobre todo, una acción pública y social, el intento del
de Princeton consiste en un rescate de ese lado personalista que a
veces
se desecha demasiado pronto, (también sobre todo), en algunas
investigaciones antropológicas. La tarea puede entenderse como limpiar
el cesto de las manzanas estropeadas (un psicologismo demasiado
solipsista) para retomar los aspectos positivos de las brillantes
intuiciones de James. Así visto, el capítulo consiste en una primera
parte dedicada a observar lo profundamente enraizadas que están la "las
creencias religiosas" en el mundo de la cultura -con anotaciones nuevas
sobre su concepción de la religión-, y un segundo dedicado sobre todo a
mostrar, desde un trabajo recientemente publicado, que todo estudio de
la religión como fenómeno social debe abarcarla como experiencia de
interioridad para completar el primer punto -una pars construens
de James-.
"Acta de
desequilibrio" analiza la obra de uno de los padres de la llamada
Revolución Cognitiva, el psicólogo Jerome Bruner. A través del tema de
la educación en la psicología infantil, relata Geertz como
Bruner pasó de una postura donde creía que pensar era principalmente un
acto intracerebral a otra, más acorde con lo que Geertz profesa, donde
el pensamiento depende en su mayoría de la adecuación a significaciones
socioculturales: "cualquier teoría, dice
Geertz que dice Bruner, de la educación que aspire a reformar
[la realidad], y apenas hay de algún otro tipo, necesita ejercitar
su atención en la producción social del significado" (p. 177).
Singularmente atractivo resulta el tema (muy conocido para los
psicólogos)
de la concepción narrativa del niño -algo así como
somos lo que somos porque nos contamos las historias (cuentos) que nos
contamos-.
Geertz acaba el capítulo mostrando las dificultades académicas
y teóricas entre una reciente psicología cultural -la que
defiende Bruner- y la antropología cultural -no tan reciente, pero
no tan asentada como se puede creer- , a la vez que apostando por dicha
inicial confusión que promete ser sumamente productiva (aunque sin
sello de garantía).
En "Cultura, mente cerebro / cerebro,
mente, cultura" Geertz vuelve a temas de los que ya se había preocupado
en La interpretación de las culturas: la relación entre
pensamiento, cultura y corporalidad, la noción estratigráfica del ser
humano, la idea de cultura como sistemas simbólicos, los problemas del
cartesianismo, etc. La novedad es el asunto a partir del cual
desarrolla sus ideas: los sentimientos, esto es, desde estudios
recientes sobre la antropología de la afectividad "que defienden un
enfoque de las emociones esencialmente semiótico" (p. 198).
Pero es probable que el capítulo
estrella del libro sea "El mundo en pedazos". Quizás porque no es
estrictamente un capítulo sino un diminuto libro dentro de otro -fue
publicado originalmente en alemán en 1996 (e impartido como Lecture en
el 95 en Viena) con el nombre de Welt in
Stücken: Kultur und Politik am Ende des 20. Jahrhunderts-.
El capítulo es toda una serie de reflexiones en torno a una situación:
"la rampante rotura [cultural y política] del mundo, a la que, tan
de repente, nos enfrentamos" (p. 214), y cómo debe ser la reflexión
sobre ella. Los modelos conceptuales que se usan hoy en día para
describir y calificar no son apropiados para el mundo plural,
amalgamado, irregular, cambiante (vertiginosamente cambiante) y
discontinuo en el que vivimos. La solución para hacerse cargo de esta
situación no pasa por
reemplazar esos términos de gran escala "por otros aún de mayor
escala, más integradores y totalizantes, «civilizaciones»,
o lo que sea" (p. 216), ni tampoco por defender, posmodernistamente,
que
"hay tan sólo sucesos, personas y fórmulas provisionales en
disonancia unas con otras" (p. 216). La tarea de entender el mundo
astillado
en el que vivimos pasa por la laboriosa, concienzuda y seria tarea de
hacer
caso a las astillas: "Lo que necesitamos son maneras de pensar
sensibles
a las particularidades" (p. 218). El modo en que costumbristamente se
ha
divido el mundo -Países (Marruecos o Indonesia) dentro "unidades
mayores (el sureste de Asia o el Norte de África), y éstas,
a su vez, en unidades aún mayores (Asia, Oriente Medio, el Tercer
Mundo, etc.)- no parece funcionar demasiado bien en ningún nivel
posible" (p. 217). La simetría que hace tiempo podría cuanto
menos orientar (país o conjunto de países = nación
= cultura) se ha desvanecido a favor de un conglomerado de diferencias.
Ideas
como "identidad", "estado", "tradición", etc., deben ser repensadas.
Geertz intentará esta tarea haciéndose
dos preguntas:
"¿Qué es un país si no es una nación?"
El antropólogo norteamericano quiere hacer ver que cuanto menos los dos
términos no son homogéneos en su posible dicotomización -un patriotismo
frente a un nacionalismo-, ni en la comparación de realidades concretas
de países concretos. Para ello, pondrá tres ejemplos de países con
distintos conflictos: Canadá, Sri Lanka y la antigua ex-Yugoslavia
(aunque uno duda de si esa necesidad de atender a lo particular la
cumple el mismo Geertz viendo el supuestamente análisis "local" que
hace de la situación de
los Balcanes).
"¿Qué es una cultura si no es un
consenso?" La idea clave de su respuesta pasa, según Geertz, por
entender que "la visión de la cultura, una cultura, esta
cultura, como un consenso sobre lo fundamental -concepciones,
sentimiento, valores compartidos- apenas parece viable a la vista de
tanta dispersión y desmembramiento" (p. 254)
Tras todo, Geertz acabará con una
reflexión sobre cómo se ha de entender -sorpresa mayúscula- el
liberalismo social en el que se incluye a la estela de Walzer o I.
Berlin.
Para los que creemos que Geertz aún
tiene mucho que decir este libro es una buena muestra de ello. En
cierto modo, el libro es una "vuelta a los orígenes" lleno de
matizaciones que sorprenderán -o se malinterpretarán diciendo que
Geertz se contradice- a los que no han estudiado detalladamente su obra
(un Geertz retomando la "interioridad" de la religión desde la
publicidad de la misma, repensando la subjetividad de la mente desde su
talante cultural, imprimiendo un valor a la idea de "Ciencias de la
naturaleza" y al workfield de la antropología clásica). Quizás
por ello se echa de menos más que nunca una introducción, que
bien podría haber hecho Sánchez Durá, uno de los dos
magníficos traductores del presente libro -el cuál ya hizo
una realmente buena en Los usos de la diversidad-. "El mundo en
pedazos"
es cosa aparte. El análisis de Geertz no es exactamente novedoso,
ni, posiblemente, brillante. Da la apariencia que su estilo narrativo
ha
perdido frescura -repeticiones de una forma abrumadora y un tanto
absurda-,
y que no responde a lo que promete (pregúntense el lector al acabar
el capítulo si realmente Geertz ha respondido a ¿qué
es una cultura si no es un consenso? o ¿qué es un país
si no es una nación?, o bien ha hecho otra cosa -que puede ser igual
de interesante pero eludiendo la pregunta-). Por otro lado, su
adscripción
a ese liberalismo social -que Geertz señala que no tiene tiempo de
desarrollar- es digno de una o varias tesis doctorales con gran
capacidad
positiva de inventio, es decir, de reunión semántica.
|
Recensión 07
Yassine Essid (dir.):
Alimentation et pratiques de table en Méditerranée
Túnez, GERIM/Maisonneuve et Larose, 2000.
Por F. Xavier Medina
(Instituto Europeo del Mediterráneo. Barcelona)
Situar
el estudio de las prácticas alimentarias desde un punto de vista
sociocultural
en un contexto tan complejo como el Mediterráneo se ha convertido
en las últimas décadas en una tarea harto difícil. El
auge, además de la simplificación, la promoción y la
"exotización" provocadas por la llamada dieta mediterránea
durante el transcurso de los últimos años ha llevado a una
mayor confusión que ha contribuido, asimismo, a crear y a extender
un buen número de equívocos y de informaciones contradictorias
que a menudo son difíciles de corregir.
Hablar,
sin embargo, de alimentación en el Mediterráneo -en tanto que
área social y culturalmente construida- supone implicaciones concretas
que nos llevan mucho más allá de una consideración puramente
dietética y/o nutricional y que nos sitúan, desde una perspectiva
más abierta, en el ámbito cultural de los estilos de vida y
de las relaciones sociales de los individuos.
Es en
este contexto en el cual sitúa sus planteamientos el libro Alimentation
et pratiques de table en Méditerranée, dirigido por el
historiador tunecino Yassine Essid. Fruto de un coloquio celebrado en
la
ciudad de Sfax en marzo de 1999, el libro recoge las aportaciones de
más
de una veintena de especialistas procedentes de disciplinas tan
diversas
como son la historia, la antropología, la sociología, la filosofía,
la literatura, la economía o la medicina.
Dividida
en seis partes principales, la obra contextualiza el estudio de la
alimentación
en el área mediterránea en relación a diferentes perspectivas
expuestas desde las disciplinas mencionadas más arriba, ofreciendo
un amplio abanico de aportaciones de autores tanto magrebíes
-principalmente tunecinos- como, del lado europeo, franceses y
españoles. Así,
por ejemplo, desde el punto de vista de las letras, la obra ofrece en
la
primera de sus subdivisiones, diversas aportaciones que recorren
diferentes
aspectos de la alimentación dentro del mundo de la creación
literaria, aunque, eso sí, desde una perspectiva casi exclusivamente
francófona (como se traduce a partir de los artículos de autores como
Gilbert Dubois, Francis Lacoste, Jean-Louis Cabanès, Amélie
Rouher, Poëlle Ponnier o Hatem Akkari). Tan sólo una aportación
(la del francés Pierre Mazet), sobre el escritor barcelonés
Manuel Vázquez Montalbán, trata sobre algún ámbito
literario no francés.
Las secciones
segunda, tercera y cuarta abordan el tema de la alimentación desde
un punto de vista sociocultural, histórico y económico. Desde
la perspectiva del análisis sociocultural, la obra recoge algunas
interesantes aportaciones que analizan la alimentación desde el ámbito
antropológico, con estudios que recorren diversos ámbitos geográficos
mediterráneos, desde España (Martín Montejano) al Magreb
(Mohamed Larbi) y hasta el Líbano (Aïda Kanafani-Zahar). Por
su parte, Amado Millán lleva a cabo una innovadora aproximación
sociocultural general al tema del escrúpulo alimentario, en tanto
que condicionante de la elección de la comida y de la bebida.
El histórico
es un apartado realmente muy breve, con tan sólo dos aportaciones,
centradas una en el área magrebí (concretamente en Túnez,
la de Sihem Debbabi-), en la cual se observa la alimentación en Túnez
desde una perspectiva histórica de larga duración, y la otra
-firmada por la filóloga Leila Abu-Shams- en las influencias de la
civilización musulmana sobre la Europa occidental en época
medieval. Un poco más extensa es la subdivisión que se dedica
a la rúbrica economía y sociedad. En ella se analizan,
de todos modos, temas bastante diversos, que van desde sujetos
históricos,
como la crisis frumentaria en el Mediterráneo oriental en época
medieval (Thierry Bianquis) hasta el análisis de las nuevas estrategias
de mercado relacionadas con el papel de la solidaridad como
valor
en la promoción publicitaria de la alimentación (Luis Cantarero
et alt., tomando como ejemplo de caso el de la sociedad española),
pasando por el papel de los oficios relacionados con la alimentación
en la economía urbana tunecina (Yassine Essid) y la evolución
del gasto de consumo en este mismo país.
Finalmente,
el libro se cierra con dos últimas y muy breves secciones (compuestas
por dos artículos cada una), dedicadas, la una a un punto de vista
dietético (Mohammed Abid et alt., y Tahar Garbi i TaIieb
Doghri) y la otra a las prácticas culinarias, ambas en relación,
nuevamente, a la sociedad tunecina en su calidad de cocina mediterránea
(artículos de Abderrazak Kéfi y Rafik Tlali).
Uno de
los principales críticas que pueden hacérsele al libro es,
precisamente, el hecho de la amplia diversidad de las aportaciones -en
ocasiones,
con pocos puntos en común unas con otras- y el desequilibro de las
distintas partes -con un importante número, por ejemplo, de artículos
en la parte dedicada a alimentación y literatura, y muy pocas
aportaciones
en otros apartados como el histórico, el dietético o el que
se dedica al análisis de las prácticas culinarias-; fruto todo
ello, evidentemente, de ser este libro el resultado de la publicación
de unas jornadas de estudio.
Dejando
de lado esta crítica -en mi opinión significativa, ya que el
hecho de que una obra se deba a la publicación de unas jornadas,
seminario
o simposio no es óbice para intentar, en la medida de lo posible,
paliar las carencias (quizás con nuevas aportaciones encargadas
expresamente
para la publicación) o equilibrar los contenidos, e incluso las áreas
de las cuales se habla, de un modo más operativo-, pienso que el libro
constituye un acierto en bastantes otros sentidos. Entre ellos, y por
un lado,
constituye una visión sobre la alimentación en el área
mediterránea llevada a cabo principalmente desde -y publicada en-
la orilla sur, hecho este de una relevancia significativa, ya que,
habitualmente,
dicho tema parece haber sido principalmente objeto de interés y
patrimonio
cuasi exclusivo de los especialistas europeos o norteamericanos. En
este
sentido, se ofrecen bastantes temáticas y puntos de vista referentes,
principalmente, a la sociedad tunecina -que aparece, en consecuencia,
sobrerrepresentada
en relación a otras áreas mediterráneas, tanto del sur
como del norte- que nos permiten acceder a una más que interesante
información sobre la alimentación en dicho país. Por
otro lado, considero importante el punto de partida pluridisciplinar
del
libro, que valora muy positivamente la multidimensionalidad de la
alimentación
y la necesidad de su estudio a través de la colaboración de
las diferentes disciplinas. Finalmente, podemos resaltar la calidad de
la
mayor parte de las aportaciones, además de poner de relieve la
existencia
y los resultados de los trabajos de un buen número de jóvenes
investigadores de ambas orillas que participan en la obra, los
esfuerzos
de los cuales están dando considerables frutos.
Una obra,
pues, interdisciplinar e interesante, que viene al mismo tiempo a
llenar
un importante vacío existente todavía en el campo de los estudios
llevados a cabo sobre alimentación -y particularmente en relación
a nuestra controvertida área mediterránea- desde una necesaria
perspectiva social y cultural.
|
|