Gazeta de Antropología
Nº 2 · 1983 · Artículo 03 · http://hdl.handle.net/10481/6751
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La filosofía oculta en la antropología estructuralista
The hidden philosophy of structuralist anthropology

Pedro Gómez García
Departamento de Filosofía, Universidad de Granada


RESUMEN
Es posible perseguir la genealogía del pensamiento de Lévi-Strauss siguiendo la pista de los filósofos a los que hace referencia. Destaca su rechazo de la filosofía dominante en Occidente, tanto la filosofía del sujeto como el enfoque empirista. Su método, el análisis estructural en antropología, es específicamente propio. Y la acusación de "mentalismo" carece de fundamento.

ABSTRACT
It is possible to follow the genealogy of Lévi-Strauss' thought, following the trail of the philosophers to whom he refers. He highlights their rejection of the dominant Western philosophy, as much philosophy of the individual as emprical philosophy. His method, the structural analysis in anthropology, is specifically his own; the accusation of "mentalism" has no real foundation.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
Lévi-Strauss | estructuralismo | antropología estructural | ciencias humanas | epistemología | structuralism | structural anthropology | human sciences | epistemology


Con desenfado y tal vez rozando el infundio, Marvin Harris plantea el desahucio a la estrategia antropológica del estructuralismo, tildándola de idealista cultural, antipositivista, dialéctica -en sentido peyorativo- y ahistórica. Según Harris, «Claude Lévi-Strauss hace gala de desinterés por las teorías contrastables y caso omiso de la causalidad, los orígenes y los procesos históricos» (1979: 188); de modo que se pierde entre las superestructuras mentales y confina la etnología en la esfera del idealismo. Las estructuras sólo estarían en la imaginación del estructuralista.

Se trata de la confrontación casi ritual, pero enconada, mantenida estos últimos años entre la estrategia del materialismo cultural de Marvin Harris frente al estructuralismo francés, por la hegemonía en el campo antropológico. Esta polémica pone en juego posiciones filosóficas, principalmente epistemológicas. En estas páginas, no pretendo terciar en el conflicto de los principios de investigación, ni siquiera exponer los términos en que está planteado, sino tan sólo indagar las vinculaciones filosóficas de la antropología estructural de Lévi-Strauss, como uno de los aspectos que contribuirán a decidir hasta qué punto se da en ella, o no, un «idealismo» metodológico.


Genealogía filosófica

La verdad es que se hace difícil insertar a un autor tan escurridizo como Lévi-Strauss en la historia del pensamiento. Es notorio no sólo el desdén con que trata a la filosofía, sino también su recurso confesadamente instrumentalizador a los esquemas y nociones que puedan proporcionarle alguna clarificación en problemas de otra índole (antropológicos).

Al rastrear los emparentamientos teóricos con tal o cual corriente, el hecho es que, en la obra de Lévi-Strauss, aparecen numerosas referencias a los más eminentes prohombres de la historia de la filosofía; como también menudean citas de literatos, artistas y músicos.

Hay que enumerar alusiones que se remontan a la antigüedad griega y romana, a Pitágoras y a Diógenes (Lévi-Strauss 1973b) y al gran Aristóteles (1964, 1968a, 1973b), sin contar a Eurípides, Horacio, Virgilio, Hesiodo, Marcial, Lucrecio, etc. Por cierto que habla elogiosamente del estoicismo (1973b: 385).

Con los tiempos modernos, las referencias se vuelven más copiosas: Los humanistas Erasmo de Rotterdam y Michel de Montaigne (Lévi-Strauss 1968a). El padre del racionalismo, René Descartes (1973b), y Gottfried W. Leibniz (1955). En el período de la Ilustración, David Hume (1955), Giovanni Battista Vico (1971, 1973b), Dénis Diderot y Jean L. D'Alembert (1971), François M. Voltaire (1955), Étienne B. de Condillac (1971). Pero, en realidad, el primer filósofo ampliamente citado es Jean-Jacques Rousseau (1955, 1958, 1962a, 1962b, 1964, 1967, 1968a, 1971, 1973b).

En efecto, para Lévi-Strauss, «Rousseau, el más etnógrafo de los filósofos, si bien nunca viajó a tierras lejanas, poseía una documentación tan completa cuanto era posible para un hombre de su tiempo, y él la vivificaba -a diferencia de Voltaire- mediante una curiosidad plena de simpatía por las costumbres campesinas y el pensamiento popular» (Lévi-Strauss, 1955: 392). Llama a Rousseau maestro y hermano. Habría que repetir la trayectoria que le hizo «pasar de las ruinas dejadas por el Discurso sobre el origen de la desigualdad a la amplia construcción del Contrato Social, cuyo secreto es revelado por el Emilio. Por él sabemos cómo, después de haber aniquilado todos los órdenes, se pueden aún descubrir los principios que permitirán edificar uno nuevo» (1955: 392). Rousseau jamás idealizó al hombre natural -como hizo erróneamente Diderot-; el estado de sociedad es inherente al hombre, y la cuestión está en saber si los males que arrastra acompañan intrínsecamente a ese estado; por eso busca un fundamento inconmovible para la sociedad humana. Rousseau identifica la aparición de la cultura con el surgimiento de la razón, planteando así el problema etnológico de las relaciones entre naturaleza y cultura. Tanto que su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres se podría considerar -opina Lévi-Strauss- como el primer tratado de etnología general.

Parece claro que la importancia atribuida a Rousseau no es precisamente en calidad de filósofo; ni existe en él idealismo camuflado. Se debe a que Rousseau ha realizado la experiencia etnográfica por la que «el observador se capta a sí mismo como su propio instrumento de observación» y busca conocerse con objetividad, a sabiendas de que esto es medio para el conocimiento de los otros. Pues «para lograr aceptarse en los otros, objetivo que la etnología asigna al conocimiento del hombre, en primer lugar es preciso rechazarse en sí». Principio básico de las ciencias humanas, debido a Rousseau, inaccesible para una filosofía que, al tomar su punto de partida en el cógito, era prisionera de las presuntas evidencias del yo, y sólo podía aspirar a fundar una física renunciando a fundar una sociología, e incluso una biología; Descartes cree pasar directamente de la interioridad de un hombre a la exterioridad del mundo, sin ver que entre esos dos extremos se sitúan las sociedades, las civilizaciones, o sea, los mundos de los hombres» (1973b: 48). Existe la mediación cultural y como un «él» (estructura inconsciente) que se piensa en mí y debe plantearme la duda de si soy yo quien piensa. De ahí la enseñanza antropológica que antepone la vida a la humanidad, el otro al yo. «Puesto que, si es posible creer que con la aparición de la sociedad se haya producido un triple paso, de la naturaleza a la cultura, del sentimiento al conocimiento, de la animalidad a la humanidad -demostración que constituye el objeto del Discurso-, ello no puede ser más que atribuyendo al hombre, ya en su condición primitiva, una facultad esencial que lo impulsa a franquear esos tres obstáculos; que posea, por consiguiente, de modo original y de forma inmediata, atributos contradictorios, a no ser que estén en ella; que sea, a la vez, natural y cultural, afectiva y racional, animal y humana; y que, con la única condición de hacerse consciente, pueda convertirse de un plano a otro plano» (1973b: 49-50). De tal manera que la aprehensión global de la naturaleza y la humanidad, del otro y el yo, en que consiste la «identificación», precede a la toma de conciencia de cualquier oposición, sea entre propiedades comunes, sea entre lo no humano y lo humano. Todo esto postula una articulación entre la antropología y la ciencia natural.

Para Lévi-Strauss, es Rousseau quien más audazmente proclama el fin del cógito cartesiano: «El pensamiento de Rousseau se expande, por tanto, a partir de un doble principio: el de la identificación con el otro, e incluso con el más 'otro' de todos los otros, aun cuando ese otro sea animal; y el rechazo de la identificación consigo mismo, o sea, el rechazo de todo lo que puede hacer 'aceptable' al yo. Estas dos actitudes se complementan y la segunda incluso fundamenta la primera: en verdad yo no soy 'yo mismo', sino el más débil, el más humilde de los 'otros'» (Lévi-Strauss 1973b: 51). Tal es el precoz hallazgo roussoniano, que anticipa la antropología científica. El hombre encuentra en la naturaleza a secas las condiciones óptimas para reencontrar la naturaleza de su sociedad. El humanismo descubre un nuevo fundamento en la universal emergencia desde la naturaleza a la cultura. En este contexto, pudiera ser acertado interpretar a Lévi-Strauss como un ilustrado póstumo.

Más allá de la Ilustración, los escritos de Lévi-Strauss evocan a Kant (1964, 1967, 1973b), especialmente en la tesis epistemológica que busca las condiciones de posibilidad. «Filosóficamente, me siento cada vez más kantiano. No tanto por el contenido particular de la doctrina de Kant, como por la particular manera de exponer el problema del conocimiento. Sobre todo, porque creo que la antropología es una filosofía del conocimiento y el concepto, y pienso que sólo situándola en el plano de éste último se puede tratar de hacerla progresar» (Lévi-Strauss 1963a: 33). De la revolución kantiana toma el empeño por situar el punto de partida del conocimiento en los propios límites del conocimiento: las constricciones mentales. Pero con una diferencia esencial: el camino seguido y las conclusiones alcanzadas divergen de las del kantismo, dado que «el etnólogo no se siente obligado, como el filósofo, a tomar por principio de reflexión las condiciones de ejercicio de su propio pensamiento o de una ciencia que es la de la sociedad de su tiempo» (1964: 20), sino las condiciones subyacentes a toda cultura, extraídas del análisis sociocultural. Lévi-Strauss reconoce que su tentativa se asemeja a la de Kant, en cierto modo, y que lleva razón Paul Ricoeur, cuando la califica de «kantismo sin sujeto trascendental». Pues las estructuras mentales constituyen un condicionamiento universal, natural, que interviene en la generación de toda cultura. «El conjunto de esas condiciones adquiere el carácter de objeto dotado de una realidad propia e independiente de todo sujeto» (1964: 21); a su formulación pretende llegar, a diferencia de Kant, a posteriori, a partir de los datos etnográficos y el análisis etnológico -muy lejos, pues, del dogmatismo y el idealismo-.

No faltan, por otro lado, alusiones a Goethe y a W. von Humboldt, como precursores del método estructural (Lévi-Strauss 1973a).

Aparte de eso, Hegel aparece escasamente (1949, 1955, 1958), para ser descalificado pronto, echando mano de la Dialéctica de la naturaleza, de Engels: «El error [de Hegel] proviene de que intentó imponer esas leyes [de la dialéctica] a la naturaleza y a la historia como leyes del pensamiento (...). Si vuelven a ponerse las cosas sobre sus pies, todo se torna simple y las leyes dialécticas, que parecen tan misteriosas cuando se las ve desde un punto de vista idealista, resultan tan límpidas y tan luminosas como el sol del mediodía» (Lévi-Strauss, 1949: 528). Luego, concluye con sus propias palabras: «puesto que las leyes del pensamiento, primitivo o civilizado, son las mismas que las que se expresan en la realidad física y en la realidad social, que no es más que uno de sus aspectos». En este sentido, Lévi-Strauss parece haber culminado un largo recorrido, que lo ha alejado desde el «monismo racionalista» del que estaba vagamente imbuido cuando comenzaba su carrera de filosofía (1955: 39), hasta una variedad de «materialismo vulgar» (1963b: 652) que no tiene empacho en admitir con una pizca de ironía.

Si marchamos adelante en la historia, se consignan referencias a filósofos del siglo XIX, iniciadores de las ciencias sociales, a Auguste Comte (Lévi-Strauss 1962a, 1962b, 1973b), a Claude-Henri de Saint-Simon (1973b), a Pierre J. Proudhon -la propiedad como no reciprocidad y robo- (1949: 568), y por supuesto Karl Marx.

La presencia de Marx resulta paradigmática (Lévi-Strauss 1955, 1958, 1971, 1973b), al tiempo que se declara marxista en lo esencial. «La lectura de Marx me arrebató tanto más cuanto que a través de ese gran pensamiento tomaba contacto por primera vez con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel» (1955: 45). De Marx aprendió que la ciencia social no se construye en el plano de los acontecimientos, sino en el de los modelos teóricos e interpretativos. Se apoya en una cita de El capital para justificar cómo no es ajena al marxismo «la idea de que las sociedades primitivas o consideradas tales se rigen por lazos de consanguinidad (que llamamos hoy estructuras de parentesco) y no por relaciones de producción». Lo cual no invalida la afirmación del Manifiesto comunista: «La historia de toda sociedad conocida hasta ahora es la historia de las luchas de clases». Pues «esta fórmula no significa que la lucha de clases es coextensiva a la humanidad, sino que las nociones de historia y de sociedad sólamente pueden ser aplicadas, en el sentido pleno que Marx les da, a partir del momento en que la lucha de clases hace su aparición» (1958: 304). Es decir, las clases sociales vinculan su existencia tan sólo a determinadas etapas del desarrollo de la producción, admitido el primado de la infraestructura.

El marxismo de Lévi-Strauss, sin embargo, o lo que de teoría marxista transporta su antropología, influye primordialmente en su filosofía del conocimiento y más problemáticamente en su metodología (puesta a punto más bien para el estudio de las superestructuras). El «marxismo» lévistraussiano, según confesión propia, «se puede reducir a un cierto número de proposiciones muy elementales, a saber: que el hombre está en el mundo, que el hombre piensa en el mundo y que entre todos aquellos sistemas de constricciones mentales que trato de descubrir, tomando como base la observación de los sistemas sociales encarnados, los primeros que encontramos provienen del hecho de que el pensamiento humano no se manifiesta nunca en lo absoluto, sino siempre en relación con cierto número de constricciones que son en primer lugar constricciones externas» (Lévi-Strauss 1963a: 26). Por consiguiente, frente a la lectura «idealista», sostiene una interacción: las formas de operar la mente humana entran en juego con otros tipos de mecanismos, sus construcciones resultan curvadas y entretejidas por «las condiciones tecnoeconómicas» (Lévi-Strauss 1972: 13). Por lo demás, el suyo se autodefine como «marxismo pesimista», dado que, en aquellas raras ocasiones en que se dedica a una especulación sin fronteras, vislumbra que es en el sentido inverso al esquema marxiano hacia donde deambula el movimiento global de la humanidad: a una creciente esclavización respecto a los determinismos naturales.

Tampoco falta la mención de Friedrich Engels (Lévi-Strauss 1949, 1958, 1971, 1973b) para remachar su propio antiidealismo o bien ciertas tesis sobre la inherencia del progreso a la civilización occidental, aduciendo el Anti-Dühring (1973b: 366). También se registran alusiones a otros marxistas posteriores.

Continuando con las referencias a pensadores contemporáneos: considera espurio y superado el enfoque evolucionista de Herbert Spencer (Lévi-Strauss 1958, 1973b). Y se adhiere a la opinión de que es falso oponer «explicación» y «comprensión», como modos de inteligibilidad propios respectivamente de las ciencias naturales y de las ciencias sociales, en contra de Whihelm Dilthey y Oswald Spengler (1973b: 17). Sigmund Freud no se limita a ser uno de sus tres grandes inspiradores (junto con la geología y el marxismo); lo trae a colación con cierta frecuencia (Lévi-Strauss 1949, 1958, 1962a, 1962b, 1971, 1973b); le refuta tesis cruciales de Tótem y tabú; no es el acontecimiento ni la afectividad lo que explica la estructura psíquica, sino que, justo al revés, el inconsciente estructural tiene la primacía sobre el inconsciente pulsional freudiano.

La corriente positivista no cuenta en absoluto con las preferencias de Lévi-Strauss -en esto lleva toda la razón Marvin Harris-. Cree que no hay por qué perder el tiempo con «esa filosofía norteamericana a la manera de James o Dewey (y ahora del pretendido positivismo lógico), que ha caducado hace tiempo» (Lévi-Strauss 1955: 47). Alguna vez alude a la filosofía del atomismo lógico de Bertrand Russell (Lévi-Strauss 1962b).

Se muestra crítico con Henri Bergson, cuya «inactual» filosofía campeaba por la Sorbona en tiempo de sus estudios (Lévi-Strauss 1955: 43). En otros pasajes (1962a, 1962b) hace ver cuán cerca se halla la filosofía bergsoniana de la clave del pensamiento totémico y salvaje, pese a los prejuicios que se interponen.

Por lo que toca a Sartre, sostiene con él una agria polémica (Lévi-Strauss 1955, 1958; 1962b, criticando la «razón dialéctica» y el historicismo; 1971). Ataca al existencialismo y a la fenomenología -como en seguida mostraré-. Finalmente, le merece respeto Maurice Merleau-Ponty (Lévi-Strauss 1958, 1973b), a quien va dirigida la dedicatoria de El pensamiento salvaje.

Resulta obvio que no bastan todas estas referencias explícitas a figuras representativas del pensamiento occidental para dilucidar la filiación filosófica de nuestro antropólogo. Las menciones e influjos vienen marcados con diverso signo, y otros pueden permanecer anónimos. Es menester, por eso, analizar el conjunto de la obra y su epistemología implícita (cfr. Pedro Gómez García 1981, donde se tratan extensamente estos puntos). También cabe tomar el pulso a la reluctancia del propio Lévi-Strauss ante la filosofía. Y recurrir a otras lecturas hechas por distintos comentaristas.
 

Reluctancia ante la filosofía al uso

En el caso de Claude Lévi-Strauss, el rechazo de la filosofía se hace en nombre de la ciencia, porque aquélla aleja de ésta.

Si la filosofía arranca de abstracciones y busca relacionar abstracciones, la etnología, exactamente el revés, parte de las realidades concretas, de una base social empírica, cuyas mínimas diferencias, correlaciones y oposiciones investiga. En este aspecto, la antropología constituye una inversión de la filosofía, una antifilosofía. No será nada raro que la mayor parte de las críticas que lanzan los filósofos al estructuralismo lévistraussiano le resbalen lisa y llanamente.

Lévi-Strauss llegó a la etnología de vuelta de la filosofía. Había experimentado que, en filosofía, todo problema se escamotea mediante un método artificioso y unos ejercicios estereotipados: «Estos ejercicios se transforman rápidamente en verbales, fundados en un arte del juego de palabras que reemplaza a la reflexión, siendo las asonancias entre los términos, las homofonías y las ambigüedades quienes van proporcionando la materia de esos golpes de teatro especulativos, en cuya ingeniosidad se reconocen los buenos trabajos filosóficos» (1955: 39). El método filosófico se le antoja simplista, como una clave maestra que se aplica a la resolución de los más dispares temas. Y todavía detecta un peligro mayor, el «confundir el progreso del conocimiento con la complejidad creciente de las construcciones de la mente. Se nos invitaba -añade Lévi-Strauss- a practicar una síntesis dinámica tomando como punto de partida las teorías menos adecuadas para elevarnos hasta las más sutiles; pero al mismo tiempo (y en razón de la preocupación histórica que obsesionaba a todos nuestros maestros) había que explicar cómo éstas habían nacido gradualmente de aquéllas. En el fondo, no se trataba tanto de descubrir lo verdadero y lo falso como de comprender de qué modo los hombres habían ido superando contradicciones» (1955: 40). En resumen, después de una serie de años consagrados a semejante acrobatismo intelectual, Lévi-Strauss se encontró sólo con unas pocas convicciones elementales, apenas diferentes de las que ya tenía a los quince años.

Renuente contra toda metafísica, y contra toda tentativa de utilizar cualquier ciencia con fines metafísicos, cree que lo ideal es la ciencia libre de interferencias ideológicas. «Conviene que los filósofos, que han gozado durante tanto tiempo de una especie de privilegio, ya que se les concedía el derecho de hablar de todo y por cualquier motivo, se vayan resignando a que muchas investigaciones escapen a la filosofía. Yo no digo que definitivamente, para siempre, pues quizá volverán a aproximarse (...), pero estamos asistiendo a una especie de fragmentación del campo filosófico. Mantener la exigencia de todo o nada sería anquilosar las ciencias del hombre» (Lévi-Strauss 1965: 27). No es que desee sentar cátedra de antifilósofo; se trata de dar preferencia al estudio de la realidad concreta -como para Galileo, el reconocer el heliocentrismo no era confesar una verdad metafísica, sino constatar un hecho-. Hay que liberarse de esa suerte de «humanismo teológico» que, desde la aparición de las ciencias, ve en peligro la existencia del hombre. La consistencia del sujeto ha sido la obsesión mayor de la filosofía occidental. De ahí su suspicacia frente a los avances científicos que parecían afectar al sujeto humano.

A las acusaciones que apuntan al «aspecto filosófico» inherente a sus obras ha contestado, en varias ocasiones. Por ejemplo: «Si, de cuando en cuando, y sin nunca insistir demasiado en ello, me tomo la molestia de indicar lo que para mí significa mi trabajo desde un punto de vista filosófico, no es que yo dé importancia a este aspecto. Busco más bien recusar de antemano lo que los filósofos podrían pretender hacerme decir. No opongo una filosofía que sería la mía a la de ellos, pues yo no tengo ninguna filosofía en la que merezca la pena fijarse, sino algunas convicciones rústicas a las cuales he llegado menos por profundización de mi reflexión que por la erosión regresiva de lo que se me enseñó en ese campo y de lo que yo mismo enseñé. En desacuerdo con toda explotación filosófica que se quiera hacer de mis trabajos, me limito a expresar que, por mi gusto sólo podrían contribuir, en la mejor de las hipótesis, a una abjuración de lo que hoy se entiende por filosofía» (Lévi-Strauss 1973b: 570). Este texto resulta de lo más elocuente. No reivindica ninguna filosofía. Tampoco intenta crear una antifilosofía. Lo que pretende es tan sólo una «desfilosofización» coyuntural y metodológica de la ciencia del hombre, a fin de que ésta consiga un desarrollo autónomo.

En respuesta a las objeciones de los «humanistas», escribe: «Al leer las críticas que ciertos filósofos dirigen al estructuralismo, reprochándole el abolir la persona humana y sus valores consagrados, me siento tan estupefacto como si alguien se sublevara contra la teoría cinética de los gases con el pretexto de que, al explicar por qué el aire caliente se dilata y se eleva, pone en peligro la vida familiar y la moral del hogar, cuyo calor desmixtificado perdería así sus resonancias simbólicas y afectivas» (Lévi-Strauss 1973b:570). Ese antihumanismo que se le atribuye sería una proyección del miedo de los propios «humanistas». Pues el análisis científico de un nivel concreto se refiere exclusivamente a ese concreto nivel, y no dice nada de los demás. El obstáculo proviene de que «los filósofos se preocupan poco por los problemas concretos»; como si quedaran desconcertados ante ellos; se sienten perplejos y relegados, entre la decepción y el rencor, sin nada original con que contribuir.

Y es que los filósofos se ven arrastrados por una verdadera perversión epistemológica, desde el instante en que se opera en ellos «la reversión de perspectiva que predican: desconociendo los primeros deberes del hombre de estudio, que son explicar lo que puede explicarse y reservar provisionalmente el resto, los filósofos se preocupan sobre todo de disponer un refugio donde se proteja la identidad personal, pobre tesoro. Y como ambas cosas son imposibles a la vez, prefieren un sujeto sin racionalidad a una racionalidad sin sujeto» (Lévi-Strauss 1973b: 614). Estas afirmaciones cabe entenderlas como una defensa del aspecto científico y empírico del estudio antropológico, frente a los ataques exteriores. Subraya una demarcación de ámbitos del saber, y no -como vulgarmente se ha repetido- ningún antihumanismo, salvo el puramente metodológico.

Cuando Lévi-Strauss hostiga determinadas formas de pensamiento filosófico, es porque tropieza con ellas como estorbos en su derrotero intelectual. Tal es lo que comprobamos, desde muy temprano, en su enemiga contra la fenomenología y el existencialismo. Por una parte, «la fenomenología me chocaba en la medida en que postula una continuidad entre lo vivido y lo real. Estaba de acuerdo en reconocer que esto envuelve y explica aquello, pero había aprendido de mis tres maestros que el paso entre los dos órdenes es discontinuo; que para alcanzar lo real es necesario primeramente repudiar lo vivido, aunque para reintegrarlo después en una síntesis objetiva despojada de todo sentimentalismo». Por otra parte, «el existencialismo me parecía lo contrario de una reflexión válida, por la complacencia que manifestaba para las ilusiones de la subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de los problemas filosóficos corre demasiado riesgo de llegar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a la filosofía hasta que la ciencia sea lo suficientemente fuerte para reemplazarla, que consiste en comprender el ser no en relación a mí, sino en relación a sí mismo. En lugar de terminar con la metafísica, la fenomenología y el existencialismo introducían dos métodos para proporcionarle coartadas» (Lévi-Strauss 1955: 46). Para Lévi-Strauss, el método fenomenológico no llega a ser más que un «instrumento de comprobación» (1963a: 25); y la analítica existencial, una recogida de datos inicial. En ambos casos, la teoría explicativa está en otra parte.

A las objeciones desde la filosofía contrapone Lévi-Strauss una crítica radical de las formas que la filosofía tiende a adoptar en nuestro tiempo. Así, en la conclusión de la tetralogía mitológica, reanuda su diatriba con las filosofías dominantes, que le parecen abocadas a una de dos salidas:

1) «Una, prometida a los filósofos que siguen la estela del existencialismo -esa empresa autoadmirativa en que, no sin abobamiento, se encierra el hombre contemporáneo en su cara a cara consigo mismo, cayendo en éxtasis ante sí- se separa de un saber científico que se desprecia y de una humanidad real cuya profundidad histórica y cuyas dimensiones etnográficas se desconocen, para agenciarse un mundillo cerrado y reservado» (Lévi-Strauss 1971: 572), más allá del cual no se ve nada, porque la atmósfera de humo de su «fumadero dialéctico» impide toda visibilidad.

2) Resta, no obstante, otra salida por la que la filosofía sale al aire libre y retoza: «En la embriaguez de su reencontrada libertad, se aleja brincando, pierde el contacto con esa investigación intransigente de la verdad que el mismo existencialismo, postrer avatar de la gran metafísica, quería aún practicar. Convertida en presa fácil de toda suerte de influencias exteriores y víctima de sus propios caprichos, la filosofía peligra descender al rango de una especie de filosof'arte y abandonarse a la prostitución estética de los problemas, los métodos y el vocabulario de sus predecesores» (Lévi-Strauss 1971: 572). Esta malbaratación hallaría su paradero en un arte de filosofastros.

Aparte de estas dos salidas, en un puesto intermedio entre ambas, se encontraría el estructuralismo ficción que anda por ahí suelto, vestido con ropajes literarios, con los que no consigue ocultar su vaciedad. E igualmente otro género de filosofía, convicta de empirismo ingenuo, que, dado que las ciencias humanas extraen estructuras de las obras de arte, se hace la ilusión de llegar a construir obras de arte manejando artificialmente estructuras formales; pero «una estructura cualquiera no se hace automáticamente significante para la percepción estética por el simple hecho de que todo significante estético sea la manifestación de una estructura» (Lévi-Strauss 1971: 573). Semejantes desbordamientos del método científico del estructuralismo, maquinados por filósofos, sociólogos, ensayistas, periodistas, artistas, no pasan de ser una amalgama absurda y, por descontado, un pseudoestructuralismo.

El propio Lévi-Strauss denuncia un doble extravío del estructuralismo: 1) el pseudoestructuralismo fascinante, que deriva en una cadena de metáforas, naufragando en el pantano de las ideologías; y 2) el estructuralismo considerado como una nueva rama de la filosofía, cosa que le parece un desatino.


¿Un método idealista?

Lévi-Strauss reitera una decidida negativa al estructuralismo filosófico. La antropología estructural busca «tan sólo describir y analizar ciertos aspectos del mundo objetivo» ((1958: 308). Y si, en algunas ocasiones, el antropólogo se permite un planteamiento de los «grandes problemas», lo hace sabiendo que se trata de «problemas exteriores a la etnología». La etnología prescinde, en su terreno propio, del problema de la libertad, mientras trata de «establecer, tomando la etnografía como punto de partida, en qué medida el espíritu humano no es libre» (1963a: 24). No busca filosofar. Cada disciplina ha de trabajar delimitando bien su campo. «El estructuralismo sanamente practicado no aporta un mensaje, no detenta una llave capaz de abrir todas las cerraduras, no pretende formular una nueva concepción del mundo, ni siquiera del hombre; se guarda de querer fundar una terapéutica o una filosofía» (1968b). Si alguna vez muestra una apariencia filosófica, es más una servidumbre que una ventaja. El estructuralismo no puede definirse «en ningún caso como una filosofía sino únicamente como un método de investigación científica» (1968c: 219).

Como ciencia, la antropología estructural alcanza ciertamente un nivel teórico, pero, aunque la etnología estructuralista tenga esa orientación teórica, no es ninguna filosofía; es más bien «un cierto modo de abordar los problemas». Y nada idealista. A ese modo le compete el extraerlo todo de la materia estudiada. Por ello mismo la teoría, en la medida en que existe, está en cierta manera incluida en la materia prima, cuyas propiedades se intentan analizar (cfr. Lévi-Strauss 1970). No existe un sistema teórico estructuralista. Ni hay que deslizarse hacia la pendiente de las discusiones filosóficas, estériles. La antropología estructural se restringe sólo a un método, y un método abierto a la objetividad de lo empírico sociocultural. Teniendo en cuenta que, para Lévi-Strauss, «está claro que una encuesta empírica tiene presupuestos teóricos y que tiene valor en la medida en que hace progresar la elaboración teórica» (1970: 63-64). Teorizar se hace indispensable en un momento de la investigación, por necesidad de aclarar, organizar y hacer inteligibles las observaciones empíricas. Lo rechazable, en cualquier caso, es separar el nivel teórico, o concederle entidad por sí mismo.

Así y todo, la teorización -como ya es sabido- presupone paradigmas y estrategias, de los que nadie escapa por más que reniegue y abjure de toda filosofía. Esto marca la opción por los hechos etnográficos y por la ciencia; no garantiza el resultado. La acusación de «idealismo cultural», lanzada por Marvin Harris contra el estructuralismo, no ha sido definitivamente refutada. Y en este sentido, el problema de la filosofía oculta en el método antropológico levistraussiano no queda aún resuelto del todo.

Es interesante contrastar abiertamente las lecturas que han hecho los distintos intérpretes del sesgo filosófico estructuralista, para admirarse de cuán dispares y hasta disparatadas son. Han escrito que se trata de: eleatismo, platonismo, roussonismo, kantismo, marxismo, positivismo, idealismo materialista, materialismo trascendental, ontologismo sin ser, cientismo antihumanista, naturalismo, etc. (cfr. Pedro Gómez García 1981: 274-279). Es imposible que el estructuralismo obedezca, a un tiempo, a tantas y tales orientaciones epistemológicas; aunque quepa reconocer en él inspiraciones múltiples, presenta una innegable coherencia interna. Y su consistencia metodológica parece avalada por la ingente obra de Lévi-Strauss. ¿Es lícito descalificarla de un plumazo, con el rótulo de idealista?

Otra cuestión bien diferente sería pedir a la metodología estructuralista que nos dé razón de todo lo que ocurre en todos los niveles de la sociedad humana y en su evolución. Tampoco cabe esperar ese tipo de respuesta, si se lo pedimos a la estrategia del materialismo cultural, que se apoya en otros supuestos. Con ello no abogamos por ningún eclecticismo, sino que sencillamente reconocemos que, hoy por hoy, permanece sin resolver el problema epistemológico de la ciencia del hombre. Y aventuramos la idea de que algunas de las estrategias de investigación contrapuestas, con las que actualmente nos encontramos, pueden ser complementarias, a condición de que se reelaboren e integren en un enfoque metodológico más complejo (que logre articular los niveles tecnoecológico, tecnoeconómico, socioorganizativo y noológico, los campos metal y conductual, las perspectivas etic y emic, el plano del acontecimiento y el de la estructura, sin privilegiar unilateralmente a alguno de los extremos).

En conclusión, aun en la hipótesis de que las cosas estén indecisas en lo que toca a la filosofía subyacente al método estructuralista, resulta en exceso parcial la sentencia harrisiana sobre el estructuralismo, afirmando que en él «el idealismo y el mentalismo son absolutamente evidentes» (Marvin Harris 1979: 189). Pues las demostraciones que aduce (M. Harris 1968: 402-444; 1979: 128-240) ponen de relieve ciertos errores puntuales así como la disparidad de enfoques y las incomprensiones, más que una verdadera impugnación global del método. Ahora bien, tratar a fondo este asunto nos remite a otras consideraciones.


 
Bibliografía

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Publicado: 1983-11


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