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"En muchos casos se ha considerado el sistema religioso indígena, concibiéndolo como naturalista e inclusive panteísta. Por el contrario, nosotros lo percibimos esencialmente espiritualista y animista con algo de naturalismo. Por lo general se ha considerado por ejemplo, que los indígenas rinden culto a los cerros y a la tierra, cosa que en la realidad se nos presenta de manera diferente, ya que a nuestro juicio, el culto es a los espíritus que habitan las montañas y la tierra y cuya existencia es independiente de sus hábitats materiales" (Núñez del Prado Béjar 1970: 68).
Espiritualismo y naturalismo. Breves consideraciones filosófico-antropológicas
Sin embargo, el mismo también se refiere a la cosmovisión quechua como impregnada de "algo de naturalismo", es decir, como reconocedora de que la realidad natural posee cierta relevancia. La filosofía se sirve de este término a la hora de estimar "la Naturaleza, y las cosas en ella, como las únicas realidades existentes" (Ferrater Mora 1986: 2315); en este caso, no existiría un principio abstracto que trasciende lo material, pues ello sería inmanente a la naturaleza misma (Morselli 1993: 154). En el campo antropológico esta concepción básica se enriquece con disertaciones teóricas sobre el origen de la religión, como la que los cuerpos y las fuerzas de la naturaleza habrían sido fautores de la aparición de un sentimiento religioso en el ánimo humano (Durkheim 1993: 138) (2). Sea lo que fuere, en sus elementos estrictamente básicos, la visión naturalista difiere de la espiritualista, en tanto que lo etéreo, en este caso, es percibido como algo consustancial a lo material y no como algo independiente de este último.
El animismo a la luz de la teoría tyloriana
A grandes rasgos, la óptica animista estriba en la concepción de que "todo está animado y vivificado, de que los objetos de la Naturaleza son, en su singularidad y en su totalidad, seres animados" (Ferrater Mora 1986: 163); de ahí la "tendencia a explicar los acontecimientos por la acción de fuerzas o principios animados" (Abbagnano 1993: 75) que caracterizarían todo elemento y fenómeno natural. Se debe al antropólogo Edward Burnett Tylor (1832-1917) el mérito de haber ideado y sistematizado, en un consistente núcleo de definiciones explicativas, los principios que, a su parecer, yacen en el seno de la teoría animista elaborada por él mismo. Aunque dentro de una óptica declaradamente evolucionista, en su obra titulada Primitive culture. Researches into the development of mythology, philosophy, religion, language, art and custom (1871), Tylor se esfuerza en indagar los fundamentos que habrían favorecido, en el ser humano, la manifestación de un sentimiento religioso germinal. Para esto, se sirve del término latino anima, acuñando, a partir de él, la denominación de animismo, con la que designa una "profunda doctrina de los Seres Espirituales" (Tylor 1981: 28), surgida supuestamente de las vivencias que el ser humano habría tenido, por un lado, de lo onírico (3) y, por otro lado, de "la muerte como suceso ineluctable" (Puente Ojea y Careaga 2005: 33). Ambas experiencias habrían necesariamente avivado en el hombre la persuasión de que algo más (esto es, un doble anímico) habría de subsistir a la inmovilidad temporal o perpetua del cuerpo humano, y dar explicación a vivencias indudablemente impactantes.
Dicho esto, es interesante poner atención a la manera como Tylor usa ciertas terminologías, pues sus definiciones antropológicas de los conceptos de alma y espíritu asumen gran relevancia en las concepciones cosmológicas que, hoy en día, los quechuas mantienen acerca de la naturaleza y su supuesta vitalidad. En medio de otras tantas disertaciones, el antropólogo británico se centra en la aclaración de lo que él mismo entiende con la noción de alma (y no sólo de ella). Puente Ojea y Careaga Villalonga le reconocen, en general, una "impecable coherencia ontológica y psicológica" (Puente Ojea y Careaga 2005: 26) cuando éste delinea, a modo de introducción, que "los términos que se corresponden con los de vida, mente, alma, espíritu, espectro, etc., no se interpretan en el sentido de que describan realidades realmente separadas, sino más bien como las diversas formas y funciones de un solo ser individual" (Tylor 1981: 36-37). Dentro de esta afirmación, son sobre todo las nociones de alma y espíritu las que adquieren una importancia primaria, pues representan precisamente los constituyentes terminológicos de dos de las concepciones filosófico-antropológicas que aquí se toman en examen. Así que comprender su papel ontológico es imprescindible para proporcionar una visión explicativa de las creencias cosmológicas quechuas.
En principio, para Tylor el espíritu es un concepto esencialmente equivalente al de alma, un elemento que se encuentra en sí "desvinculado de las funciones corporales de la vida" (Puente Ojea y Careaga 2005: 47), pero nunca en oposición a la naturaleza orgánica del cuerpo mismo. En analogía con esto, Tylor (1981: 55) se refiere al alma como a una imagen etérea del cuerpo (4), dotada de una "materialidad neblinosa y evanescente", distinta del cuerpo pero dependiente de y complementaria a este último, y, por lo tanto, susceptible de definirse como un alma espectro:
Personificación, poder, voluntad y figura
De lo general a lo particular: esencia y dinámica de la cosmovisión quechua-andina
En el caso específico de las culturas quechua-andinas, el conjunto de concepciones cosmológicas igualmente se forja en virtud una peculiar percepción religiosa del entorno cósmico basada en la observación constante y experimentación empírica de los que son sus leyes y principios intrínsecos. En otras palabras, la espectacularidad ínsita en el dinamismo propio de los mecanismos vitales de la naturaleza celeste y terrenal se convierte en un factor de propulsión religiosa, con la germinación de cultos destinados a perpetuar el impacto de su preeminencia en las dinámicas de vida cordillerana, así como a placar su aparente hostilidad y arbitrariedad fenoménica. Así se crea un sistema de valores, pautas, mitos, creencias y rituales, que cohesiona a la comunidad quechua en torno a un núcleo común de manifestaciones religiosas, cuyo foco cultual lo constituye la divinización de la naturaleza en sí y de sus constituyentes: éstos acaban siendo investidos de un poder numinoso, que, como se verá a continuación, ejercen primariamente en el plano infra-mundano, y cuya benevolencia ha de propiciarse en favor de la continuidad de la vida humana en la sierra.
Los fundamentos naturalistas, animistas y espiritualistas de la cosmovisión quechua
A la hora de afirmar que el sistema religioso quechua se estructura esencialmente en torno a semejantes perspectivas, Núñez del Prado se basa en algunas nociones lingüísticas que, en la propia lengua quechua, tienen la finalidad específica de diferenciar los meros elementos del entorno natural de los que, en cambio, sobrepasan los límites impuestos por la corporeidad de los mismos. En este sentido, la complementariedad que se da entre términos como "orqo (cerro) y Apu (espíritu de la montaña)" o "allpa (tierra) y Pachamama (espíritu de la tierra)" (Núñez del Prado 1970: 69), actuaría, en particular, de vehículo simbólico-lingüístico entre lo que se evidencia como estable e inmóvil, eso es, los elementos naturales en sí, y lo que se supone como capaz de ir más allá y constituirse como esencia vivífica en el propio seno de la cosmovisión indígena quechua.
Quedando en el ámbito de lo lingüístico, hay que subrayar, sin embargo, que Núñez del Prado estructura su propia afirmación de una manera tal que quizá no refleje del todo la finalidad ontológica de las terminologías de las que él mismo se sirve: como se ha visto, el antropólogo peruano etiqueta el sistema religioso quechua como "esencialmente espiritualista y animista con algo de naturalismo", dejando de hecho, como última rueda del carro, lo que quizá constituya lo más básico de las propias convicciones cosmológicas quechuas sobre la vitalidad de las montañas y de la tierra. Núñez del Prado tiene razón cuando critica el hecho de que se tache la religiosidad indígena de panteísta, pero quizá no la tenga a la hora de dejar a un lado el sentimiento naturalista, y esto porque la exclusión de una vertiente pone necesariamente de relieve la preeminencia de la otra. En efecto, en el conjunto de creencias sobre la vitalidad de la naturaleza andina, no puede existir panteísmo en la medida en que se conciba a este último como la mera emanación de un principio divino apriorístico en el mundo (Geymonat 1989: 68). Aunque "para el ser humano religioso la naturaleza nunca es únicamente natural" (Eliade 1981: 103), no es nada ineludible el que algún principio divino reine en y se identifique con ella. Como sostiene el propio Durkheim:
El punto central de las inferencias animistas descansa sobre la primaria creencia de los quechuas en que su entorno natural, siendo vivo y dinámico, es entonces también animado, es decir, guarda en sí algo más que una fuerza puramente físico-biológica por la que se veneran los cerros y la tierra. Pero es más: esta fuerza llega a atañer, de forma más compleja a nivel cosmológico, sobre todo a determinados seres naturales, que se perciben como especialmente impregnados de poder y, por lo tanto, capaces de influir sobre el bienestar de hombres y rebaños cordilleranos. Es lo que Mircea Eliade llama dialéctica de las hierofanías, por la que "un objeto se convierte en sagrado en la medida en que incorpora (es decir, revela) algo distinto de él mismo" o, mejor dicho, "deja de ser un simple objeto profano, en el momento en que adquiere una nueva "dimensión": la de la sacralidad" (Eliade 1981: 36-37). Efectivamente, la religiosidad quechua pone énfasis en la peculiaridad de determinados objetos y eventos naturales: los convierte en algo sagrado en función de su esencia anímica, pero también en razón de unos vínculos simbólico-figurativos que mantendrían con los espíritus de las montañas y de la tierra, así como con la vida humana y animal de la sierra andina. Pequeños ejemplos brindados a continuación, y relacionados precisamente con el culto a la Pachamama y a los Apus, tal como se manifiesta en algunas comunidades wayruras de la provincia de Urubamba (Willoq y Patakancha), y más en general entre los pueblos quechuas del Cusco, aclaran muy bien los fundamentos teóricos de estas creencias.
Del naturalismo al espiritualismo. La visión de los Apus y la Pachamama entre las comunidades wayruras del Cusco
Por otra parte, también se consideran empapados de poder algunas piedras como las illa y los enqaychu. Las primeras son miniaturas zoomorfas "que representan alpaca, llamas u ovejas. Muchas son de origen precolombino (...) Algunas son piedras de formas naturales que recuerdan ciertos animales o a las que se les ha modificado ligeramente para hacerlas semejantes a los animales que simbolizan. Otras, casi todas de piedras negras, son esculturas magníficamente hechas" (Flores Ochoa 1976: 216). Los segundos son pedruscos naturales de varias formas y colores, que se diferencian de las illa en tanto que "no pueden ser confeccionados por uno mismo, mucho menos comprados o adquiridos de otra manera que no sea encontrándolos casual o deliberadamente" (Flores Ochoa 1976: 219) en los parajes más aislados de la puna andina (9). Bien las illa bien los enqaychu desempeñan un papel simbólico muy significativo dentro de las creencias religiosas quechuas. Ante todo, poseen el "ánimo o fuerza vital del ganado" (Gow y Gow 1975: 147), al representar figurativamente los que son los animales más determinantes para la vida en la sierra: llamas, alpacas, y, en algunos casos, vicuñas y ovejas, que constituyen una permanente reserva de carne, combustible o lana, necesaria para subsistir en la puna cordillerana. En segundo lugar, illa y enqaychu se vinculan inescindiblemente con los Apus, pues estos últimos son los que cuidan del bienestar general del ganado, garantizando la fertilidad de los terrenos, velando sobre las lluvias y las aguas de altura, y asegurando la fecundidad de los animales que pastan en sus laderas (10). Pero no sólo: en la comunidad wayrura de Patakancha, existe la creencia de que estas piedrecitas pueden encontrarse sobre todo el primer de agosto de cada año, esto es, el día en que suele ofrecerse una oferta ceremonial (pago o despacho) a la Pachamama, como forma de agradecimiento por la cosecha anual y de propiciación para las venideras.
Lo mismo, y quizás aún más, puede afirmarse sobre el culto ancestral que se tributa a la Pachamama. Siguiendo a Dalle, según la concepción de los quechuas "la tierra vive, piensa, reacciona como ser viviente y racional" (Dalle 1969: 146), a saber, es en pleno un ser animado, consciente y dotado de voluntad. Como afirma Tamayo Herrera, "la tierra, habitáculo de la Pachamama, no es solamente útil, es "un modo de vivir", "un ambiente de vida", en el que el hombre quechua no es sino una planta más del paisaje (Tamayo Herrera 1970: 253). Lo que hace del espíritu de la tierra un ser tan privilegiado para la cosmovisión quechua es el hecho de que su sacralidad permea todo el medio ambiente natural, ya sea el cultivado ya sea el silvestre, lo que se hace patente, ante todo, en la significación misma de su apelativo (14). El nombre Pachamama se traduce generalmente con el de Madre Tierra, pero esa definición es un tanto incorrecta. De hecho, el término pacha expresa una pluralidad de valores semánticos que están estrechamente interrelacionados y que van más allá del mero significado de tierra, ya que en la lengua quechua incluyen no sólo nociones espaciales como las de "globo terráqueo, mundo, planeta, espacio de la vida" (Cusihuamán 2001: 74), sino también otras tantas "nociones temporales circunscritas" (Mariscotti de Görlitz 1978: 29). Con lo cual, se infiere que los quechuas consideran la Pachamama como una esencia anímica materna (mama) que palpita, por un lado, en un espacio tangible, que es propiamente el planeta Tierra, el suelo en general, y, más en concreto, el medio ambiente, el espacio de vida natural y agraria en el que se mueven los quechuas (pacha); por otro lado, en un tiempo cíclico y constante, escandido por las estaciones del año, y, más específicamente, por los ritmos biológicos de nacimiento, crecimiento y regeneración vegetal y agrícola (igualmente pacha), fenómenos naturales de los que los quechuas dependen incesantemente para su sustento material. En este sentido, entonces, aunque es incuestionable la relevancia agropecuaria que la Pachamama mantiene para los quechuas, no hay que olvidar que también "el paisaje (...) es su imagen misma" (Mariscotti de Görlitz 1978: 31).
Y es precisamente a propósito de este último aspecto cómo, dentro del imaginario cosmológico quechua, la Pachamama llega a tener su propia personificación, diferentemente de los Apus, que suelen identificarse "figurativamente" con las propias montañas. En efecto, la cosmovisión quechua conceptualiza a esta entidad maternal sirviéndose de varias interpretaciones figurativas, que tienen un evidente carácter simbólico, y en las que se vuelven a vislumbrar, a un tiempo, los sustratos naturalista, animista y espiritualista a los que se remite el propio Núñez del Prado. Se habla de personificación (en términos tylorianos) en tanto que, además de ser identificada con la tierra cultivada y silvestre, la Pachamama es también asociada con una figura humana y de carácter femenino. Así por ejemplo, en la región del Cusco, se la invoca como Juana Pullca, es decir, con un nombre y apellido que remiten en todo a la concepción humanizada que los quechuas mantienen acerca de esta entidad. Ese hecho peculiar ya había sido atestiguado por el propio Núñez del Prado (1970: 74) en referencia a las comunidades quechua que habitan las montañas del distrito de P'isaq (provincia de Calca) (15), pero es interesante subrayar cómo, hoy en día, el mismo apelativo también se mantenga intacto en las comunidades wayruras ubicadas en la colindante provincia de Urubamba. Así por ejemplo, en ocasión de las ceremonias de pago dedicadas a la Pachamama, la vigencia de esa costumbre revive en la pronunciación de oraciones religiosas como las siguientes:
"Santa Tierra Pachamama Juana Pullca, qanpas ukyaykuy kay ahata" [Santa Tierra Pachamama Juana Pullca, tú también tomes esta chicha] (Agripino Husca, mayor de Willoq, agosto de 2004).
O simplemente también en la evocación del por qué de la relevancia sagrada de ese nombre, y de la entidad asociada a él, en tareas como aquellas agropecuarias:Prescindiendo de la posibilidad de adelantar aquí hipótesis sobre el origen y el desarrollo de ese apelativo en el Cusco, lo que resulta interesante es la esencia espiritualista que de este asunto se desprende: al espíritu de la tierra se le dota de una personificación precisa, es decir, de una figura típicamente humana y femenina, que conlleva, de por sí, también la posibilidad de disponer de una consciencia y una voluntad con las que actuar en el plano infra-natural y, de ahí, religioso. La Pachamama es, a un tiempo, una entidad anímica estática y movible, pues se identifica con la tierra y los parajes naturales (16), pero también con peculiares rasgos humanos que le permiten, bajo semblanzas espirituales humanizadas, sobrepasar las barreras meramente biológicas y desplazarse de lugar en lugar, dando modo a que el imaginario cosmológico quechua se enriquezca con creencias sobre el particular.
De todos modos, aun dentro de este fenómeno de personificación, el vínculo con el mundo natural no se agota sino que, por el contrario, admite otras tantas correlaciones figurativas entre la Pachamama y determinados elementos naturales y animales. Así, a la hora de asociar ese espíritu mundano con la tierra y el medio ambiente en general, los quechuas consideran, por ejemplo, que hay específicos parajes naturales en los que la Pachamama emana su poder. En particular, ciertas peñas, denominadas en quechua wiñaq rumi ("piedras emergentes", lit.), actúan de vehículos simbólico-figurativos de esa entidad materna, lo que adquiere una importancia clave, ya que a estas rocas "que afloran de la tierra y se presume que provienen del centro de ésta" (Núñez del Prado 1970: 74) se las considera habitadas por un espíritu que toma el nombre de n'usta ("princesa", lit.), y que no representa sino un indicio más de personificación de la naturaleza. Lo mismo ocurre para aquellos elementos que Mariscotti de Görlitz califica como montículos ceremoniales y accidentes geográficos sagrados, y que pululan en los parajes naturales de los Andes cusqueños (Mariscotti de Görlitz 1978: 66 y 75). Valiosos ejemplos de ellos están constituidos por las así llamadas apachetas y pacarinas. Las apachetas son agrupaciones de piedras en forma de montículos, que los quechuas erigen "en las encrucijadas, en las abras y puntos más elevados de los pasos montañosos" (Mariscotti de Görlitz 1978: 66), es decir en parajes naturales específicos, porque creen que allí existe un poder singular y extremadamente influyente sobre la vida humana, que atañe a la esfera de actuación e influencia de la Pachamama. Numerosas de ellas todavía se erigen en las abras montañosas que rodean los altos territorios wayruros (Patakancha), y separan éstos de la cercanas comunidades rurales de la provincia de Calca (figura 1). Las pacarinas, accidentes geográficos sagrados considerados como lugares de origen de los linajes andinos, también se veneran, entre otras cosas, "como "residencia" de esta diosa y/o del animal que la simboliza" (Mariscotti de Görlitz 1978: 75), lo que revela, una vez más, el fondo de naturalismo y animismo que permea la propia religiosidad quechua, y que inviste los númenes andinos de semblanzas materiales que son tangibles, evidentes, en fin, palpables, por estar hechas de naturaleza.
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Figura 1. Apachetas
erigidas en el abra Ipsayqasa (4.200 msnm), en el área territorial
de
la
comunidad wayrura de Patakancha (Cordillera Oriental distrito de
Ollantaytambo, septiembre de
2010).
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La mención a los animales constituye un último punto particularmente digno de atención, ya que hay algunas especies que priman sobre las demás porque se prestan excelentemente a actuar de símbolos figurativos de la Pachamama y compartir con ésta el dominio del ukhu pacha (el inframundo) y/o del kay pacha (este mundo). Primero entre todos está el sapo, cuya preeminencia simbólica se debe no sólo a que este animal se mueve entre el subsuelo y la superficie terrestre, sino sobre todo a que se vincula entrañablemente con la humedad de la tierra (Ortiz Rescaniere 1992: 192), pues su presencia es índice de buena fertilidad de la misma. Así, en el imaginario cosmológico de los wayruros del Cusco, este animal se considera como hijo de la Pachamama y, como tal, propiciador de una buena producción agrícola:
Mariscotti de Görlitz señala también la relevancia simbólica que tienen la serpiente y el perro, animales cuya analogía con la tierra, y, por ende, con la Pachamama, se explica en virtud de las facultades de regeneración cíclica que tiene el primero, y de la relación con el significado emblemático de la muerte que tiene el segundo (Mariscotti de Görlitz 1978: 33). Así, queda establecida una simbiosis dialéctica entre la naturaleza y seres específicos que moran en ella: en este caso, es el papel ordinario que unas cuantas especies animales desempeñan en sus hábitats materiales lo que constituye motivo armónico y suficiente para que se traduzca en términos religiosos lo que es estrictamente natural. Y por cierto, las dimensiones simbólico-figurativas que surgen de consecuencia están destinadas a descifrar visualmente el sentido ontológico de esta simbiosis.
Conclusiones
Notas
1. Con el adjetivo material se designa aquí lo que posee dimensiones materiales, esto es, determinadas condiciones que lo constituyen en su materialidad: extensión en el espacio y duración en el tiempo, entre otras. En este sentido, se puede asociar entonces lo material con lo natural en tanto que el primero es una propiedad constitutiva del segundo, aunque no la única, pues también es cierto que "en el conocimiento sensible se da una cierta inmaterialidad que pertenece, no obstante, al nivel natural" (Artigas 2008: 47). Ese concepto de inmaterialidad se encuentra detenidamente detallado, desde una óptica eminentemente religiosa, en la teoría animista de Tylor (1981) y en el análisis que Lowie (1976) avanza acerca de la misma.
2. A este respecto, Durkheim (1993: 134-158) analiza detenidamente la óptica naturalista en la antropología del siglo XIX, sobre todo en relación a las investigaciones del filólogo Max Müller.
3. Esto es, la complejidad, aparentemente irracional, de sueños y visiones en los que se cree tomaría vida "un mundo de espíritus inquietantes que se mueven con autonomía (...) que aparecen y desaparecen, que se desplazan, etc." (Puente Ojea y Careaga 2005: 33).
4. "Mi opinión personal es la de que solamente los sueños y las visiones podían haber suscitado en la mente de los hombres una idea como la de que las almas son imágenes etéreas de los cuerpos" (Tylor 1981: 49).
5. Así explica van der Leeuw la noción de poder: "lo primero que podemos decir acerca del objeto de la religión es que es lo otro, lo extraño (...) este objeto está fuera de lo habitual. Esto se desprende del poder que desarrolla" (van der Leeuw 1964: 13).
6. El término figura del que Van der Leeuw se vale es equivalente al de forma empleado por Tylor.
7. "Afirmar que las entidades naturales poseen un dinamismo propio equivale a afirmar que no son sujetos meramente pasivos (...), sino que poseen una actividad propia, un dinamismo interno que (...) se manifiesta en todos los ámbitos de la naturaleza: es patente en los vivientes, los astros, los fenómenos atmosféricos, el aire, el agua, e incluso en la Tierra" (Artigas 2008: 40).
8. Para los quechuas, el término missa posee varios significados, "que se aplican de acuerdo con el contexto en el que se les utiliza" (Flores Ochoa 1998: 110). En su diccionario quechua de la época colonial, González Holguin proporciona las definiciones de "Missa. Qualquier cosa de dos colores" y "Missa sara. Mays de dos colores" (González Holguin 1989: 237). Como bien afirma el propio Flores Ochoa, la referencia a los dos colores atañe "al aspecto físico visible, que muestra de manera objetiva la relación armónica de dos mitades diferenciadas" (Flores Ochoa 1998: 110), las así llamadas yanantin, por las que se perpetúa el tradicional principio andino de oposición complementaria.
9. También se definen enqaychu las piedras bezoares que se suelen hallar en las vísceras de los camélidos andinos, sobre todo de llamas y alpacas, y que se cree que tienen poderes curativos.
10. En su artículo titulado La alpaca en el mito y el ritual, David y Rosalinda Gow (1975: 141 y ss.) explican de forma impecable la relación práctica y simbólica que existe entre los rebaños (sobre todo los de alpaca), las aguas de altura y los Apus.
11. En calidad de dueños de las plantas medicinales que brotan de sus laderas, los Apus están íntimamente ligados al campo de la salud humana, con lo cual es invocando su ayuda como el chamán puede contrastar las enfermedades y asegurar las curaciones físicas.
12. Con ese nombre genérico se define, en los Andes, la figura del "curandero profesional" (Cusihuamán 2001: 76).
13. Existe una "estrecha correlación entre la elevación de las montañas y la jerarquía de los espíritus que la habitan" (Núñez del Prado 1970: 71).
14. En cuanto a las críticas y los análisis etimológicos que, ya desde la época colonial, se han venido abordando en torno a la voz Pachamama, resultan ser de gran interés y bien detalladas las consideraciones que Mariscotti de Görlitz (1978: 25-31) avanza al respecto.
15. El antropólogo peruano menciona el apelativo Juana Puyka pero también el de Mama-Puyka.
16. "Su hábitat son las entrañas de la tierra y su vigencia no tiene límites de circunscripción territorial, con excepción de las lagunas y del mar, sitios en los que no se encuentra" (Núñez del Prado 1970: 73).
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