Gazeta de Antropología
Nº 3 · 1984 · Artículo 05 · http://hdl.handle.net/10481/13796
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Protagonistas sociales en la arquitectura religiosa contemporánea
Social players in contemporary religious architecture

Juan Manuel Gómez Segade
Universidad de Granada.


RESUMEN
El estilo de la construcción de los nuevos templos ha ido evolucionando hacia la adopción de unas pautas en las que los artistas se han ido alejando cada vez más de la mentalidad de la institución eclesiástica y también del pueblo creyente. Se diría que la comunidad creyente no tiene nada que decir a la hora de construir su iglesia.

ABSTRACT
The construction style of new temples has been evolving toward the adoption of rules which are constantly moving away from Eclesiastical traditions and the religious population. It could be said that the believing community doesn't have anything to say when building its church.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
arquitectura religiosa | arte sacro | iglesia | religious architecture | sacred art | temple



«Para cualquier consideración primaria de la obra de arte, es preciso tener presente dos aspectos que contribuyen en su conjunto a delimitar sus características como fenómeno social: el artista y el público. El artista como hombre y como tal perteneciente a un momento y a una sociedad determinados, y dentro de ella trabajando para un grupo social concreto. El público, en una doble y fundamental distinción como grupo, restringido o amplio, pero concreto, para el que se hizo la obra en un momento preciso y también desde el punto de vista de la proyección de esta obra en la sociedad posterior (...), tanto como testimonio del pasado, como en función del análisis de la evolución valorativa que podemos ir siguiendo a través del tiempo y, singularmente, en atención a nuestro presente. Realmente es difícil precisar hasta qué punto la obra de arte es fruto de una valoración estrictamente personal.»
                                                                                        José Mª Azcárate y Ristory (1)

En el complejo mundo de relaciones existente entre el arte y la sociedad, es primordial la consideración del papel reservado al artista en el medio donde trabaja. La arquitectura religiosa, además de ser un «fenómeno social» como cualquier otro tipo de arquitectura, tiene que ver con otra «sociedad», la eclesiástica, y con el mundo de las significaciones religiosas, difuso en el correspondiente medio cultural.

El profesor Azcárate señala tres posibles posturas del artista en relación con la sociedad: la del servilismo manierista, por necesidad económica (su obra es signo inmediato de la moda), el manierismo abnegado que sigue fielmente las instancias sociales como incentivo para su creación, o como pretexto de critica por medio de su arte, y la del artista independiente, totalmente disociado de los problemas contemporáneos, ya sea por incapacidad de adaptación, ya por rebeldía y desacuerdo total con la sociedad de su tiempo. No obstante, en todos los casos, por afirmación, negación o indiferencia, la huella social será rastreable, y el artista dependerá en cierta forma del público (2).

Gaya Nuño considera de modo especial la servidumbre a la que ha sido obligada la pintura en determinados estratos altos de la sociedad, como tapadera de las frustraciones que sufre la clientela del artista (3). La Iglesia es uno de esos clientes que, como se verá de inmediato, ha instrumentalizado al artista para sus propios fines, no siempre religiosos en sentido estricto (v. gr. el Barroco como «arte contrarreformista»).

En el caso de la arquitectura, definida primariamente por una «función» y capaz de grandes influencias en la sociedad por la incidencia pública de la imagen, el artista no sólo es «manipulado» y esclavizado por los requerimientos del encargo, sino que en ocasiones ha sido reprimido y arrinconado por la sociedad, cuando la intencionalidad creadora ha intentado superar algunos «intereses» del medio (v. gr. en el urbanismo contemporáneo) que han chocado con la voluntad de los «interesados» (4).

No obstante, al artista siempre le queda un rescoldo de autonomía: puede renunciar a un encargo concreto, y siempre procurará obedecer a criterios estrictamente artísticos, proyectando sus sentimientos y su subjetividad con toda la fuerza de que es capaz (5). «El hombre creador -dice Udo Kultermann- es en este sentido el verdadero constructor del mundo perceptible para el ser humano. Es quien suministra los ojos, los oídos, los órganos del tacto, que pueden captar la sustancia de la realidad en la que se hallan lo físico y lo psíquico indisolublemente unidos. Esta forma específica de modificación del mundo por medio del artista goza precisamente hoy de especial consideración. Desde que se produjo la revolución por medio de la máquina y desde los procesos de trabajo automatizado, el artista está llamado en un grado mayor que antes a transformar también esta naturaleza ampliada, para que el hombre no perezca en medio de una técnica que se ha hecho prepotente. Lo repetimos: constituye un error interpretar el arte como una copia del mundo actual. Lo que ocurre es lo contrario, las conquistas técnicas de nuestro tiempo, el desarrollo de los cohetes, la navegación por el espacio, el cerebro electrónico y la televisión son consecuencias de la labor de hombres creadores que vivieron y trabajaron hace más de cincuenta años» (6). Esta es la tesis varias veces formulada por U. Kultermann, para quien «no puede negarse que el artista ejerce con su obra una influencia real en la vida y comportamiento de todas las personas» (7).

Juan José Martín González, en un curso de la Universidad Menéndez Pelayo de Santander (1968), analizaba la realidad del artista en el pasado y el presente, incidiendo sobre las relaciones entre el creador y el cliente que encarga la obra de arte; y si en el pasado había sido «leal servidor de la sociedad de su tiempo» y no había «nada mejor que su arte para definir muchos caracteres de la época en que vivió», en la actualidad «se ha consumado la ruptura con lo racional y lo lógico. El artista se siente solitario. Un feroz individualismo lanza a cada artista por una senda propia, muchas veces, sin saber adónde va. Esta es la tragedia del hombre moderno, bien expresada en la obra del artista» (8). Martín González dice que contra la estandarización, los artistas actuales cargan las tintas sobre sus propios méritos, con petulante orgullo (9). De todas formas, también ello es un espejo de la sociedad, aunque no tan inmediato como algunas obras de arte de otros tiempos. Sin embargo, se experimenta una masiva inhibición de los artistas sobre temas religiosos, que únicamente obedecen ya a encargos concretos, encontrándose pocos artistas que conecten o estén enterados de las coordenadas por las que se guía la religiosidad actual. Pasa en arquitectura, y en las demás artes plásticas. De ahí que el control eclesial y la «orientación», al menos teológica, sea imprescindible, pues resulta difícil admitir una influencia de quien no conoce el medio al que se dirige su obra.

Aun así, hay que tener en cuenta que sólo tras algún tiempo, la imagen creada por el arte forma parte de la existencia individual, de acuerdo con el principio de Schwarz: «El individuo nace en la población que ya existía antes que él. Pero, lentamente, esa población se va convirtiendo en su patria, su país natal, un lugar vívido y lleno de recuerdos, calles y plazas se vuelven recuerdos, tiempo y espacio se convierten en la historia de su vida» (10). Si por el momento, donde existen iglesias antiguas, el «apego afectivo» se centra en ellas con preferencia, no podemos asegurar lo mismo de las próximas generaciones que, respetando lo más antiguo (el arte que para nosotros es contemporáneo será ya «pasado» para ellos), habrán integrado en su vida aquello que nosotros vemos ahora crecer sin claro sentido sin llegar a introducir del todo en nuestros esquemas y costumbres.

Según U. Kultermann, «todas las grandes obras de la arquitectura no son el resultado de la labor de un individuo, sino de una comunidad. Por lo tanto, las grandes construcciones de todos los tiempos son el distintivo de la humana convivencia. Con mayor intensidad que otro género artístico, la arquitectura depende del público. Debe existir una base social sobre la cual se encuentren tanto el arquitecto como las numerosas personas que han de realizar la obra, así como el dueño del edificio y los individuos de una comunidad. Todos ellos deben ser creadores en igual medida» (11).

Si nos ceñimos a la arquitectura religiosa, encontraremos distintos matices, según la fuente historiográfica o crítica consultada: los escritos de personas integradas en el sistema institucional de la Iglesia (sobre todo la católica) se esfuerzan por justificar las obras, con plena conciencia de las dificultades que comporta la acomodación dialéctica, pero en cualquier caso, salvan siempre la autoridad eclesiástica que hasta ahora ha tenido en todo la última palabra decisoria, y por tanto, también en las cuestiones referentes a la arquitectura eclesial. Este grupo supedita toda consideración técnica o artística a la doctrina, por retorcida que quede su argumentación.

Por el contrario, los autores que prescinden de esa autoridad eclesial y trabajan por su cuenta, ajenos a cualquier tipo de teología, expresan un juicio puramente técnico, y su visión depende de los criterios dominantes en la sociedad; pero no comprenden bien las razones de la Iglesia, porque prescinden de ella en su argumentación.

Mi postura personal es la de mantener la distancia entre ambos límites: no ignorar la postura eclesial, pero tener en cuenta otras instancias lógicas, a veces prioritarias, sin que ello signifique desestimar la influencia ideológica del magisterio eclesiástico. Por eso me parece útil preguntarse quién es el que realmente construye las iglesias, cuál es la ideología que les da forma, y hasta qué punto refleja el sentir mayoritario de la sociedad, en caso de que así debiera ser. ¿No será que la masa de creyentes acepta con total pasividad lo que las mentes pensantes que están «arriba» creen que es necesidad del pueblo? En otras palabras, ¿quién es el verdadero autor de la arquitectura sagrada de ayer y de hoy?

A este respecto fue significativo el gran número de intervenciones sobre la formación de los técnicos en arte y arquitectura sagrada que tuvieron lugar en el II Congreso Nacional de Arte Sacro de León (12). Ello indica la gran preocupación por promover, y a la vez por controlar, el desarrollo de esta importante actividad, cual es la construcción de templos. Luis Moya Blanco planteaba entonces tres etapas en la evolución de la arquitectura religiosa: la de los clérigos, la del pueblo cristiano, y la de los artistas; esta última corresponderla a nuestro tiempo (13), por las características de independencia y autonomía creadora que le concede al diseñador actual, incluido el terreno de las iglesias. Fray J. M. de Aguilar afirmaba, sin embargo, que la creación de un estilo, al igual que en el pasado, tenía que ser «fruto de un ambiente» (14).

¿Pero se puede decir con verdad que las iglesias «significativas» de nuestra época reproducen la fe de los creyentes contemporáneos? Al menos, en la edad media, la mano de obra requerida era más numerosa y tenía funciones diversificadas; en la actualidad, hasta los obreros que intervienen en una obra son pocos, no llegándose a enterar ni siquiera de lo que están haciendo, pues cumplen órdenes de rutina, y sus faenas se reducen a manipular los materiales o las máquinas, sin ninguna iniciativa creadora en su trabajo. El público que acude a «su parroquia» no ha tenido arte ni parte en la construcción del templo, mientras que en las iglesias medievales, pueblos y ciudades enteras vivían durante décadas de la construcción de su catedral o iglesia mayor: de una forma u otra la daban a luz con su trabajo o sus aportaciones artesanales y artísticas. La identificación, pues, con ese espacio, ya desde su construcción, es nula por parte del público beneficiario de los servicios cultuales.

Ante tal factor humano, todo lo que se predique de «corresponsabilidad», «participación», etc., son palabras huecas: el «deber ser» (la ekklesía) está muy por debajo del real y eficaz funcionamiento de todo el aparato, totalmente burocratizado, cuando no ajeno a la actividad eclesial. Por eso no debe ser minusvalorado este contexto de protagonismo personal, a la hora de juzgar la «significatividad» de un templo o su simbolismo social. Si esto es así, la arquitectura religiosa es, como cualquier otra obra de arte, el resultado de la imaginación (a lo más, algo asesorada) de un artista creador, o de un arquitecto, preocupado prioritariamente de problemas técnicos: ¿Tiene esto sentido? Si tan importante es en el cuerpo de la iglesia el ambiente cultual, hasta el punto de que casi define su ser, ¿cómo es que la comunidad de los creyentes tiene tan poco que decir?



Notas

(1) J. Mª Azcárate: «Arte y sociedad», en Tercer programa, RNE, Madrid, 1968: 13-14.

(2) Cfr. ibídem, págs. 115-120.

(3) Cfr. J. A. Gaya Nuño: «Expresión social de la pintura», en Tercer programa, Santander, 1969: 172-175.

(4) Cfr. U. Kultermann: La arquitectura contemporánea. Barcelona, Labor, 1969: 252-253.

(5) Cfr. C. Rodríguez Aguilera: «La escultura como expresión social», en Tercer programa Santander, 1969: 248; véase también I. Gimpel: Contra el arte y los artistas. Barcelona, Gedisa, 1979: 45-97.

(6) U. Kultermann: obr. cit., pág. 9.

(7) Ibídem, pág. 8.

(8) J. J. Martín González: «El artista en el pasado y en el presente», en Tercer programa, Santander, 1969: 116.

(9) Cfr. Ibídem, págs. 120-122.

(10) Cfr. Ch. Norberg.Schulz: Existencia, espacio y arquitectura. Barcelona, Blume, 1975: 38.

(11) U. Kultermann: obr. cit., pág. 251.

(12) Puede comprobarse por el nutrido elenco de comunicaciones dedicadas al asunto: F. Nares: «El arte sacro en el plan de estudios de las Escuelas de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos»; L. Alegre Núñez: «El arte sacro en el plan de estudios de las Escuelas Superiores de Bellas Artes»; V. D'Ors Pérez-Deix: «La enseñanza de la edificación religiosa en la Escuela de Arquitectura de Madrid»; F. Camprubí: «El arte sacro en el plan de estudios de los seminarios y casas religiosas de formación»; R. Mª Hornedo: «La enseñanza del arte en los seminarios»; J. M. Aguilar: «El arte sacro y la formación de los artistas»; C. Cuadra: «La experiencia de la liturgia en el artista»; E. G. Alomar: «El arte sacro y la formación de los artistas».

(13) Cfr. L. Moya: «La arquitectura al servicio de la comunidad cristiana», en Arte sacro y concilio Vaticano II. León, 1965: 87.

(14) Cfr. J. M. Aguilar: «Directrices y planteamientos», en Arte sacro y concilio Vaticano II. León, 1965: 43.




Publicado: 1984-11


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