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Algunos aspectos del
mesianismo en
la cultura
y en la religión popular los he tratado en otras ocasiones
(Gómez
García, 1988 y 1989). Fueron precisamente esos análisis
los
que me llevaron a entrever que el simbolismo mesiánico da mucho
juego más allá del lugar religioso que solemos
atribuirle,
de manera que se reencuentra, con distintas proyecciones, en facetas
tanto
periféricas como centrales de nuestras sociedades modernas. Y
esto
no sólo a pesar del proceso de secularización,
sino
incluso a través suya; es decir, sin que obste el hecho de que
la
ilustración y la industrialización vengan imponiendo una
normativa sociocultural emancipada de la tutela eclesiástica. Es
sabido que la secularización surgió históricamente
del desajuste entre el estado de creciente dominio económico y
político
de la burguesía con respecto a la situación
ideológica
de la iglesia, ligada a un antiguo régimen en declive. Los
filósofos
ilustrados generaron nuevos sistemas ideológicos y
éticos,
pero a menudo esas nuevas ideas no eran otra cosa que versiones
seculares
del mesianismo, aspirantes a sustituir al tradicional: formas diversas
de concebir y ejecutar la salvación del hombre.
Desde el punto de vista del análisis sociológico y simbólico del mesianismo, el proceso de secularización llega a resultar un tanto paradójico: Encarnando parcialmente ideales mesiánicos, las revoluciones liberales como más tarde las de signo socialista, coinciden en el empeño de privatizar la religión, cosa que podría contribuir a cegar una de las fuentes culturales más arraigadas de los ideales revolucionarios. La privatización apunta a confinar la fe, el cristianismo y la iglesia en el ámbito de la conciencia personal, mientras que en el dominio de la vida social y pública la instancia suprema estaría constituida por el poder político, el estado, que vendría a ocupar, de algún modo, el lugar de lo divino, fuente última de legitimación del valor y el sentido. En el mejor de los casos, se le reserva a la religión un puesto en el escenario del costumbrismo, tendiendo a folclorizar los símbolos cristianos; pero aun así es el «sentido» mesiánico -por críptico que se conservara- el que, a la larga, quedaría relegado; esto es: el sentido de comunidad o fraternidad frente a todo orden injusto e insolidario; el sentido del valor del individuo por encima de las instituciones sociales, uno y otras definidos por relación a Dios, con lo cual se funda una tensión constitutiva respecto a todo sistema establecido, abocando así a su transformación (cfr. Louis Dumont, 1983). Puesto que afirmar que solo Dios es absoluto significa que cualquier poder del mundo es relativo y por eso mismo no sacralizable. Por la vía de la llamada secularización se produce, por tanto, un salto a una especie de mesianismo, de proyecto social liberador, sin expresas referencias cristianas ni religiosas. Puede descubrirse, no obstante, que su estructura refleja, como proyectado en un espejo, lo que en otra parte he denominado «tetraedro soteriológico» (Gómez García, 1979, 443-445). Alude éste a un modelo que expresa gráficamente el sistema de correlaciones y oposiciones que se elucidan al analizar las semejanzas y diferencias entre diferentes modalidades empíricas de cristianismo (y de religión). De manera simplificada, el gráfico relaciona cuatro polos: La proyección como en un espejo, que he mencionado, forma otro tetraedro en simetría inversa a partir del polo de la religión estatal, que resulta punto de tangencia entre ambos tetraedros. Y es éste el punto de contacto porque se trata ya de una polaridad ambivalente, mitad «religiosa» y mitad «secular». Por el lado secular mira hacia otro ámbito, no religioso, en el que, sin embargo, reaparecen, en el espacio secular de la política, desmarcado del cristianismo, polarizaciones homólogas a las que se dan en el campo religioso, con una estructura perfectamente isomorfa: Al carácter mesiánico/popular le corresponde aquí la autonomía del poder popular, en el que pueden encajar tanto ciertos principios del revolucionarismo liberal como ciertas acciones populares (al estilo de las agitaciones campesinas andaluzas, historiadas por Juan Díaz del Moral), y en general los movimientos de la base no controlados por las instituciones. Lo místico encuentra su traducción en cierta mística del poder, o mejor en lo que cabe llamar el poder carismático, cuyo ejemplo más señalado, en la historia política, lo representaría el iluminismo de los caudillos militares que se sienten llamados a salvar a la patria, no sólo en contra de las aspiraciones populares sino por encima de las instituciones sociales y de la constitución del estado, haciendo ostentación de una anarquía sui géneris. El ángulo eclesiástico institucional, en fin, se proyecta en las instituciones sociales y políticas, que, sin ser estrictamente estatales, están regidas por una legalidad (democrática o no). Lo
mesiánico en el dominio
secular
de la política converge con las aspiraciones populares de
liberación,
como en el dominio religioso. En ambos casos hay relaciones similares
con
la institucionalidad, eclesiástica por un lado y de las
organizaciones
sociales por otro. Y en ambos casos se da un paralelismo en las
contingencias
probables con respecto a la ley del estado y a la mística o
anarquía
del carismático. Radicales y reaccionarios Por lo demás, esta que acabo de bosquejar no sería la única trasposición de la estructura mesiánica en un espacio fuera del catolicismo tradicional. Es posible descubrir otras réplicas del mismo fenómeno, que lo exteriorizan por intensificación y extremosidad, de manera sea radical o reaccionaria, y en direcciones dispares. Así, por ejemplo, ampliando el marco de la religión popular andaluza más allá de los confines de la iglesia católica, cierto reaccionarismo integrista de tipo eclesiástico conduce directamente el sectas como la del Palmar de Troya, caricatura de la iglesia institucional, con su papa Clemente rodeado de esperpénticas jerarquías. O bien un difuso resentimiento contra la iglesia oficial que los ha olvidado lleva a alguna gente de barrios marginales y pueblos hasta el salón del reino de los Testigos de Jehová -una iglesia propia-; y a algunas tribus gitanas a profesar el culto pentecostal de la iglesia de los Santos de los Ultimos Días. Una orientación ideológica contraria, pero conservando el armazón, la encontramos en grupos, sin duda muy minoritarios, cuyo radicalismo les hace formar comunas que, a veces, confiesan creencias milenaristas y hasta apocalípticas, reproduciendo una línea cristiana heterodoxa y situada al margen de toda iglesia (he recibido información sobre dos grupos de estas características, uno en la costa granadina y otro en Almería, gracias a mi colega José A. González Alcantud). Síntomas semejantes hallamos en otras personas que se convierten al Islam, concibiéndolo como religión liberadora para el pueblo andalusí. El ímpetu
místico, en
fin, que
hace acto de presencia en los radicalismos tanto de tendencia
eclesiástica
como de signo mesiánico, ofrece manifestaciones más puras
en casos de iluminados, de videntes y apariciones, o de
supuestos
prodigios que llegan a atraer a masas de gente. Estos fenómenos
saltan a la actualidad de tiempo en tiempo; algunos perduran un tiempo
o pasan de moda. No es raro que haya algo turbio detrás que
acabe
desvelándose el fraude: como ocurrió con las caras de
Bélmez, hace ya años, o más recientemente, en
Granada, con el episodio de la Virgen de las Lágrimas,
que
«lloraba sangre», pronto descalificado por el propio
arzobispo. Curanderos y bandoleros Una reiteración homóloga de la trama y de la polaridad mesiánica, ahora en el plano de la salud y la enfermedad y de la angustiosa incertidumbre ante el mañana, podemos encontrarla, proyectando desde el vértice desacralizador de la norma estatal, constituido aquí por la ciencia médica y psicológica, un triángulo de oposiciones compuesto por el curanderismo, la astrología y el ocultismo. Los tres se mueven ambiguamente entre lo profano y lo religioso o seudorreligioso. A diferencia del profesional de la medicina oficial y del psicólogo colegiado, que tecnifican cada vez más el cuidado de la salud, el curandero, llamado popularmente «santo» o «santa» (por ejemplo, el santo Custodio, de Granada), encarna a menudo la figura de un mesías popular. Dotados con especiales gracias y habilidades, y aplicando procedimientos de una sabiduría práctica, viven entregados a la curación de enfermedades y dolencias, a veces desahuciadas, alcanzando no raramente efectos portentosos (cfr. Michael Kenny, 1980). En polo opuesto al curanderismo y lejos de la aureola de respetuosa consideración popular que lo rodea, se encuentra el capítulo de la astrología, cartomancia, quiromancia, así como el pitonisismo barato de los horóscopos (tan en boga hasta en la prensa seria de hoy). Estos menesteres parecen obra más bien de una dudosa clerecía, a veces pícara, a veces instalada, cuya autenticidad queda siempre en tela de juicio. Más allá de la ciencia y más acá de la virtud, se mueven en el terreno de lo azaroso, susceptible de todas las conjeturas. El ocultismo, por último, tiene cierta afinidad con la mística; pero la transforma a ésta en magia, en hechicería, en brujería incluso, en magia negra. Tiende a conectar con poderes escondidos, naturales o sobrenaturales, y a manipularlos en provecho propio y, en casos extremos, en daño ajeno. No comunica salud, sino una morbosidad que se nutre de la evocación de los difuntos y de la muerte. Por su propia naturaleza, resulta menos visible socialmente, pero sería ingenuo creer que no tiene incidencia entre nosotros. Sucesos como el de un parricidio ritual, acaecido en Córdoba, en 1986, demuestran que aun la más aberrante práctica puede hacer acto de presencia en la sociedad secular. Otra transposición más de mismo armazón de relaciones nos permite entrever mejor cómo funcionan, en torno al eje del reparto social de la propiedad, cuatro estereotipos de la tradición andaluza del último siglo, como son el bandolero, el señorito, el guardia civil y el gitano. No hay por qué esperar correspondencias exactas del contenido, ya que las connotaciones de cada polo pueden variar completamente tan pronto como nos trasladamos de un eje a otro, o de un plano a otro. Lo invariante se reduce ciertas relaciones de oposición que articulan alguna modalidad de actuación salvífica, de carácter popular, enfrentada a las instituciones estatales o sociales y distante del desentendimiento de dichas instituciones. Así,
famosos bandoleros de
Despeñaperros,
de Sierra Morena, de la Serranía de Ronda, o de la
campiña
sevillana, como los castizos Diego Corrientes y José
María
el Tempranillo, constituían una especie de trasunto del
mesías,
cuyo valor y rebeldía contra la injusticia idealizaba la leyenda
popular, que propalaba cómo el bandido generoso roba a los
ricos
para dárselo a los pobres (en cualquier caso hay una
relación
entre el bandolerismo andaluz y la lucha social, según demuestra
C. Bernaldo de Quirós, 1933, cap. XVIII). En efecto, es real la
figura del bandolero que asaltaba carruajes o haciendas de los señoritos
terratenientes, quienes mandaban en su persecución a la guardia
civil, instituto armado, mantenedor de aquel régimen de
latifundios
generador de hambre para los jornaleros. Prácticamente al margen
de esa sociedad paya, marginado y atenazado por ella, se
sitúa
el gitano, que organiza su vida a su manera, obedeciendo a su propia
mística
(costumbres y leyes no escritas). El bandolero hace frente a los
guardias,
y casi siempre cae violentamente muerto o es preso y ajusticiado. El
gitano,
en cambio, huye como del diablo; mientras que la guardia civil reprime
a ambos, en nombre de la ley y el orden, o lo que viene a ser lo mismo,
en defensa de los intereses de los propietarios de fincas. Extravío del pensamiento mesiánico Entre las proyecciones o difracciones de la idea mesiánica, que acabo de ilustrar, me parece que la del secularismo político es incuestionablemente la que ha llegado a cobrar mayor fuerza como alternativa a la función de la religión en la sociedad contemporánea (la función de ser fuente de sentido y valor, integrar la totalidad social, indicar la vía de progreso y salvación...). Al extenderse el pluralismo ideológico y la libertad religiosa, se diría que sólo parece quedar incólume el mito agnóstico del estado (como estado del bienestar, o como estado socialista, figuras por igual de la madre protectora e indisociablemente castrativa), mientras se yerguen nuevas utopías políticas, ecologistas, pacifistas, diferencialistas: Nuevas réplicas, reediciones o avatares del mesianismo, en clave generalmente no confesional. La insistencia con que reaparece lo mesiánico da indicio de su eficacia simbólica y de su efectividad social. Parecería inexcusable. Quizá, más allá de todas las variaciones sobre el tema, en las antípodas de cualquier mesianismo, sólo quepa el nihilismo, en cuanto actitud de descreencia en todo sentido de la vida, desesperanza de cualquier liberación. El nihilista predica que no hay salvación verdadera en parte alguna, ni fuera ni dentro de la condición humana; nos exhorta a aceptar la ausencia de sentido y a asumir la vida como ineluctable tragedia. Sin embargo, pese a ser la inversión más radical de la posición mesiánica, el nihilismo alcanza a veces resonancias tan grandiosas como los grandes relatos soteriológicos. ¿O acaso Zaratustra nos llama también a la salvación? Según se puede desprender de los análisis apuntados más arriba, la simbólica mesiánica opera y reaparece en muy diferentes planos de la religión popular e incluso en la vida social en general. Para comprender de qué se trata, no habrá que remitirse a una aspiración ubicua del corazón humano, sino a un modo de operar común, es decir, a determinado dispositivo del pensamiento espontáneo, que entra en acción. Consiste, en el fondo, en un conjunto de reglas destinado a hacer superables situaciones humanas de gran tensión, conflicto o peligro, vividas como casi fatalmente inevitables y a la vez como insoportables. El personaje mesiánico y sus seguidores suscitan una alternativa y franquean el paso hacia ella. Una religión mesiánica aporta una dotación de sentido, presentando como valor supremo un horizonte de salvación, en el que creer, que llama a transformar la sociedad injusta para hacer realidad, ya aquí, el reinado de Dios. Desde esta fe, la vida tiene sentido en la medida en que anticipa los valores del reino mesiánico, es decir, en cuanto crea socialmente relaciones de justicia, de libertad, de verdad y amor. La operatividad de la simbólica mesiánica podrá ser real, o sólo simbólica o imaginaria, pero en cualquier hipótesis plantea la axialidad muerte/vida, que acota el campo semántico del mesianismo, y que, por ser polisémica, también lo multiplica -como he ejemplificado- en diferentes planos y acepciones. En definitiva, de alguna manera, siempre entra en juego un mecanismo que define una posición de salvación frente a otras posiciones que la amenazan o evaden; elabora una estrategia que pone a salvo de tal o cual figura de muerte, sea parcial o total, corporal o espiritual, eterna o temporal. Semejante versatilidad se traduce en una enorme variabilidad concreta en la significación social de un movimiento mesiánico. y lo mismo cabe decir con respecto a las transformaciones históricas del cristianismo en el seno de la religión popular. Con el mismo mecanismo se llevan a cabo, según hemos tenido ocasión de comprobar, diversas operaciones con implicación semántica: aplicación, sustitución, traslación, rotación, inversión (cfr. Lévi-Strauss, 1985, 264). Subsiguientemente, el significado resultante es otro. En efecto, si pasamos revista a los componentes del mesianismo, comparando los orígenes del cristianismo con sus notas dominantes hoy en la religión popular andaluza, encontramos cuatro profundas diferencias, referidas a los componentes esenciales del mesianismo. La situación crítica que suscitó el mesías Jesús de Nazaret era la alienación social y humana, integral, indisolublemente económica, política y religiosa. En la religión popular, los contextos que hacen recurrir a la figura mesiánica vienen a restringirse -como muestra el estudio de muchas manifestaciones religiosas tradicionales arraigadas entre nosotros- a la situación individual de pecado o de enfermedad incurable, aunque incluyan también la necesidad de pertenencia o identidad colectiva, o el deseo de estar protegidos frente a amenazas de las fuerzas naturales, o la exigencia de dotar de sentido a una vida aparentemente absurda. En segundo lugar, el mesías Jesús era un personaje popular, ni sacerdote ni cargo político, que levantó un movimiento social y organizó un grupo de discípulos, dando origen con sus ideas y su práctica a un mesianismo pacífico. Mientras que, en la religión tradicional, la figura divinizada de Jesucristo es convertida en puro símbolo supremo, muy alejado de la problemática real de las capas populares de la sociedad. A veces, la mediación es suplida (si es que no suplantada) por otros personajes o personificaciones más cercanos, como pueden ser, en el terreno simbólico, el santo patrón, y principalmente la Virgen María, con sus innumerables advocaciones. Ocupando el puesto del mesías, suelen reclamar una adhesión menos comprometedora socialmente y más tranquilizadora para las conciencias; al tiempo que, en el terreno real, son más bien las grandes instituciones, la iglesia y el estado, las que, repartiéndose los papeles, dictan cuáles deben ser las prácticas «salvíficas» para la comunidad humana, por ajenas que resulten al mesianismo pacífico. En tercer lugar, en concordancia con la problemática que rodeó su nacimiento, la salvación en el cristianismo originario entrañaba un sentido integral, no dualista; estaba concebida como reinado de Dios que va transmutando la realidad de la vida en todas sus dimensiones y desde el momento presente. En el catolicismo popular, en cambio, quedan desdibujadas las liberaciones de la vida real y se trata fundamentalmente de la salvación del alma, la redención de los pecados, a fin de alcanzar la gloria del cielo, entendido como reino puramente trascendente y ultramundano, por más que en ocasiones centre su atención en una curación milagrosa, una protección o favor extraordinarios. En cuarto término, la acción de los discípulos de Jesús comenzó por una conversión personal, la creación de comunidades de creyentes, la difusión social de una idea y una práctica ética de vivir para los demás, para la causa mesiánica de los pobres, confrontándose al orden injusto, de tal manera que el verdadero culto a Dios no se realizaba mediante un rito sino en la vida real y concreta (véase este argumento en la Carta a los Hebreos). En contraste, observamos cómo, en la práctica religiosa popular, predomina el ritualismo, desde el bautizo de los reciennacidos y las primeras comuniones infantiles a las misas de precepto, las bodas y los funerales; y yendo más allá de lo oficial, en romerías, procesiones y devociones variopintas; pero siempre dejando bien sentado que el culto es una cosa y la vida cotidiana es otra bien distinta. La actividad salvífica se agota, así, en el plano simbólico, desdoblado de lo real como algo superpuesto y neutralizado. Así, la exigencia moral ignora cualquier cuestionamiento del sistema económico y político, que realmente es el que inspira la actuación social fáctica. Por todas estas diferencias, la efectividad social real oscila desde la confrontación con los valores/poderes establecidos (el caso del Jesús histórico), con el subsiguiente rechazo por parte del sistema, hasta la innegable adaptación de la religión popular a la función de legitimación del sistema dominante, tan interesado hoy en el esplendor de la religiosidad popular como en su control. Esas dos contrapuestas caracterizaciones del esquema mesiánico, que acabo de condensar, constituyen cada una un conjunto de rasgos correlativos, un sistema de relaciones coherente, del que se desprende una significación una significación dispar. Cualquier alteración de un rasgo arrastra otras, que pueden localizarse en diferentes ejes y planos, hasta llevar al pensamiento mesiánico a extraviarse del todo en la selva de los símbolos. No hay que añadir que los cambios de significado se traducen en alteraciones en la funcionalidad social. Finalmente, podría llegarse a la conclusión de que los distintos avatares del mesianismo y las figuras sustitutorias que ocupan el lugar del mesías, en tanto no abandonan el espacio del tetraedro soteriológico que los vincula al Mesías, preservan algo del simbolismo mesiánico y suponen desplazamientos, o transformaciones de tipo metonímico (la parte por el todo). Es decir, configuran, transfiguran y desfiguran el sentido del cristianismo, sin suprimirlo totalmente y, por tanto, conservando ciertas posibilidades de revitalización. Por el contrario, otros desplazamientos simbólicos que saltan fuera del espacio cristiano constituyen más bien reemplazamientos, o transformaciones en el eje de la metáfora (una cosa por otra), no permutación de elementos sino de un sistema completo por otro. Tal sería, por ejemplo, lo que acontece con ciertas posiciones nacionalistas extremas, que, en reacción contra el catolicismo «de los opresores», llegan a convertirse al Islam, sustituyendo una sacralidad por otra. Y es también lo que pasa con el secularismo consecuente: se reemplaza el marco último de dotación de sentido, y en el nuevo marco se reinterpreta el hecho de la tradición religiosa popular, confiriéndole un significado y una función que les son básicamente ajenos. Como escribió el teólogo malagueño José Mª González Ruiz, se está dando en nuestro tiempo una «hábil secularización de la religiosidad popular», que -añadiría yo- discurre por los cauces de un proceso de folclorización: Los significados originarios de los símbolos e imágenes (de la semana santa, de los patronos, etc.) van esfumándose; los significantes quedan englobados en un ritual popular que los neutraliza ética y políticamente, haciendo derivar su significación hasta el punto de invertirla; y, en fin, contextualizada la tradición popular en las coordenadas seculares que la catalogan como espectáculo, en el que económicamente se invierte dinero y del que se obtiene rentabilidad económica pero sobre todo política, culmina la reducción folclórica: De la religión popular ya no interesa otra dialéctica con la realidad que la del divertimiento vacacional, ni de ella subsiste otro sentido que el de emblema esclerotizado de una peculiar identidad cultural (como si del espíritu santo hiciéramos un palomo disecado para adornar el patio de vecinos). El pensamiento popular, como en todas las latitudes también en nuestra tierra, ha recorrido un largo camino, trabajando intensamente con sus símbolos religiosos y cristianos, bajo tutelas e inspiraciones nunca del todo eliminadas. En cierto modo, cabe decir, su obra de conjunto, en traducciones sin duda ambiguas, en plasmaciones a veces conmovedoramente bellas, ha consistido en esconder al Mesías, tal vez como mecanismo de defensa, por los mismos motivos por los que el pueblo suele reprimir o sublimar, pero no cumplir, sus ansias de liberación. En cualquier caso subyace un trabajo tenaz del pensamiento salvaje tejiendo imaginativamente entre la realidad y lo posible. En
coherencia con lo que voy
exponiendo, mi
punto de vista se distancia de toda concepción afectiva
de
la religión popular y sus ritos, tanto como de toda
concepción naturalista.
Ambas han tenido defensores entre los autores más ilustrados, y
de ambas se encuentra algún reflejo en antropólogos
actuales,
por ejemplo, en la interpretación de la semana santa que hace
Isidoro
Moreno (1985, 168-176). En su análisis de La
significación
de la semana santa sevillana distingue tres niveles: El primero es
la rememoración imaginera de hechos históricos centrales
para la religión cristiana. El segundo refiere a las funciones
sociales
de las cofradías, entre las que hay que destacar la de encarnar
simbólicamente identidades colectivas sectoriales y, por encima
de eso, la identificación con el hombre Jesús sufriente
por
parte del pueblo andaluz sometido a la dependencia y la
opresión.
Y el tercer nivel, del que afirma que es «el más
profundo»,
es el ser la gran fiesta de primavera, cuya clave radica en el
fenómeno
natural del renovarse la vida. Además, la considera
«fiesta
total», «fiesta para la emoción y el sentimiento,
mucho
más que para el intelecto» (p. 175). Y un poco más
adelante, en la misma página, escribe: «Derroche y exceso
de emociones, de vivencias, de sensaciones estéticas (...) que
tiene,
por encima de todo, significaciones propias, irreductibles a la
'racionalidad'
que mide cualquier actividad o cualquier hecho exclusivamente por su
eficacia».
La descripción vale. Pero, al repensar la afirmación de
que lo
más profundo y lo que está por encima de todo
es de orden irracional (como si un empuje primaveral,
fisiológico
o emocional fuera la clave explicativa de la fiesta), surgen en seguida
objeciones a esa interpretación. Uno se pregunta de dónde
deriva esa exaltación de emociones que se vive, dado que el
sentimiento
no es un dato originario que se explique por sí mismo o algo
carente
de causa. Habría que responder con otro tipo de
interpretación,
según el cual la emoción vivida no se sigue tanto de la
primavera que la sangre altera, sino que se debe, aparte de a la
euforia
del cuerpo, al cumplimiento de ciertas exigencias mentales, a la
resolución
real o simbólica de la antinomia lógica entre muerte y
vida
(que implica mucho más que la dialéctica entre la muerte
y la vida de la naturaleza biológica); se debe a la
superación
estética de las escisiones y conflictos sociales producida
ritualmente
en la fiesta... Es la acción del pensamiento simbólico la
que induce los ecos emocionales. Esto supone que al intelecto le
pertenece
no sólo la racionalidad conceptual y utilitaria, sino igualmente
el pensar simbólico con la lógica que le es propia. Y es
que, como demuestra Lévi-Strauss a propósito del
totemismo
o de la mitología, el pensamiento simbólico no debe verse
como reflejo de necesidades naturales e instintivas, pues procede como
un pensamiento «desinteresado» e «intelectual».
A través suya, primitivos y modernos actúan
«movidos
por una necesidad o deseo de comprender el mundo que los circunda, su
naturaleza
y la sociedad en que viven» (necesidad de dar sentido), y
«responden
a este objetivo por medios intelectuales» (cfr.
Lévi-Strauss,
1978, 36-37). En definitiva, la frase de I. Moreno «fiesta para
la
emoción y el sentimiento, mucho más que para el
intelecto»,
para que nos aclarara un poco más, cabría reformularla
diciendo
que hay fiesta para la emoción y el sentimiento precisamente
porque
al mismo tiempo (en el orden del proceso real) y antes (en el orden
explicativo)
la fiesta satisface al intelecto, en su forma de pensamiento
simbólico,
a través los múltiples códigos celebrativos. El entorno práctico Al rastrear la estructura y los significados de la religión popular, se constatan las mutaciones que en ella ha sufrido el mesianismo. Sus códigos simbólicos van variando los mensajes que emiten socialmente. Ahora habría que complementar el análisis de la estructura interna del mesianismo con el de su interacción con otros niveles estructurales integrantes del sistema social: lo que Marvin Harris ha denominado el «entorno práctico» (las condiciones tecnoeconómicas y sociopolíticas que presionan sobre las estructuras simbólicas, imponiendo como necesidad práctica su modificación). Así, la inteligibilidad ya obtenida se iluminará algo más, como estereoscópicamente, evocando la estrategia explicativa del determinismo infraestructural. A mi modo de ver, sin embargo, no habría que pensar que las infraestructuras generan la ideología y los universos simbólicos, sino más bien que éstos, siguiendo su propia lógica, se reproducen y engendran sin cesar variaciones; y sólo en un segundo momento (al modo de la teoría biológica de la selección natural) entra en juego el entorno social, político, económico y tecnológico, seleccionando positivamente, en nuestro caso, unas u otras variantes de creencias, valores y ritos de la religión popular, o bien negativamente eliminando algunas de ellas. De ahí que las variantes que sobreviven sea porque, directa o indirectamente, contribuyen a la adaptación social. De este modo, la simbólica mesiánica ha sobrevivido adaptándose a los tiempos. De sus mutaciones en la religión popular, sometidas a la presión selectiva de las condiciones más duras dentro del proceso social, quedan (si se me permite decirlo así) tres subespecies. Cada una de ellas guarda un tipo particular de relación con el entorno. En cada uno de los casos se comprueba cómo la práctica simbólica se halla siempre referida a la práctica empírica, lo que supone alguna correspondencia, pero raramente será la del reflejo exacto. La religión proporciona un marco (simbólico) de sentido y valor, que en el mesianismo es de índole soteriológica, y cuya correspondencia adaptativa a la situación (empírica) de poder político y económico resulta pluriforme: A) Una codificación del valor mesiánico puede en sí misma representar un orden diferente al de los valores que regulan la vida social real; pero si el mensaje se confina en un plano dual, que no interpele la realidad fáctica, entonces lo que ocurre es que la complementa. Al trasladar completamente la consumación del sentido, por vía simbólica, al ámbito ritual, a la devoción privada, etc., sirve de compensación que satisface las aspiraciones liberadoras sólo imaginariamente. El orden injusto queda de hecho reforzado y legitimado, y este orden a su vez selecciona positivamente esa formulación del mensaje. B) Otra codificación mesiánica que en sí misma represente también una alternativa, pero transferida a un plano desdoblado de lo real, puede, no obstante, conectar con la problemática social o política, a través de algunos conductos (partidos confesionales, campañas contra la regulación legal del divorcio o del aborto...). De manera que constituye un contrapunto al orden establecido, de índole fragmentaria o incidental, tendente a pequeñas reformas y por lo común a la conservación y legitimación del sistema. En este caso, tienen cabida formas de cristianismo más variadas y adaptables a nuestra época, pero con la tajante exclusión de las que lleven signo revolucionario. C) Un tercer tipo de codificación del culto mesiánico lo conecta y confronta abiertamente con la problemática práctica real, hasta tal punto que el sistema, cuyas iniquidades no tiene más remedio que denunciar, reacciona frente a la alternativa simbólica como ante la contradicción que supone para los valores socialmente realizados. Pues aquí la práctica simbólica no sólo atenta contra la simbólica del poder opresor, sino que propicia prácticas sociales salvíficas/liberadoras que lo van socavando. La presión de selección dominante reprimirá sistemáticamente esta variante del cristianismo, que tropezará con las mayores dificultades para su difusión. A pesar de todo, hay contextos de la sociedad industrial donde el mesianismo cristiano presta sus símbolos religiosos al afán de libertades, de reforma agraria, de lucha por la justicia y la paz. Así lo sostiene Alfredo Fierro, refiriéndose a los últimos años de la dictadura del general Franco y a los de la transición política posterior. El citado autor atribuye esa activación mesiánica (luego seguida de un retorno eclesiástico) a la falta de otras vías de expresión social, por lo cual «el proyecto mesiánico puede llegar a verse desprovisto de contenido en una sociedad democrática» (Fierro, 1982, 373-374); de modo que «el mesianismo, como religión de salvación colectiva y terrestre, constituye un excelente proyecto para tiempos de impotencia, de humillación y de protesta, pero resulta escasamente eficaz en cuanto (...) hace falta elaborar modelos concretos de sociedad y desarrollar las prácticas efectivas capaces de hacerlos realidad» (pág. 375). En suma, las prácticas mesiánicas se hacen «superfluas» -en palabras de Fierro- cuando llegan las libertades políticas. Es cierto que, al disminuir la tensión social, decrece la tensión mesiánica, o adopta otro ritmo. En cuanto esquema del pensamiento popular, ora se activa, ora se virtualiza, según el contexto y las aspiraciones sociales. Pero afirmar que las prácticas mesiánicas se han vuelto superfluas (es lo mismo que piensan siempre las instituciones dominantes) equivale a obnubilar la conciencia de la crisis social y de los problemas globales de la humanidad y de la condición humana en nuestro tiempo. La cuestión, más bien, habría que enfocarla desde el ángulo del robustecimiento del sistema establecido bajo el nombre de «sociedad democrática» (que evidentemente no es el reino de Dios realizado, ni se le parece), sistema que hace aumentar la presión de selección negativa en torno a los planteamientos del mesianismo. Por lo demás, no está bien fundado que sea un criterio pragmático (las «prácticas efectivas») el que deje desfasado el «excelente proyecto» mesiánico, puesto que éste lo que aporta específicamente es un criterio de valor, esto es, el marco de prácticas simbólicas capaces de discernir críticamente, proféticamente, acerca de las prácticas y estructuras efectivas. Si la realidad es que las contradicciones globales y de fondo persisten, el verdadero dilema estriba en saber en qué dirección las elaborará el pensar mesiánico y qué margen de acción le cabe. La simbolización mesiánica puede limitarse a expresar sustitutoriamente la transformación que no llega (por ejemplo, cuando crece el desinterés por los partidos políticos y sindicatos a la vez que aumenta la afiliación a cofradías de semana santa, como viene ocurriendo en los últimos años); pero si la transformación ha de gestarse, necesitará la mediación de esos valores, que, aunque sea exiliándose al ámbito secular, contribuyen siempre a articularla. Por consiguiente, resulta falto de coherencia el comportamiento habitual de ciertos sectores y organizaciones «progresistas» o «revolucionarias» con respecto a la religión popular, cuando, una vez que llegan al poder, o bien deciden mantener el sentido religioso en sus formas más arcaicamente «tradicionales», manipulándolas cuanto pueden para garantizar el nuevo orden, o bien pretenden desviar los ritos, vaciados de sentido mesiánico, hacia el consumo masivo, en plan de costumbrismo folclórico: Dos vías muertas con vistas a la transformación social. Los desarrollos tecnológicos, económicos y políticos de la sociedad industrial han modernizado ostensiblemente las prácticas sociales y populares. Las modificaciones prácticas han inducido -seleccionado- cambios de actitud y mentalidad, entre ellos cambios en la religiosidad (sobre todo de las generaciones más jóvenes) y en la religión institucional. Y sin embargo, da la impresión de que la religión popular, en sus manifestaciones no extinguidas, es lo que menos se ha modernizado, salvo en lo que toca a los movimientos y grupos comunitarios de base. Si indagamos la relación interestructural de las codificaciones simbólicas del cristianismo popular (los tipos A, B y C consignados más arriba) con la estructura de las clases sociales y del poder (cfr. Raúl Vidales, 1975, 32-33), se comprueba cómo efectivamente cada sector selecciona el tipo simbólico que mejor lo adapta al ecosistema social, en las relaciones efectivas que mantiene con él (aunque éstas le sean impuestas y contrarias a sus intereses, con lo que la religión complementa la alienación económica y sociopolítica). La clase totalmente dominada, sobre todo en el medio rural (en las grandes urbes, los emigrantes se han visto a menudo despojados de los símbolos religiosos tradicionales, o siguen vinculados a los del pueblo de origen), cuando carece de perspectivas de lucha y de posibilidades de ascensión social, utiliza el código cristiano según la modalidad «A», antes descrita: Una forma dualista, que lleva a interiorizar la situación de explotación y dominación soportada, y a vivir con resignación, proyectando al otro mundo las ansias de salvación. Esta misma funcionalidad cumplen, entre cierta gente, sectas como los testigos de Jehová, los pentecostales, los mormones, etc., puestas en el mercado simbólico generalmente por misioneros de Estados Unidos. Por su lado, la clase socialmente dominante favorece las formas de cristianismo que más directamente apoyan y justifican el orden establecido, y que así les sirven de instrumento ideológico para mejor ejercer el poder. Como en nuestra sociedad hay diversos sectores sociales e instituciones que se disputan el poder, por eso aquí cabe una variabilidad mayor de formas religiosas (como ya señalé al exponer la modalidad «B»), que pueden ser populares, o no (por ejemplo, se puede decir que la religiosidad del Opus Dei dista de ser popular); y se explica también que planteen contrapuntos más o menos polémicos frente a ese orden establecido, pero nunca un cuestionamiento radical. Variantes de esta gama pluralista son las que hoy dominan sociológicamente, incluyendo la religión popular más extendida en el medio urbano, donde en parte han sido sustituidas, minoritariamente, por otras confesiones religiosas y, en mayor medida, por ideologías laicas. Por último, la clase que suelen llamar ascendente, es decir, la que, con una fuerte inserción en la estructura tecnoeconómica, se compromete en la lucha por la transformación social, tiende a seleccionar un tipo de codificación cristiana más claramente mesiánica (modalidad «C»). En esto, los pobres y marginados secundarán a la clase ascendente, que de alguna manera representa a todas las clases oprimidas. Esta versión del cristianismo desenmascara el conflicto, desacraliza las jerarquías instituidas y afirma valores «universalistas», liberadores y populares, en contradicción con los valores dominantes y con la situación opresora en su totalidad. Las luchas contra todo sistema de dependencia e inhumanidad son las que crean el entorno práctico que requiere una nueva conciencia, a la que responde la simbólica mesiánica subyacente en la religión popular. En lugar suyo, como también se ha visto, la misma función puede hoy desempeñarla un mesianismo secularizado; éste, igual que el otro, al variar los contextos históricos, correrá idénticos riesgos de institucionalización e hibernación. En resumen, es coherente afirmar que, en el terreno práctico, la religión popular andaluza, con sus más relevantes manifestaciones, ha servido y sirve preferentemente a los valores (o lo que viene a ser lo mismo, a los intereses) de las clases dominantes, efectuando una traducción equívoca y casi irreconocible del mensaje mesiánico -no negado del todo, pero sí latente-. Ciertas evoluciones recientes sugieren que, a medida que se degrade en folclorismo, la religión popular morirá como religión, y no sólo en su sentido mesiánico, salvo que éste lograra revitalizar algunas formas religiosas tradicionales, abriendo paso a otras más en consonancia con las luchas y esperanzas de estos tiempos. Nuestro
mundo actual, ante una
problemática
internacional al parecer insoluble, por un lado, y ante la
previsión
de la inutilidad y el coste desproporcionado de la guerra ultramoderna,
capaz de aniquilar materialmente a la humanidad entera, sin duda
estará
más predispuesto a reconsiderar el proyecto anidado en la
simbólica
del mesías pacífico (sin esperar, para pensarlo, a la
premisa
práctica de la destrucción no ya de Jerusalén sino
del planeta Tierra). En esta tarea convergen hoy, a su modo, todas las
prácticas simbólicas de carácter liberador.
¿Será
posible retraducir el significado mesiánico oculto en nuestra
religión
popular en códigos de nuestra civilización
contemporánea,
en creencias comunes frente al individualismo destructivo, frente a
todo
sociocentrismo devastador, allí donde se necesite articular
simbólica
y empíricamente la esperanza de unas relaciones sociales y
mundiales
en justicia, libertad y paz, sin olvidar esos trances donde la
condición
humana toca cumbres o abismos que la llevan a interrogarse por el
sentido
insondable de la vida y de la historia?
Bernaldo de Quirós,
Constancio (y Luis
Ardila): Briones Gómez, Rafael: Castón Boyer, Pedro (dir): Congar, Yves: Desroche, Henri: Domínguez Morano, Carlos: Dumont, Louis: Duque, J.: Estrada Díaz, Juan Antonio: Fierro Bardají, Alfredo: Gómez García, Pedro: Harris, Marvin: Kenny, Michael (y Jesús M. de
Miguel): Lévi-Strauss, Claude: Moreno Navarro, Isidoro: Moya Milanés, Pedro: Mühlmann, Wilhelm E.: Pereira de Queiroz, María
Isaura: Rodríguez Becerra, Salvador: Vidales, Raúl (y Tokihiro
Kudo): Publicado: 1990-06 |
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