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En este
artículo (cuya segunda parte
aparecerá en el próximo número de la Gazeta de
Antropología), exponemos los planteamientos y las
reflexiones
de Edgar Morin (1)
en torno al cerebro, el
espíritu,
el conocimiento y el psiquismo humanos -temas, todos éstos, de
claro interés antropológico y que han sido objeto de
múltiples
estudios antropológicos-. Es preciso dejar bien claro, de
entrada,
que Morin en modo alguno pretende -titánica e inabarcable
tarea-
desarrollar una teoría general del cerebro, del lenguaje, del
pensamiento,
de la inteligencia o del psiquismo, ni desarrollar una especie de
catálogo,
acumulativo y completo, de todos los conocimientos
neurofisiológicos
y psicosociológicos disponibles sobre las temáticas en
cuestión.
Lo que intenta y realiza es, mediante la aplicación de su
teoría
de la organización y de su paradigma de la complejidad, llevar a
cabo una complejización de nuestra concepción de estas
realidades,
así como una superación de raíz de los
reduccionismos
generados sobre los temas que nos ocupan. En esta aplicación
reside
la originalidad de los planteamientos morinianos. Morin intenta huir de
concepciones y explicaciones reduccionistas y simplificadoras de los
fenómenos
humanos. Para ello, elabora un paradigma (un elenco de principios de
inteligibilidad)
de la complejidad que nos permita una concepción compleja, no
reduccionista,
de los fenómenos y realidades humanas. Deberemos, pues, en
primer
lugar, explicar mínimamente los principios
epistemológicos
principales de este paradigma. Una vez explicados éstos,
pasaremos
a exponer sus contribuciones a la comprensión del cerebro
humano,
a la clásica problemática de la relación entre el
cerebro y el espíritu, a la comprensión de las
actividades
y funciones cerebro-espirituales (conocimiento, pensamiento, lenguaje,
conciencia, etc.) y, finalmente, a la comprensión del psiquismo
humano.
I. Principios epistemológicos para una antropología compleja (2) Según Morin, los planteamientos antropológicos de cariz reduccionista derivan, en gran parte, de la aplicación a las realidades humanas de un paradigma de conocimiento simplificador que se caracteriza, fundamentalmente, por estar basado en los principios de simplificación (3), disyunción y reducción (4); por concederle al orden soberanía como principio explicativo (5); y por restringir la causalidad a causalidad lineal, superior y exterior a los objetos. Frente a este paradigma de simplificación, Morin elabora un paradigma de complejidad basado en los principios de complejidad, relación, emergencia, auto-eco-explicación, hologramático, dialógico y de retroacción y recursión; y que explica los fenómenos humanos estableciendo una dialógica entre orden, desorden y organización. Desarrollaremos a continuación estos principios de inteligibilidad. Nuestra intención no será explicarlos y analizarlos de modo detenido, sino sólo clarificarlos para que, cuando aparezcan en los restantes apartados de este artículo, el lector tenga cabal comprensión de a qué se refiere Morin con ellos. El principio de complejidad consiste en el reconocimiento de la complejidad de los fenómenos y de la imposibilidad de explicarlos, sin mutilarlos, a partir de principios y elementos simples. El pensamiento complejo no pretende desintegrar o disolver nuestro mundo fenoménico, sino que reconoce su riqueza e intenta dar cuenta de él mutilándolo lo menos posible. La complejidad fenoménica debe ser respetada y concebida en vez de intentar reducirla a una supuesta realidad simple subyacente. Lo complejo es lo que no es simple (6) ni simplificable. A fenómenos simples les corresponde una teoría simple. No obstante, se puede aplicar una teoría simple a fenómenos complejos, entonces se lleva a cabo una simplificación. Según Morin, lo complejo se reconoce por diversos rasgos: la necesidad de asociar el objeto a su entorno; la necesidad de unir el objeto a su observador; lo complejo aparece y se da cuando el objeto «ya no es principalmente objeto» (Morin 1982: 344) sino, más bien, un sistema organizado; lo complejo aparece y se da cuando un fenómeno posee rasgos a la vez complementarios, concurrentes y antagonistas. La complejidad surge allí donde se producen emergencias; donde las identidades pierden sus claridades y distinciones; donde hay desórdenes e incertidumbres (7); donde las causalidades no son lineales ni claramente determinantes. Frente al principio de disyunción del pensamiento simplificador, Morin propugna un principio de relación en virtud del cual se reconoce la necesidad de distinguir y analizar, pero, además, se nos incita a comunicar en lugar de aislar y poner en disyunción. El paradigma de complejidad pretende establecer la comunicación entre el objeto y su entorno, lo observado y su observador, entre ciencias naturales y ciencias humanas, entre naturaleza y cultura. El paradigma de la complejidad une, implica mutuamente y conjunta nociones (todo/partes, uno/múltiple, orden /desorden, sujeto/objeto) que, en el marco del paradigma de simplificación /reducción, son puestas en disyunción y se excluyen entre sí. La parcelación, separación, disyunción e incomunicación entre los tres grandes dominios de la física, la biología y la antroposociología es, a juicio de Morin, consecuencia de los principios epistemológicos simplificadores que han regido y organizado la ciencia hasta nuestros días. La comunicación entre estos dominios habrá de hacerse estableciendo un circuito «enciclopediante» entre lo físico, lo biológico y lo antroposociológico y sin reduccionismos. Enraizar no es, ni debe ser, reducir. El enraizamiento de lo biológico en lo físico y de lo antroposocial en lo biológico en modo alguno significa reducir unas esferas a otras, sino que, a la vez, hay que reconocer los niveles que emergen. Mediante el principio de emergencia, de no reducción y de reconocimiento de la especificidad de cada nivel, Morin intenta destruir todo intento reduccionista de explicación. Según el principio de emergencia, en las realidades (conjuntos o todos) organizadas emergen cualidades y propiedades nuevas (a las que podemos llamar «emergencias») que no son reducibles a los elementos (partes) que las componen, y que retroactúan sobre esas realidades. Es, precisamente, el afloramiento de emergencias lo que imposibilita reducir el todo a sus partes componentes. Las emergencias son definibles como «las cualidades o propiedades de un sistema que presentan un carácter de novedad con relación a las cualidades o propiedades de los componentes considerados aisladamente o dispuestos de forma diferente en otro tipo de sistema» (Morin 1977: 129-130). En tanto que, como decimos, a nivel del todo surgen propiedades nuevas que no estaban en las partes consideradas aisladamente o de manera sumativa, podemos decir que «el todo es más que la suma de las partes». Morin no pretende sacrificar el todo a la parte -como hace el reduccionismo-, pero tampoco sacrificar la parte al todo -como hace el holismo-; con la idea de unitas complex intenta ir más allá del reduccionismo y del holismo (reduccionismo de la parte al todo). No se trata ni de reducir el todo a la parte ni de reducir la parte al todo, sino de establecer un vaivén continuo e incesante entre el todo y sus partes. La existencia de una relación dialógica (principio dialógico) entre dos nociones o realidades significa que esta relación es, a la vez, «complementaria, concurrente y antagonista» y, consiguientemente ambivalente e incierta. Este «a la vez» no significa un «siempre y bajo todo o cualquier punto de vista», sino que conlleva e implica el cambio de punto de vista. Es decir, es bajo uno u otro ángulo determinado como los términos o fenómenos dialógicamente relacionados aparecen ora como complementarios, ora como concurrentes, ora como antagonistas. Bajo determinado punto de vista aparece la complementariedad existente entre dos fenómenos o dos principios y, bajo otro punto de vista, se nos muestra su oposición. La complementariedad significa la necesidad de los dos conceptos para explicar y concebir determinadas realidades. En virtud de esta complementariedad, las alternativas dualistas clásicas (por ejemplo, orden/desorden, sujeto/objeto, autonomía/dependencia, identidad/alteridad) pierden su antagonismo absoluto. El pensamiento complejo sustituye el «o bien/o bien» propio del pensamiento simplificador por un «ni/ni» y un «y/y», por un «a la vez esto y aquello» (Morin 1980: 318). La concurrencia posee un doble sentido. Significa «correr juntos sin confundirse», es decir, que los dos fenómenos o procesos «corren al mismo tiempo», operan de modo paralelo; y, además, significa poder «entrar en competición» (Morin 1980: 154). El antagonismo supone la oposición y la repulsión entre los dos fenómenos en cuestión; oposición que puede agudizarse hasta la destrucción mutua. Como vemos, en la dialógica los antagonismos resultan también complementarios. Pero esto no significa que el antagonismo pueda disolverse en la complementariedad. El antagonismo pervive como tal: Contraria sunt complementa sed contraria. En la dialógica moriniana, las alternativas clásicas no se «superan», sino que los términos alternativos, sin dejar de ser términos antagonistas, se vuelven, al mismo tiempo, complementarios. Si hay que percatarse de cómo los antagonismos generan complementariedad, armonía, también hay que recabar en la desarmonía presente en la armonía, en los antagonismos subyacentes tras las complementariedades. La dialógica supone también que «a despecho de distinciones y oposiciones» las dos nociones son una o indistintas «en su fuente genésica» (Morin 1977: 100). Por ejemplo, para Morin el orden y el desorden renacen sin cesar de lo que él llama «el caos» y -como veremos más adelante- la objetividad y la subjetividad nacen de una fuente genésica común a la que denomina «el arque-espíritu». La dialógica conduce a la idea de «unidualidad compleja». La unidualidad entre dos términos significa que éstos son, a la vez, ineliminables e irreductibles. Por separado cada término o cada lógica resultan insuficientes, por lo que hay que relacionarlos y hacerlo en forma de bucle. Ninguno de los dos términos es reducible al otro (y en este sentido hay dualidad), pero tampoco son nítidamente separables, pues confluyen mutuamente (y en este sentido son uno). En los problemas de fondo solemos encontrarnos con tesis antagonistas que se plantean como enfrentadas, irreconciliables y excluyentes. Este modo de plantearlas es resultado del pensamiento simplificador, disyuntor y reductor que subyace a ambas tesis. Un paradigma de la complejidad posibilita la asociación de las tesis o proposiciones contradictorias. Consideradas justamente, las tesis alternativas suelen expresar verdades. Pero, al rechazar la tesis contraria y, consiguientemente, la parte de verdad que ésta contiene, aisladamente cada tesis resulta insuficiente y mutilante. Un paradigma de la complejidad nos insta a ver e integrar las dos tesis antagonistas, a desarrollar una visión poliocular y, de algún modo, paradójica. El principio de auto-eco-explicación consiste en percibir todo fenómeno autónomo (autoorganizador, autoproductor, autodeterminado) en relación con «su» entorno o ecosistema -teniendo siempre en cuenta que la consideración de algo como entorno o ecosistema depende del punto de vista o focalización adoptada por el observador/conceptuador-. El paradigma de la complejidad distingue entre el objeto o el ser y su entorno, pero no los separa disyuntivamente. Para nuestro autor: «El conocimiento de toda organización física requiere el conocimiento de sus interacciones con su entorno. El conocimiento de toda organización biológica requiere el conocimiento de sus interacciones con su ecosistema» (Morin 1982: 361). Mientras que la noción positivista de objeto concibe a éste como privado de ambiente, por su parte, la noción de sistema abierto implica la presencia consustancial del ambiente, es decir, la interdependencia e inseparabilidad entre sistema y ecosistema. Según Morin: «por método y provisionalmente, podemos aislar un objeto de su entorno, pero, por método también, no es menos importante considerar que los objetos, y sobre todo los seres vivientes, son sistemas abiertos que sólo pueden ser definidos ecológicamente, es decir, en sus interacciones con el entorno, que forma parte de ellos tanto como ellos mismos forman parte de él» (Morin 1982: 74). El pensamiento complejo debe ser un pensamiento ecologizado que, en vez de aislar el objeto estudiado, lo considere en y por su relación ecoorganizadora con su entorno. Ahora bien, la visión ecológica no debe significar una reducción del objeto a la red de relaciones que lo constituyen. El mundo no sólo está constituido por relaciones, sino que en él emergen realidades dotadas de una determinada autonomía. De aquí que lo que inseparablemente deba considerar el pensamiento complejo ecologizado sea la relación auto-eco-organizadora del objeto con respecto a su ecosistema. El principio de auto-eco-explicación se opone a las dos siguientes explicaciones de los fenómenos humanos. Por un lado, al aislamiento del fenómeno de su «medio», la insularización del «objeto». Por otro, a hacer del fenómeno un mero producto de determinaciones externas, a ahogar el «objeto» en su «medio». En virtud del principio de auto-eco-explicación no puede haber «descripción, ni explicación de los fenómenos fuera de la doble inscripción y de la doble implicación en el seno de una dialógica compleja que asocie de manera complementaria, concurrente y antagonista las lógicas autónomas e internas propias del fenómeno por una parte, las ecológicas de sus entornos por la otra» (Morin 1980: 111). La explicación compleja de los fenómenos debe considerar tanto la lógica interna del sistema como la lógica externa de la situación o entorno; debe establecer una dialógica entre los procesos interiores y los exteriores. El principio de organización supone que el pensamiento complejo no debe considerar al objeto como objeto simple descomponible en unidades elementales, sino como «sistema/organización». Morin define la organización como:
La organización liga, une y transforma los elementos en un sistema o totalidad y, de este modo, produce y mantiene el sistema. La organización mantiene y asegura la permanencia, existencia e identidad del sistema tanto a nivel estructural como a nivel fenoménico. La organización es «formación transformadora», pues al unir elementos para formar un todo los elementos, en tanto que partes de un todo, son transformados, pierden unas cualidades y adquieren otras; la organización «forma (un todo) a partir de la transformación (de los elementos)». La organización, pues, es morfogenésica (da forma). Conjuntanto varias definiciones de «sistema» ofrecidas por Morin (8), podemos elaborar la siguiente definición de sistema: el sistema es una unidad global compleja (una totalidad, un todo), organizada y organizadora, de interrelaciones entre diversos/múltiples constituyentes, que posee cualidades o propiedades nuevas (emergencias) irreductibles a las propiedades de sus componentes considerados de forma aislada o yuxtapuesta (9). El reconocimiento de la organización va acompañado de un principio de explicación y de consideración de los fenómenos en virtud de la dialógica:
La ligazón dialógica entre estos términos significa que, para explicar y comprender cualquier fenómeno organizado, «desde el átomo hasta los seres humanos», es necesario hacer intervenir tanto principios de orden (leyes, estructuras, estabilidades, etc.) como principios de desorden (azar, acontecimiento, etc.) y principios de organización (el fenómeno ha de ligarse al humus del que surge y, a la vez, debe concebirse en sus emergencias propias). Los principios de retroacción y de recursión suponen una complejización de la idea de causalidad. La causalidad no sólo es lineal y externa. Existen también una causalidad circular retroactiva y una causalidad recursiva. Mientras que en la causalidad lineal «tal cosa produce tales efectos», en la causalidad circular retroactiva, el efecto retroactúa estimulando o disminuyendo la causa que lo está produciendo; en la causalidad recursiva, «los efectos y productos son necesarios para el proceso que los genera. El producto es productor de aquello que lo produce» (Morin 1990: 123). La causalidad retroactiva (por ejemplo, la retroacción reguladora de la temperatura que realiza el termostato; la homeotermia: caso de homeostasis que permite a los animales mantener constante su temperatura interior), en virtud de la cual el efecto repercute sobre la causa modificándola, permite concebir y formular la idea de causalidad interna o «endocausalidad», fenómeno en virtud del cual el organismo, aunque experimenta los efectos de las causalidades exteriores reacciona y responde a ellos mediante mecanismos endocausales de modo que mantiene su constancia interna. Al crear su propia causalidad, el organismo se emancipa, se autonomiza, de las causalidades y determinaciones exteriores. Finalmente, el principio holo(gramático/escópico/nómico) -al que, para abreviar, Morin suele referirse denominándolo sólo como «principio hologramático»- se presenta, como su nombre indica, bajo tres modalidades, bajo tres maneras de estar el todo en las partes. El todo en tanto que todo puede gobernar las actividades locales («parciales») que lo gobiernan (modalidad holonómica; así, el cerebro en tanto que todo gobierna los núcleos de neuronas que lo gobiernan); puede, aproximadamente, estar inscrito o engramado en la parte inscrita en el todo (modalidad hologramática; así, en cada célula está la totalidad de la información genética del organismo); o bien puede estar contenido en una representación parcial de un fenómeno o de una situación (modalidad holoscópica; así ocurre, por ejemplo, en los procesos de rememoración y de percepción). En las organizaciones hologramáticas las partes suelen disponer de amplias capacidades organizacionales (pueden estar dotadas de autonomía relativa, pueden establecer comunicaciones e intercambios entre sí y, eventualmente, pueden ser capaces de regenerar el todo, son «micro-todo-virtuales»). Antes de
finalizar
este apartado, es preciso
dejar muy claro que el conocimiento complejo no se opone al
análisis,
a la objetividad, a la distinción, a las determinaciones
causales,
a la especialización de los saberes; a lo que se opone es a la
reducción,
al objetivismo, a la disyunción, al determinismo, al
especialismo
incapaz de abrir e interrelacionar las disciplinas (procesos, todos
estos
últimos, cuya puesta en práctica conducen a un
conocimiento
simplificador y explotador (10)).
II. Del cerebro al espíritu De la
importancia
que el estudio y la comprensión
del cerebro humano tienen para la antropología y para la
humanidad
en general no cabe duda alguna. «Ningún estudio
científico -escribe a este respecto el premio Nobel F. H. C. Crick- es
de
más
vital importancia para el hombre que el estudio de su propio cerebro.
Toda
nuestra visión del universo depende de él» (Crick
1979:
228). Las neurociencias están contribuyendo a dibujar una nueva
concepción de la naturaleza humana (véase Mora 1996). El
cerebro humano ocupa un lugar destacado en la antropología
compleja
de Edgar Morin. Para él, el ser humano debe ser contemplado como
«un sistema genético-cerebro-sociocultural» cuyos
elementos
integrantes son la especie, la sociedad y el individuo (11);
debe ser explicado y comprendido a partir del policentrismo
eco-bio(genético)-sociocultural
(que, contemplado desde otra óptica, se convierte en el
policentrismo
entre individuo-sociedad-especie), a partir de las interrelaciones
complejas
existentes entre cuatro sistemas principales: «el sistema
genético
(código genético, genotipo), el cerebro (epicentro
fenotípico),
el sistema sociocultural (concebido como sistema
fenoménico-generativo)
y el ecosistema (en su carácter local de nicho ecológico
y en su carácter global de medio ambiente)» (Morin 1973:
228).
Cada uno de estos sistemas o polos es coorganizador del conjunto (12).
En este complejo bio-antropo-sociológico caracterizador de lo
humano,
el cerebro ocupa una posición particular: la de ser «el
epicentro
organizativo de todo el complejo»; es decir, la de ser «la
plataforma giratoria en la que se comunican el organismo individual, el
sistema genético, el medio ambiente ecosistémico y el
sistema
sociocultural, y, en términos trinitarios, individuo, especie y
sociedad» (Morin 1973: 232-233). El cerebro debe ser considerado,
no sólo como el centro organizador del organismo individual
propiamente
dicho, sino además como el centro que federa e integra las
diversas
esferas, cuya interrelación constituye el universo
antropológico
(la esfera ecosistémica, la genética, la cultural, la
social
y la esfera fenotípica del organismo individual), en «un
sistema
único bio-psico-sociocultural» (Morin 1973: 155).
1. Dialógicas biocerebrales Según Morin, en el cerebro se dan diversas dialógicas. Señalaremos y resaltaremos a continuación algunas. En principio y de modo general, el cerebro obedece de forma dialógica a los principios/reglas bioantropológicos hereditarios que gobiernan el conocimiento humano; a los principios/reglas que la cultura de una sociedad imprime en los espíritus/cerebros de sus miembros; y, eventualmente, a los principios/reglas que el espíritu individual ha podido formarse por sí mismo, de forma relativamente autónoma, a partir de su propia experiencia. Existen también relaciones dialógicas en las diversas instancias anatómicas constituyentes del cerebro: la dialógica entre los dos hemisferios; la dialógica entre el paleocéfalo, el mesocéfalo y el neocéfalo, según la concepción «triúnica» del cerebro propuesta por MacLean y H. Laborit (13); la dialógica entre los dos haces hormonales (14) y la dialógica entre el sistema simpático (que funciona para la acción con gasto de energía) y el parasimpático (que funciona para los estados de reposo). Como es sabido, el encéfalo está constituido por dos hemisferios morfológicamente gemelos, cada uno dividido en lóbulos, los cuales, a su vez, están subdivididos en circunvoluciones. Durante mucho tiempo los dos hemisferios fueron considerados como idénticos organizacional y funcionalmente, hasta que Roger Sperry, al estudiar el comportamiento de los sujetos con cerebro escindido (split brain) después de que se les seccionara el cuerpo calloso (que une los dos hemisferios), descubrió la singularidad de cada uno de los hemisferios. El izquierdo es el hemisferio del pensamiento analítico, la abstracción, la explicación, la focalización en los objetos, la linealidad, la secuencialidad, la serialidad, la racionalidad y el cálculo, el control y la dominación social; es el hemisferio masculino, técnico y occidental. Por su lado, el derecho es el hemisferio del pensamiento intuitivo, de lo concreto, la comprensión, la focalización en las personas, la simultaneidad, la síntesis, la globalidad, la estética y el arte, la comunicación psicoafectiva; es el hemisferio femenino, artista y oriental. Existe, pues, una disimetría, programada genéticamente, entre los dos hemisferios (simétricos entre los primates). No obstante, los hemisferios mantienen muchas similaridades, disponen de equipotencialidad para ocuparse cada uno de las funciones del otro e, incluso, la lateralización puede invertirse a causa de determinaciones lingüísticas particulares (15). Se ha sugerido, como hipótesis, que la diferenciación hemisférica preferencial es causada por la hormona sexual testosterona, lo que significaría que, en la dominancia de un hemisferio o del otro, habría habido determinación «masculina» o «femenina» innata, una sexualización de los hemisferios, con dominancia del izquierdo en el hombre y del derecho en la mujer. Dicho esto, es necesario añadir que, aunque por nuestro sexo pueda haber primacía de un hemisferio sobre el otro, esto en modo alguno significa que esa primacía sea absoluta de modo que determine nuestra forma de ser y que determine férreamente nuestras capacidades intelectivas. Aunque pueda existir primacía, ambos sexos disponen potencialmente de las capacidades de los dos hemisferios y el que manifiesten unas u otras depende en gran parte del proceso de socialización y aculturación. Las diferencias
sexuales de los dos hemisferios
no se pueden recluir en el ámbito de lo biológico. Hay
que
considerar también las determinaciones socioculturales. Desde su
nacimiento, el moldeable cerebro comienza a ser condicionado por el
trato
diferente que el individuo recibe según sea masculino o
femenino.
De este modo, desde el momento del nacimiento, se configura un sistema
de inter-retroacciones entre la organización sexual (masculino
/femenino)
bihemisférica del cerebro y la organización sexualmente
dual
de la organización social. La determinación cultural, al
mismo tiempo que los papeles sociales de lo masculino y lo femenino,
aporta
un tipo de educación dominante para cada sexo (privilegiando,
por
ejemplo, lo abstracto y lo técnico aquí, lo concreto y lo
estético allá) y, de este modo, favorece el desarrollo de
unas u otras de las distintas capacidades intelectivas y cognitivas de
los dos hemisferios cerebrales. Hay que superar la concepción
simplificadora
de dos hemisferios opuestos para concebir su dialógica compleja.
Hay antagonismo entre los dos hemisferios, pero este antagonismo no
tiene
que ser simplificador de modo que conlleve la primacía
monológica
de uno en detrimento del otro, sino que puede ser un «antagonismo
complementario» (Morin 1986: 102)(16).
2. La unidualidad cerebro-espiritual El materialismo y el espiritualismo constituyen, de modo general, las dos posturas antagonistas que tradicionalmente se han venido dando sobre la relación entre el cerebro y el espíritu. Ambas se hallan regidas por igual por el paradigma disyuntor y reductor que estableció una disyunción y un antagonismo insuperables entre el espíritu y el cerebro. Para el materialismo, el espíritu es reducible a una mera emanación de un cerebro material que, como tal, está sometido a las leyes deterministas y mecanicistas de la materia. Los materialistas consideran al espíritu como un epifenómeno ilusorio. Por su parte, para el espiritualismo, el espíritu posee una entidad inmaterial propia, es algo diferente del cerebro y a lo que el cerebro está subordinado. Tras los descubrimientos de las neurociencias, el espiritualismo se ve obligado a reconocer la vinculación del espíritu con el cerebro y desemboca en un dualismo interaccionista (Burt, Eccles) en virtud del cual, si bien el cerebro no «produce» al espíritu, éste efectúa sus operaciones en interacción o cooperación con el cerebro. Frente a estos dos modelos, Morin defiende la existencia de una unidualidad compleja entre cerebro y espíritu (17), lo que significa a la vez -como hemos visto que ocurre en toda unidualidad- la ineliminabilidad y la irreductibilidad de cada uno de estos términos, su unidad, su insuficiencia recíproca, su necesidad mutua, su relación circular y la insuperabilidad de la contradicción que su unidad plantea. Por un lado, constatamos cómo el espíritu depende de manera irrecusable del cerebro. Prueba de esto lo constituye el hecho de que las actividades espirituales pueden ser modificadas, suspendidas o estimuladas mediante actuaciones eléctricas, anatómicas o químicas sobre el cerebro. Por otro lado, el espíritu afecta al cerebro y posee una determinada autonomía. Lo que afecta al espíritu afecta al cerebro e, incluso, al organismo (enfermedades psico-somáticas, debilitación del sistema inmunológico con las depresiones, hipnosis, control yoguista de los latidos del corazón). El espíritu retroactúa sobre el cerebro; se estable entre ellos una causalidad circular. Además, tenemos que concebir y otorgarle al espíritu, dentro de su dependencia con respecto al cerebro, una «autonomía relativa». De este modo, cerebro y espíritu son a la vez idénticos, equivalentes y diferentes. No debemos privilegiar uno de los términos en provecho del otro. Además, existe una «circularidad paradójica» entre cerebro y espíritu: por un lado, el espíritu es el resultado de la evolución del cerebro, la actividad del espíritu es una producción del cerebro; por otro, la idea de cerebro resulta del trabajo investigador del espíritu; dicho de otro modo, el cerebro que produce el espíritu es, al mismo tiempo, «una descripción-representación producida por el espíritu que de él emerge» (Morin 1986: 89). Esta circularidad revela la mutua necesidad de estas dos entidades. Finalmente, varios franqueamientos físicos nos permiten, según Morin (1986: 86), vencer o rebasar la disyunción y la oposición absoluta entre la materialidad del cerebro y la inmaterialidad del espíritu. Estos franqueamientos físicos acontecen en las esferas informacional, microfísica y sistémica u organizacional. La noción de información introducida por Shannon es una noción plenamente físico-material (depende de la energía) al mismo tiempo que inmaterial (en el sentido de que no es reductible a la masa o a la energía). La microfísica ha mostrado cómo la materialidad no es más que uno de los aspectos de la energía (el fotón no tiene sustancia y la materialidad es sólo uno de los aspectos de la partícula) de modo que la materia ha dejado de constituir la «base» de la realidad física. La organización de los sistemas materiales es ella misma inmaterial, en el sentido de que no es ni dimensionable ni reductible a la masa o a la energía. La realidad física comporta, pues, realidades como la información y la organización que, sin ser meta-físicas, sino fundamentalmente físicas, no obstante son inmateriales y transmateriales. La «inmaterialidad» del espíritu no significa que éste no sea biofísico; el espíritu no puede ser concebido al margen de los procesos computacionales biofísicos y de las condiciones socioculturales que posibilitan su emergencia. Significa que no es organizacionalmente reducible al computo biofísico del que emerge y que «la organización ya es inmaterial ella misma» (Morin 1986: 89) -sin por ello dejar de estar ligada a la materialidad física-. Como veremos en el apartado siguiente, lo que elimina la heterogeneidad irreconciliable entre el cerebro y el espíritu es la posibilidad de traducir el cogito espiritual al computo cerebral. Pero esta traducción no significa una unificación o integración plena del espíritu en el cerebro, sino que la diferencia persiste. No hay una integración plena del espíritu en el cerebro (que a la postre supone su reducción), porque el espíritu constituye, como hemos dicho, una emergencia. La pretensión de integrar plenamente el espíritu en el cerebro conllevaría una pérdida de complejidad y de realidad. Espíritu y cerebro no mantienen entre sí una unidad reductible, sino que constituyen una unidualidad en la que la irreductibilidad del espíritu al cerebro no se anula, sino que se mantiene. Toda actividad espiritual está enraizada cerebralmente, pero en todo enraizamiento cerebral del espíritu siempre quedará un «residuo espiritual» irreductible, que constituye el nivel propiamente emergente. El espíritu dispone de una autonomía relativa o dependiente con respecto a todas las condiciones y procesos físico-químicos, biológicos y socioculturales a partir de los cuales emerge. Con este
planteamiento, vemos cómo
Morin supera el dualismo cartesiano y reintegra el espíritu a la
naturaleza y a la vida, al continente biofísico, sin caer en
reduccionismos
neurocientificistas. Como podemos ver, tanto la superación del
dualismo
irreconciliable entre el materialismo bio-neurocerebral (neuronas,
sinapsis,
actividad eléctrica, transferencias químicas,
anatomía
y fisiología cerebral) y el espiritualismo, como la
reintegración
del espíritu a lo biofísico salvando la caída en
reduccionismos
neurocientificistas, son posibles y las logra Morin dejando de pensar
en
función de principios de inteligibilidad, comprensión y
explicación
simplificadores y aplicando los principios propios del paradigma de la
complejidad (todo organizador irreductible a sus constituyentes,
principio
de emergencia, dialógica, recursividad, etc.). Según
Morin,
con sus concepciones él aporta «un esclarecimiento»,
no una «solución», al problema de la relación
entre el cerebro y el espíritu, ya que sigue existiendo un
«residuo»
de misterio y un «algo irracionalizado» (Morin 1986: 91).
3. Computar y cogitar Es sabido que el cerebro está constituido por un tipo especial de células denominadas neuronas. En analogía con la computación de los ordenadores, para Morin la célula puede ser concebida como un ser computante solventador de problemas. La computación de los ordenadores es un complejo organizador/productor de carácter cognitivo que comporta una instancia informacional, una instancia simbólica, una instancia memorial (memoria o banco de datos) y una instancia logicial (véase Morin 1986: 47-50). Una instancia informacional, pues la computación digital utiliza el modo informacional del sí/no para sus operaciones; trata signos/símbolos portadores de información y eventualmente puede extraer informaciones de su entorno, cuando dispone de dispositivos para ello. Una instancia simbólica, ya que toda información, y más ampliamente todo objeto de computación, está codificada en signos/símbolos sobre los que se efectúa el acto de computación. La instancia logicial está constituida por principios, reglas e instrucciones que controlan los cálculos, por las operaciones de asociación (conjunción, inclusión, identificación) y de separación (disyunción, oposición, exclusión). La organización computante es un general problems solver, una organización que, a partir de sus reglas y con informaciones y símbolos, trata problemas. Del mismo modo, el ser celular es un ser computante en el sentido de que la célula «trata las configuraciones moleculares, inscritas en el ADN [instancia memorial], que constituyen un sistema de diferencias/identidades [instancia logicial] que tienen valor simbólico/informacional [instancias informacional y simbólica], y transforma este engrama (inactivo) en programa (activo) que gobierna las interacciones moleculares del citoplasma» (Morin 1986: 50-51). La computación celular resuelve problemas tales como la sobrevivencia, regeneración, reorganización, alimentación, defensa y reproducción de la célula. Las operaciones de la computación artificial y las de la computación viviente poseen la misma naturaleza, ambas son operaciones de asociación (conjunción, inclusión, identificación, implicación) y de separación (oposición, selección, diferenciación, exclusión). La diferencia está en que mientras que en el primer caso son operaciones lógicas explícitamente enunciadas, en el segundo son operaciones pre-lógicas únicamente implícitas. Pero, y esto es necesario dejarlo bien claro antes de continuar, el que Morin establezca una comparación o analogía entre la máquina cibernética artificial y el ser celular en modo alguno supone la pretensión mecanicista de reducir lo viviente a lo maquinal. Muy al contrario, Morin insiste reiteradamente a lo largo de sus obras y artículos (18) en las diferencias existentes entre la computación artificial y la computación celular; diferencias que revelan rasgos propios (emergentes) del fenómeno viviente (19). Lo característico y propio de la célula, por tanto, es computar. Y como la célula puede ser considerada como base de la vida, entonces vivir es computar. Todo ser viviente, ya desde el unicelular procariota, es un ser computante, un ser que organiza su existencia, su sum, a partir de un computo (computo ergo sum). En los seres vivos, «el computo es multidimensional y total» (Morin 1980: 225); es decir, que en la vida no hay acciones, operaciones, interacciones o emergencias sin computación. Para nuestro autor: «Toda organización viviente (célula, espermatozoide, embrión, organismo) funciona en virtud y en función de un computo» (Morin 1986: 54). Computar es conocer. Y -como vivir es computar- vivir es conocer; la vida es conocimiento. Si la célula es un ser computante y computar es conocer, entonces «el nivel celular es aquel en el que el conocimiento empieza a adquirir sentido» (Morin 1980: 188). El ser viviente sobrevive y se autoorganiza mediante el conocimiento. La fuente de todo conocimiento se encuentra en la actividad computante del ser celular. Existe una dimensión cognitiva inherente a la organización celular y a la vida. Conocer, primeramente, es computar. El conocimiento no se reduce a la computación, pero todo conocimiento comporta siempre computación. En la célula la dimensión cognitiva está indiferenciada del ser y de la acción. Ser, hacer, conocer, en el dominio de la vida, están originalmente indiferenciados. El aparato neurocerebral es un «aparato que computa las computaciones que realizan sus propios constituyentes (neuronas), que, asimismo, son computadoras vivientes» (Morin 1986: 65-66). Como lo que el cerebro computa son las computaciones e intercomputaciones neuronales, «se puede decir que el conocimiento cerebral es una computación de computaciones» (Morin 1986: 66). Con cada nivel computacional se produce la emergencia de propiedades computantes nuevas, y los niveles superiores retroactúan sobre las computaciones que los elaboran. La actividad cognitiva del cerebro puede ser considerada como una «megacomputación», como una síntesis de computaciones de computaciones. La megacomputación cerebral constituye un computo y, como tal, dispone de una instancia memorial (doble memoria, hereditaria y personal o adquirida), de una instancia informacional-simbólica (información suministrada por las terminales sensoriales) y de una instancia logicial (el computo cerebral pone en juego las operaciones fundamentales de toda computación, a saber: sintetizar, unir -asociar, relacionar- y analizar, desunir -disociar, aislar-). Como aparato computante, el aparato neurocerebral puede ser considerado como un general problems solver; como tal dispone de competencias para tratar los datos de los sentidos y de aptitudes estratégicas para resolver problemas muy variados para realizar los múltiples fines del ser viviente, en un entorno que comporta determinismos e incertidumbre (20). La complejidad organizacional propia y característica del aparato neurocerebral humano le permite, siempre dentro de un marco sociocultural, desarrollar «cogitaciones» (pensamiento, lenguaje, ideas, reflexividad, consciencia) a partir de las computaciones neurocerebrales, es decir, metamorfosear el computo en cogito, transformar la computación en cogitación, desarrollar el ámbito del espíritu. De este modo, el espíritu humano constituye la «emergencia última del desarrollo cerebral» (Morin 1986: 218-219). La cogitación, el espíritu, es una emergencia que, como tal, emerge de la computación. El espíritu es una emergencia propia del desarrollo cerebral de homo sapiens y surgida a través del proceso de hominización. En tanto que emergencia, el espíritu retroactúa sobre sus condiciones (cerebrales y socioculturales) de emergencia, de modo que puede eventualmente controlarlas e incidir sobre ellas. Mientras que para la filosofía del sujeto (21) la consciencia de sí (el cogito) era ontológicamente primera, para Morin (y de modo semejante a M. Merleau-Ponty) el cogito debe ser «puesto sobre los pies», reintegrado al ser y a la existencia, fundado en la computación del ser-sujeto celular. De este modo, «debemos completar el cogito ergo sum cartesiano en un cogito ergo computo ergo sum. Es la autocomputación la que efectúa las operaciones fundamentales de distinción/unificación necesarias para el cogito y es la cogitación de esta computación la que emerge como consciencia de sí del sujeto» (Morin 1986: 135). Entre computo (cerebro) y cogito (espíritu) existe una unidualidad. Unidad, porque el pensamiento supone y utiliza la computación. Dualidad, porque el pensamiento desarrolla, transforma y supera a la computación dando lugar a la emergencia de la noosfera o esfera espiritual (el término griego «nous» significa espíritu) que no es reducible al cerebro. El conocimiento, la inteligencia, el pensamiento y la consciencia son emergencias surgidas de las interacciones computantes-cogitantes de la actividad cerebral. Todas estas actividades son interdependientes; podemos concebirlas distinguiendo los caracteres propios de cada una, pero también, para concebir cada uno de estos términos, hemos de recurrir a los otros. Durante el período de hominización que conduce a homo sapiens se produce una complejización y un desarrollo del cerebro que, además de acrecentar la memoria y las capacidades estratégicas cognitivas, genera la emergencia de un lenguaje de doble articulación, de la consciencia (capacidad reflexiva para autoconcebirse y autoconsiderar las acciones, pensamientos y sentimientos propios), del conocimiento y del pensamiento (paso de la computación a la «cogitación»). La cogitación desarrolla como operaciones lógicas del pensamiento los dos tipos de operaciones computantes: separar (disociar, establecer diferencias) y asociar (identificar, establecer identidades). Morin (1986: 128-129) recoge en una tabla las actividades de la computación y de la cogitación. La operación computante básica de la «separación» tiene como algunas de sus actividades las siguientes: disociación, selección, rechazo/exclusión, oposición, distinción/aislamiento (análisis), delimitación, distribución (sí/no sí, precategorías, preclases). De modo paralelo y correlativo a cada una de estas actividades computantes, corresponde en la cogitación el desarrollo de las siguientes: disyunción, afirmación, negación, contradicción, análisis (por el lenguaje), definición, distribución (sujeto/objeto, categorías, clases). Por su parte, son propias de la «asociación» computante las siguientes actividades: relación, dependencia, coordinación (interdependencia, interacción, reunión), sintetización (jerarquía, nucleación), identificación (semejanza, equivalencia), asociación condicional. De modo paralelo y correlativo a cada una de estas actividades computantes, la cogitación desarrolla las siguientes: conjunción, causalidad, coordinación de las palabras/ideas en discursos, sistematización de las ideas, principio de identificación, condicionalidad lógica («sí... entonces»). La dialógica
computacional fundamental
que se establece entre, de un lado, separar lo unido, diversificar
(clasificar,
seriar), la percepción de lo diferente en lo mismo y, del otro,
unir lo separado, unificar (reunir, nuclear), la percepción de
lo
mismo en lo diferente, se desarrolla en la cogitación cerebral y
mediante el lenguaje en la dialógica («dialógica de
lo mismo y lo diferente») que se establece entre, de un lado,
análisis
(descomposición aislamiento, distinción),
concepción
de lo diverso y lo múltiple en lo uno y, del otro,
síntesis,
(reunión, jerarquización, centramiento,
globalización),
concepción de la unidad en lo diverso y lo múltiple
(véase
Morin 1986: 129-130).
4. Cómputo, cerebro y conocimiento Morin pone de manifiesto cómo el computo posee un carácter «auto-exo-referente». Auto-referencia porque el ser viviente se computa a sí mismo. Exo o eco-referencia, puesto que el ser viviente trata y examina como información los datos y eventos que le llegan del entorno, el mundo exterior (véase Morin 1980: 208; y Morin 1986: 56). En la computación del exterior, el ser celular precisa objetividad para evitar los errores de computación, que pueden costarle la vida. Por razones «egoístas» le trae cuenta obtener del exterior un conocimiento fiable, objetivo. Pues bien, este carácter auto-exo-referente del computo plantea e ilumina en su misma fuente el problema de las posibilidades y límites del conocimiento objetivo. En la auto-exo-referencia, hay a la vez unidad, complementariedad y antagonismo entre un «principio del deseo» (egocentrismo) y un «principio de realidad» (objetividad). Hay complementariedad, puesto que el ego-centrismo requiere, en interés propio, la validez objetiva de las operaciones computantes: el principio del deseo debe, para realizar su deseo, respetar el principio de realidad. De este modo, la auto-exo-referencia permite concebir el tratamiento objetivo de los datos, objetos, cosas, incluido el tratamiento objetivo de uno mismo, a partir y en función del interés subjetivo. Ahora bien, la computación también es una «construcción traductora», una operación en la que, para la resolución de problemas, a partir de principios/reglas («logiciales») lo real computado se (re-)construye traduciéndose en informaciones, signos, símbolos. Es por esto por lo que el conocimiento no refleja directamente la realidad sino que la traduce y reconstruye. Nuestro autor cree legítimo suponer que la organización viviente integra en sí las estructuras organizacionales de su entorno y de su universo físico. De este modo, los seres vivos estarán habitados de forma ante-cognitiva por el mundo en el que habitan. Dispondrán de «formas a priori» que no son propias de la «sensibilidad», sino de una auto-eco-organización en virtud de la cual la organización del mundo está implicada en el ser viviente. La embriología nos muestra cómo el tejido nervioso de nuestro aparato neurocerebral se forma, filogenéticamente, a partir de una región de la membrana externa del embrión (el ectodermo); es decir, que filogenéticamente está formado a partir de interacciones con el mundo exterior (significativamente, también nuestra piel se constituye a partir del ectodermo) (véase Morin 1980: 245-263 y Morin 1986: 63-65). La dependencia heterótrofa crea en el animal la necesidad de moverse y de desarrollar acciones en el exterior para buscar alimento. Para estas locomociones y acciones el animal requiere conocimiento de un mundo exterior incierto y peligroso. Estas locomociones y acciones ponen en marcha y mantienen (con el acaecimiento de mutaciones genéticas) un proceso en el que, mediante retroacciones y bucles, la motricidad, la sensorialidad, la organización corporal, la sensibilidad, el comportamiento, el conocimiento y -cuando surja- el aparato neurocerebral se han ido constituyendo mutuamente. Estos procesos y bucles no son disociables de los ecosistemas; la ecoorganización juega un papel permanente en la constitución y reconstitución de la existencia animal. Mediante estos procesos el cerebrum se fue constituyendo por el desarrollo de las redes intermediarias que se han ido generando a través de un bucle auto-eco-generador entre el sensorium (neuronas sensoriales) y el motorium (neuronas motoras). El «aparato» cerebral está constituido por el cerebro y el sistema nervioso. Lo sensible (sensorium) y lo motor (motorium) producen tejido nervioso. Luego, lo sensible, lo motor y lo nervioso producen un aparato neurocerebral (cerebrum) que, retroactivamente, pasa a regir al sensorium y al motorium. El cerebrum recibe mensajes del sensorium, los computa y da órdenes al motorium. El cerebro posibilita la acción y el conocimiento. Posteriormente, el aparato neurocerebral posibilita el desarrollo de la comunicación, de la afectividad interior y de la subjetividad. De este modo, el aparato neurocerebral, que comenzó filogenéticamente a desarrollarse a partir de interacciones con el mundo exterior, se interioriza. El aparato neurocerebral es exterior, objetivamente abierto al mundo, y, a la vez, interior, subjetivo. El aparato neurocerebral necesita, para conocer, «la presencia organizacional del entorno en el interior de su propia organización» (Morin 1986: 69). En el curso del proceso evolutivo el aparato cerebral debió haber integrado e interiorizado, en algún modo de forma hologramática, las estructuras fundamentales de la eco-organización (22). Todos estos planteamientos nos conducen a la clásica cuestión de las posibilidades y límites del conocimiento humano. El conocimiento viviente y, consiguientemente, el conocimiento humano, es siempre, a la vez, tanto subjetivo (auto-ego-geno- socio-céntrico) como objetivo (operacional y eficaz en el tratamiento del mundo exterior). Como todo conocimiento, el conocimiento humano supone, a la vez, «inherencia» y separación, cierre y apertura. La «inherencia» significa la pertenencia del cognoscente y de lo conocido a un mismo mundo. Debido a que somos íntegramente resultado de la evolución físico-cósmica y biológica, de alguna manera el mundo está presente en nuestra organización cognitiva (véase Morin 1986: 220-225). La inherencia y la separación absolutas imposibilitan la comunicación y, consiguientemente, el conocimiento. Sin separación y sin dualidad sujeto/objeto no habría conocimiento. Pero una separación absoluta, carente de inherencia alguna, imposibilitaría igualmente la posibilidad de conocimiento. Morin (véase 1986: 225-226) extrae de esta separación/comunicación y de este cierre/apertura propios de cualquier dispositivo cognitivo dos relevantes consecuencias. La primera, que la realidad no se conoce directamente, sino por la mediación traductora de señales, signos y símbolos. El conocimiento producido por el aparato cognitivo neurocerebral es una construcción y una traducción a partir del tratamiento computacional de signos. La segunda, que no cabe un conocimiento absoluto; todo conocimiento es siempre relativo y relacional con respecto a la relación antropocosmológica de inherencia, separación y comunicación. Como hemos visto, el computo nos muestra cómo en la fuente de todo conocimiento se encuentran a la vez tanto la actividad del sujeto cognoscente como la realidad del mundo objetivo. Además, aunque sigan siendo distintos y deban diferenciarse, no obstante, «el sujeto y el objeto están incluidos el uno en el otro a la manera del yin y el yang: el sujeto es necesariamente un ser objetivo y objetivable, mientras que el objeto de conocimiento comporta necesariamente en sí las operaciones/construcciones/traducciones del sujeto. Cada una de las dos nociones es a la vez necesaria e inherente a la otra en el seno del mismo bucle dialógico» (Morin 1986: 228). El bucle entre sujeto y objeto permite a Morin escapar tanto al idealismo solipsista -que infravalora al objeto- como al realismo del conocimiento-reflejo -que ignora al sujeto-. El conocimiento carece de un fundamento único, fijo e inmutable (el Espíritu o lo Real). El conocimiento surge y se sustenta en el bucle, siempre dinámico, que pone en comunicación espíritu y mundo, sujeto y objeto, co-produciéndose ambos mutuamente de manera dialógica, recursiva y hologramática. Como ya vio Kant, no podemos conocer el mundo a no ser que nuestro espíritu opere en él su intervención organizadora. Pero, según Kant, el espíritu conoce imponiendo al mundo sus propias estructuras, que no constituyen caracteres intrínsecos de la realidad, sino formas a priori de su sensibilidad y de su entendimiento, previas a cualquier experiencia. De este modo, el sujeto kantiano «trasciende la experiencia sensible en su modo a priori de formar el conocimiento» (Morin 1986: 229). Ahora bien, cabe preguntar de dónde proceden nuestras estructuras apriorísticas. Según Morin, son el fruto de una integración auto-eco-organizadora, en y por el dispositivo cognitivo, de los principios a los que obedece organizacionalmente el mundo fenoménico. De este modo, las formas ontogenéticamente a priori son filogenéticamente a posteriori. El a priori kantiano es, en realidad, un a posteriori evolutivo. No es «el ego trascendentalizado de los filósofos» quien codetermina y coproduce el fenómeno, sino un aparato neurocerebral resultado del proceso de evolución biológica y de hominización. Durante la evolución los principios organizacionales del mundo exterior han sido interiorizados e inscritos, integrados y transformados en capacidades psicocerebrales organizadoras del conocimiento: «podemos suponer que las estructuras cognitivas hayan podido formarse y desarrollarse en el curso de una dialógica auto-eco-productora, en la que los a priori de la sensibilidad y del intelecto se habrían elaborado por absorción/integración/transformación de los principios de orden y de organización del mundo fenoménico» (Morin 1986: 230). De este modo, aun cuando más allá de nuestro mundo fenoménico exista una realidad profunda incognoscible, empero nuestro mundo fenoménico, sin constituir «la Realidad», «constituye sin embargo una cierta realidad» (Morin 1986: 230) (23). Podemos constatar cómo esta integración del «orden organizacional bio-físico-cósmico» en el aparato cognitivo de los animales y de los humanos tiene un carácter hologramático: como el aparato cognitivo ha producido sus esquemas organizacionales extrayendo, integrando y transformando evolutivamente la organización inherente al cosmos, en algún modo «el orden y la organización del Todo están en la parte cognoscente, puede ésta constituir de forma singular y original las traducciones analógicas u homológicas del mundo fenoménico» (Morin 1986: 231). Nuestros esquemas organizacionales no son únicamente proyecciones de nuestro espíritu/cerebro, sino que son principios y estructuras en algún modo análogos u homólogos (en virtud de la dialógica evolutiva auto-eco-organizadora) a los del mundo. A partir de todas estas consideraciones, «no sólo podemos reconocer la posibilidad de un conocimiento objetivo, sino también admitir que este conocimiento objetivo pueda responder a determinados caracteres intrínsecos de una realidad exterior» (Morin 1986: 231). Todo lo anterior nos muestra cómo las condiciones de existencia del mundo son las mismas que las condiciones de existencia del conocimiento. Si, como acabamos de ver, existe una correspondencia entre los principios organizacionales de nuestro conocimiento y los principios organizacionales del mundo fenoménico, entonces «podemos elaborar traducciones cognitivas adecuadas que estén en correspondencia con los fenómenos» (Morin 1986: 238). Esta correspondencia es necesaria para que haya conocimiento y posibilidad de verdad. Pero semejante correspondencia conlleva también ineluctablemente la incertidumbre y el riesgo de error. El conocimiento verdadero debe concebirse como «la adecuación de una organización cognitiva (representación, idea, enunciado, discurso, teoría) a una situación o una organización fenoménica» (Morin 1986: 238). Esta adecuación no es un «reflejo», sino que es el fruto de una re-producción mental que constituye, no una copia de «lo real», sino «una reconstitución simuladora», una «simulación» de los fenómenos reales «sobre modos analógicos/homológicos» (Morin 1986: 238). Nuestro autor propugna «un realismo relacional, relativo y múltiple»: «La relacionalidad procede de la indesgarrable relación sujeto/objeto y espíritu/mundo. La relatividad procede de la relatividad de los medios de conocimiento y de la relatividad de la realidad cognoscible. La multiplicidad depende de la multiplicidad de los niveles de realidad y, quizá, de la multiplicidad de las realidades. Según este realismo relativo, relacional y múltiple, nuestro mundo fenoménico es real, aunque relativamente real, e incluso debemos relativizar nuestra noción de realidad admitiendo en ella una irrealidad interna. Este realismo reconoce los límites de lo cognoscible y sabe que el misterio de lo real en absoluto es agotable por el conocimiento (Morin 1986: 239-240). No obstante todo lo anterior, la bioantropología, la sociología, la noología, la lógica, la racionalidad no nos proporcionan los medios para alcanzar la certeza plena, limpia de incertidumbre y de posibilidades de error. La incertidumbre es ineliminable. Morin (1991: 248) formula varios principios de incertidumbre: un principio de incertidumbre sociológica (la sociología del conocimiento no puede darnos el criterio de lo verdadero y lo falso; a lo sumo puede informarnos sobre las condiciones históricas, sociales y culturales favorables a la búsqueda de la verdad y la detección del error), un principio de incertidumbre noológica (la noología puede ilustrarnos sobre los sistemas de ideas, pero no puede decidir su verdad), un principio de incertidumbre lógica (ni la contradicción es necesariamente señal de falsedad, ni la incontradicción señal de verdad), un principio de incertidumbre racional (la racionalidad corre el riesgo incesante de caer en la racionalización) y un principio de incertidumbre antropológica (nuestra naturaleza antropológica genera múltiples fuentes de incertidumbre). Algunas de estas fuentes antropológicas de incertidumbre son (véase Morin 1986: 241-243): 1. Incertidumbres inherentes a la relación cognitiva (separación/comunicación/ traducción), que proceden de que sólo conocemos mediante computación de signos /símbolos (lo que ocasiona una incertidumbre radical sobre la naturaleza última y profunda de la realidad, sobre «la realidad» de la realidad), de los riesgos de error que van unidos a cualquier comunicación y de los riesgos de error y deformación que van unidos a toda traducción. 2. Incertidumbres procedentes del entorno: el entorno comporta siempre eventos aleatorios y desordenados, los cuales son ambiguos para un observador, puesto que es difícil (o imposible) decir si obedecen o no a un determinismo oculto. 3. Incertidumbres ligadas a la naturaleza cerebral del conocimiento. Estas incertidumbres proceden de la relativa clausura del aparato cognitivo, de los limites sensoriales, de la naturaleza de la representación, de los fallos de la memoria. 4. Incertidumbres que dependen de la hipercomplejidad del cerebro humano (dos hemisferios, cerebro «triúnico»). 5. Incertidumbres que dependen de la naturaleza espiritual del conocimiento. Las teorías son inciertas pues pueden ser refutadas y reposan en postulados no verificados; las tendencias a la racionalización y a la mitologización generan incertidumbres. 6. Incertidumbres que dependen del egocentrismo inherente a todo conocimiento. 7. Incertidumbres que dependen de las determinaciones culturales y sociocéntricas inherentes a todo conocimiento. A pesar de todas las anteriores incertidumbres, el conocimiento puede adquirir certezas, pero no podrá nunca eliminar la incertidumbre. Además, la incertidumbre no sólo cuestiona al conocimiento sino que también, al obligar a investigar y verificar, lo fomenta y estimula. Diversos medios y procederes nos permiten adquirir conocimientos y certidumbres. Entre ellos caben destacarse: la propia «resistencia y consistencia de las cosas»; la observación, la experimentación y la verificación; la adquisición y acumulación de experiencia; los diálogos y las discusiones interindividuales; el control lógico; la aptitud crítica; la consciencia y la reflexión. Ahora bien, cada
uno
de estos medios comporta
sus incertidumbres y sus posibilidades de degeneración. La
actitud
crítica corre el riesgo de hacerse hipercrítica y
desembocar
en un escepticismo generalizado, negador de todo conocimiento (y entre
crítica e hipercrítica no es posible establecer
demarcaciones
férreas y claras), lo que nos conduce a la necesidad de criticar
nuestra crítica. La actitud empírica «corre el
riesgo
de hacerse hiperempírica, privándose así de los
medios
lógicos y organizadores de la razón». La
razón,
por su parte, puede desdeñar los hechos y convertirse en
racionalización.
La manera de evitar estos riesgos e insuficiencias consiste en
establecer
relaciones dialógicas, en bucle, entre las anteriores diversas
instancias
(critica, experiencia, lógica, etc.). La fecundidad del
conocimiento
científico es, de hecho, fruto de una dialógica entre
razón
y experiencia e imaginación y verificación. Es cierto que
existen certezas posibles, pero éstas no pueden ser sino
fragmentarias,
temporales, circunstanciales. Por ello, toda creencia en un acabamiento
del conocimiento debe ser eliminada para siempre. Las incertidumbres y
el inacabamiento del conocimiento, en vez de conducirnos hacia el
escepticismo
y la renuncia, deben incitarnos hacia la búsqueda de
conocimientos
lo mejor avalados posible. El conocimiento complejo se nutre siempre de
incertidumbre.
1. Para una visión general de la obra y las ideas de Edgar Morin pueden consultarse Fages 1980 y Kofman 1996. 2. Sobre las etapas, la gestación y el desarrollo de la antropología compleja de Edgar Morin, véase Gómez 1996. 3. El principio de simplificación postula que la complejidad de los fenómenos y la diversidad de los seres y de las cosas son sólo aparentes, epifenoménicas, por lo que pueden explicarse reduciéndolas a algunos principios y elementos básicos y simples. 4. La simplificación se aplica a los fenómenos mediante disyunción y reducción. Toda simplificación conlleva una reducción de lo complejo fenoménico a lo simple oculto. En virtud del principio de disyunción, se disocian, separan, aíslan e insularizan aspectos de la realidad que -aunque, ciertamente, deban ser distinguidos y puedan oponerse- resultan inseparables y complementarios. 5. Todo se intenta explicar en virtud del orden (es decir, de leyes, invariancias, constancias), de manera que se establece un determinismo rígido y se excluyen el azar, el desorden, lo aleatorio, los acontecimientos temporales que surgen de manera imprevista, que son considerados como apariencias o epifenómenos debidos a nuestra ignorancia. 6. «El objeto simple es el que se puede concebir como una unidad elemental indescomponible. La noción simple es la que permite concebir un objeto simple de forma clara y neta, como una entidad aislable de su entorno. La explicación simple es la que puede reducir un fenómeno compuesto a sus unidades elementales, y concebir el conjunto como una suma del carácter de las unidades. La causalidad simple es la que puede aislar la causa y el efecto, y prever el efecto de la causa según un determinismo estricto. Lo simple excluye a lo complicado, lo incierto, lo ambiguo, lo contradictorio» (Morin 1982: 318). Sobre la antinomia moriniana entre lo simple y lo complejo puede verse Marques 1984. 7. El pensamiento complejo reconoce y asume «la imposibilidad de expulsar la incertidumbre del conocimiento» (Morin 1977: 431). Esta incertidumbre viene aportada, en parte, por la irrupción del desorden y del observador. Mientras que el pensamiento simplificante oculta (sin poder eliminarla) la incertidumbre, el pensamiento complejo, no es que la aporte, sino que la revela. La exigencia de complejidad aporta incertidumbres: «toda reinserción de un ser o de un fenómeno en su contexto o en su eco-determinación aporta imprecisión. Todo reconocimiento del alea aporta imprecisión. Todo lo que deja de aislar y de separar artificialmente aporta imprecisión» (Morin 1980: 441). Ante la incertidumbre, la exigencia de complejidad nos conmina a trabajar con ella en vez de liquidarla o exorcizarla. 8. El sistema es «un todo organizador irreductible a sus constituyentes» (Morin 1977: 121); puede concebirse como «unidad global organizada de interrelaciones entre elementos, acciones o individuos» (Morin 1977: 124). «El sistema posee algo más que sus componentes considerados de forma aislada o yuxtapuesta: su organización, la unidad global misma (el «todo»), las cualidades y propiedades nuevas que emergen de la organización global» (Morin 1977: 129). El sistema es «unidad compleja organizada» (Morin 1977: 176); «un sistema es una unidad global, no elemental, puesto que está constituida por partes diversas interrelacionadas. Es una unidad original, no originaria: dispone de cualidades propias e irreductibles, pero debe ser producido, construido, organizado. Es una unidad individual, no indivisible: se puede descomponer en elementos separados, pero entonces su existencia se descompone. Es una entidad hegemónica, no homogénea: está constituido por elementos diversos, dotados de caracteres propios que tiene en su poder» (Morin 1977: 128). 9. En virtud de las definiciones que hemos ofrecido, las concomitancias entre las nociones de organización y de sistema resultan evidentes. Según Morin, el concepto de sistema está, por medio del concepto de interrelación, unido al de organización: «el sistema es el carácter fenoménico y global que toman las interrelaciones cuya disposición constituye la organización del sistema» (Morin 1977: 126); «toda interrelación dotada de cierta estabilidad o regularidad toma carácter organizacional y produce un sistema» (Morin 1977: 127). Pero, aunque las ideas de sistema y de organización resultan inseparables y se solapan conceptualmente, no obstante Morin considera que son «relativamente distinguibles» (Morin 1977: 127). Mientras que la idea de sistema «remite a la unidad compleja del todo interrelacionado, a sus caracteres y sus propiedades fenoménicas», la idea de organización «remite a la disposición de las partes dentro, en y por un Todo» (Morin 1977: 127). Mientras que la organización es «el rostro interiorizado del sistema (interrelaciones, articulaciones, estructura)», el sistema es «el rostro exteriorizado de la organización (forma, globalidad, emergencia)» (Morin 1977: 173). 10. Sobre la relación entre explotación y principios epistemológicos simplificadores, véase Solana 1997. 11. En esta tríada de términos conformadora de la definición compleja de ser humano, el de «especie» recoge las dimensiones biológicas, particularmente la dimensión genética (sistema reproductor, rasgos invariantes o perdurables a través del tiempo, principio generativo) del hombre; el de individuo recoge las dimensiones fenoménica y psicológica de la vida del ser humano y el aparato neurocerebral; y el de «sociedad» remite, obviamente, a la dimensión social (véase Morin 1973: 107 y 231; Morin 1980: 516 y Attias 1984: 129). 12. Sobre cómo se relacionan entre sí cada uno de estos sistemas, véase Solana 1996: 26-27. 13. Nos hemos ocupado de esta dialógica en Solana 1996: 31-32, a donde remitimos. 14. Se puede reconocer un acoplamiento dialógico (complementario/antagonista) entre los dos haces hormonales. Por un lado el MFB (Medial Forebrain Bundle), sistema dopaminérgico-noradrenalinérgico de incitación a la acción que pone en juego al hipocampo. Por otro, el PVS (Periventricular System), sistema colinérgico, favorecedor del ACTH, inhibidor de la acción y que pone en juego a la amígdala. Estos sistemas se pueden relacionar, respectivamente, con los estados psicoafectivos de la alegría y la tristeza; estados psicoafectivos que inciden sobre nuestras ideas y percepciones (véase Morin 1986: 106-107). 15. Los trabajos de T. Tsunoda han mostrado que los japoneses, en cuya lengua dominan las vocales, lateralizan a la izquierda el lenguaje, los sonidos animales y la música, de manera que los aspectos de la sensibilidad que se hallan situados a la derecha en los occidentales, en ellos están en la izquierda. Esta lateralización no es de origen genético, sino culturalmente adquirida pues los japoneses criados en América y los occidentales criados en Japón obedecen al modelo hemisférico de su medio de educación (cf. T. Tsunoda, «Latéralité du système auditif central et langue maternelle», Le Genre Humaine, nº 3/4, 1982: 136-137; T. Tsunoda, «Du cerveau: Japon et Occident», Internationale de l'imaginaire, nº 1, 1985: 50-56; M. Maruyama, «Cultural Variation in Brain Lateralization Components: Encephalographic Epistemology», American Antropological Association, 1979 (cit. por Morin en 1986: 100 nota 3). 16. Todas estas cuestiones tienen para Morin repercusiones pedagógicas. Mientras que un proceso de socialización y de educación sexista desarrolla unidimensionalmente uno de los bloques de capacidades hemisféricas en descrédito del otro dando lugar, así, a individuos atrofiados, es posible plantear la posibilidad de una educación que desarrolle los «dos sexos del espíritu», que favorezca la complementariedad y que atenúe la dominancia de uno de los hemisferios, favoreciendo de este modo la apertura de la inteligencia y el enriquecimiento del conocimiento en los dos sexos. Si partimos de la separación bihemisférica, entonces el pensamiento complejo, basado en el diálogo en bucle ininterrumpido entre aptitudes complementarias, concurrentes y antagonistas (análisis/síntesis, concreto/abstracto, intuición/cálculo, compensación/explicación, etc.) residiría en la «ambidextria cerebral» (Morin 1986: 103). 17. Véase Morin 1986: 81-85. A la unidualidad existente entre cerebro y espíritu hay que agregar un tercer ámbito, el de la cultura y la sociedad, de modo que se torna en una unitrinidad (el término es nuestro; Morin habla de «trinidad»). El espíritu/cerebro no puede aislarse de la cultura; ésta es indispensable para la emergencia del espíritu y para el pleno desarrollo del cerebro. Las neurociencias permiten hoy la manipulación del cerebro; de este modo, el Estado y la sociedad pueden retroactuar sobre la bioquímica del cerebro. Cerebro, espíritu y cultura son interdependientes y se coproducen entre sí, por lo que para considerarlos hay que edificar un macroconcepto de triple entrada formado por estos tres términos. 18. Véase, por ejemplo, Morin 1977: 320; Morin 1982: 81-82 y 234-241; y Morin 1986: 52-54. 19. Así, por ejemplo, mientras que la máquina artificial ha sido construida y concebida por los humanos de los que recibe su programa, la célula ha surgido de la escisión de otra célula y su programa es herencia de otra célula (célula madre). A diferencia de la máquina artificial que produce para el exterior, para los seres humanos y resuelve nuestros problemas, la célula produce para-sí misma, produce sus constituyentes y solventa sus problemas. Mientras que la máquina artificial no puede reproducirse ni multiplicarse, la célula se reproduce y multiplica; la máquina artificial es organizada desde el exterior, la célula se autoorganiza. La computación celular es indistinta de las actividades auto-organizativas del ser celular; computar y ser son indiferenciables: en la célula, computar es ser y ser es computar. Por ello hay que unir en bucle los siguientes dos enunciados: computo, ergo sum y sum, ergo computo. 20. El aparato neurocerebral no solventa los problemas de modo programático, sino de manera estratégica. Mientras que el programa está constituido por una secuencia predeterminada de operaciones y en este sentido es «automático», la estrategia no está predeterminada en todas sus operaciones, sino que se modifica en función de las necesidades, para enfrentar las incertidumbres y en función de los nuevos acontecimientos que surgen. Esta distinción no significa que programa y estrategia se opongan irreconciliablemente. Muy al contrario, a la estrategia le resulta útil disponer de secuencias programadas y de automatismos. De este modo, muchas computaciones neuronales e interneuronales tienen un carácter «automático» (Morin 1986: 71). 21. En la cuestión del sujeto las ciencias antroposociales se han movido entre dos paradigmas. De un lado, un «paradigma objetivista que pretende fundar la cientificidad antroposociológica sobre el modelo de la ciencia física (es decir, por la eliminación de toda idea de autonomía, de autocausalidad, de autoorganización, de individuo y, por ello mismo, a fortiori, de sujeto)» (Morin 1980: 330). Para dotar a las ciencias humanas de cientificidad, se pretende expulsar al sujeto. Se critica el subjetivismo y la noción de sujeto es considerada como una idea metafísica y acientífica. Por otro, un paradigma subjetivista, metafísico, humanista y antropocéntrico.- Ambos paradigmas son rechazables. Con respecto a la primera postura (la negación y el rechazo del sujeto), Morin suscribe las críticas a la metafísica del sujeto y al subjetivismo, pero cree que hay que distinguir «la realidad de la subjetividad» de «la ilusión del subjetivismo» (Morin 1980: 328). El sujeto es una realidad que hay que conceptualizar e integrar. El sujeto ha de ser reintegrado en la ciencia tanto «por arriba» (reintegración del sujeto observador/conceptuador, entrada antroposocial de todo concepto, subjetividad necesaria para la objetividad) como «por debajo» (reintegración del sujeto viviente computante) -el sujeto viviente computante le aporta una «base objetiva» al sujeto observador/conceptuador-. Contra el subjetivismo metafísico, Morin no define al sujeto de forma metafísica (sujeto trascendental, abstracto), ni de forma humanista (la definición humanista del sujeto por la consciencia de sí -cualidad únicamente humana), ni a través de la afectividad y el sentimiento (cualidades que sólo aparecen a partir de los mamíferos), sino que considera necesario proceder a una naturalización del sujeto, a un enraizamiento del sujeto en la biología. Para ello, propone y elabora una definición «bio-lógica» de sujeto; es decir, una definición de sujeto basada en la lógica organizacional propia del individuo viviente-. Por tanto, frente al sujeto metafísico (abstracto, trascendental, privado de physis y de vida), puro, sustancial y esencialista, fundado sobre sí mismo, solipsista, basado en la consciencia humana y, consiguientemente, antropocéntrico; el sujeto moriniano será un sujeto biológico (desmetafisizado, naturalizado), impuro (siempre ligado al ser, a la individualidad y a lo viviente), emergente, dependiente del mundo de la vida, que comporta en sí mismo rasgos infra y supra subjetivos (genos y oikos), basado en el computo del ser celular y, por tanto, desantropomorfizado (véase Morin 1980: 210 y 330-331). Sobre la cuestión del sujeto en la obra de Morin, puede verse Gómez 1996 y Manghi 1987. Sobre la relación entre computo y subjetividad véase Lévy 1990. 22. De este modo, debe dejarse de concebir lo innato a modo de una dotación exclusivamente intrínseca, únicamente auto o intra organizacional y dada de una vez para siempre. Lo innato se ha ido adquiriendo, construyendo e integrando en el cerebro a lo largo del proceso evolutivo cerebral. A través de este proceso, los principios organizacionales del mundo exterior han sido integrados haciéndose innatos. El proceso evolutivo cerebral está regido por una dialógica auto-eco-organizadora en la que lo innato, lo construido, lo adquirido, lo interior y lo exterior se encadenan, producen y permutan entre sí.— La cuestión de la naturaleza del aprendizaje se ha visto sometida a un enfrentamiento entre dos posturas irreconciliables. Por un lado, un innatismo para el cual sólo se aprende lo que de algún modo ya se conoce y para el que la experiencia, en el fondo, nada aporta sino que únicamente actualiza un saber virtual. Del otro lado, un adquisicionismo según el cual somos tabula rasa y todo saber es fruto de la experiencia y de las improntas procedentes del exterior. Ambas tesis comparten el presupuesto común de la oposición entre lo innato y lo adquirido; ambas conciben una proporcionalidad inversa entre lo innato y lo adquirido: cuanto más hay de innato, menos posibilidad de adquirir; y a la inversa, cuanto menos hay de innato más posibilidad hay de adquisiciones. Con Jacques Mehler (1974), Morin afirma que la relación entre lo innato y lo adquirido no es inversa, sino que cuanto de más competencias cerebrales innatas se dispone mayores posibilidades y aptitudes hay para adquirir. Además, el aparato neurocerebral dispone de la capacidad de aprender, pero requiere de estímulos del entorno para ponerse en funcionamiento y desarrollarse. Sin estímulos del entorno, la aptitud para aprender queda estéril e incluso se pierde. 23. Según
Morin
(1986: 232-233), el problema kantiano de un «mundo en
sí»
más «real», «profundo» y
«verdadero»
que el mundo de los fenómenos ha resucitado en nuestro siglo a
partir
de los progresos de la investigación científica. La
microfísica,
la relatividad einsteiniana, la teoría del big bang y la
experiencia
de Aspect, nos remiten a zonas de la realidad que no obedecen ya a
nuestras
formas y categorías a priori pero que —tal y como nos lo han
revelado
las ciencias— son concebibles de algún modo. De esta manera,
entre
fenómeno y noúmeno «ya no existe el muro de hierro
kantiano, sino una zona vaga». Mientras que en Kant había
«un foso insondable» entre fenómeno y
nóumeno,
hoy ha surgido «una zona de penumbra» en la que las
ciencias
físicas «detectan y abordan un Real inconcebible,
más
allá o más acá de los fenómenos (cosa que
Kant
confirma), pero detectable y abordable a partir del mundo de los
fenómenos,
y que se comunica con él mediante una zona de penumbra que les
une
y separa a la vez (cosa que Kant infirma)» (Morin 1986: 234).
Más
allá de la zona de penumbra se encuentra el origen del mundo
físico,
el substrato que generó y que continúa generando nuestro
mundo físico. Se trata de un mundo cuya existencia es
reconocible
y presuponible por el pensamiento, pero cuyos rasgos resultan
impensables.
A esta Realidad con mayúscula podemos denominarla Caos, Nada o
Vacío
(véase Morin 1986: 234). La cosmofísica y la
microfísica
nos han enseñado que «más allá» y
«más
acá» de esa «banda media» que constituye
nuestro
mundo perceptivo y fenoménico existen «otros mundos»
en los que «las formas, organizaciones, cosas, seres que
constituyen
los fenómenos propios de nuestra banda media o bien se
desintegran
a escala microfísica, o bien se desvanecen a escala
cosmofísica»
(Morin 1986: 235). Una visión reduccionista podría
deducir
de lo anterior que las formas, organizaciones y seres de la banda media
son meros epifenómenos inexistentes «en realidad» y
que lo único existente y «Real» son las realidades
reveladas
por las ciencias. Así, por ejemplo, desde la óptica
reduccionista,
el calor, los sonidos y los colores no existirían en realidad;
lo
realmente existente serían, respectivamente, velocidades de
moléculas,
variaciones de la presión del aire y ondas
electromagnéticas.
Esta visión reduccionista es falaz esencialmente por dos
razones.
La primera, porque el reduccionismo olvida que, gracias —desde luego— a
las capacidades organizacionales y emergentes del mundo
microfísico,
a escala de la banda media surgen y existen seres organizados cuyas
capacidades
y estructuras les hacen y permiten sentir calor, ver colores y escuchar
sonidos. El reduccionismo ignora que los seres de la banda media poseen
un grado de organización más desarrollado que las
entidades
microfísicas. Además —segunda razón—, la
visión
microscópica de las cosas no es un reflejo de la Realidad, sino
que, como la visión «mesoscópica», es
realizada
por seres humanos que disponen de instrumentos para ello. De este modo,
los datos físicos no constituyen ni captan realidades
últimas
en-sí, sino que son «traducciones, al lenguaje del
espíritu
y según el estado actual de la física» (Morin 1986:
236).
Attias, C. (y J.-L. Le Moigne)
(coord.) Crick, F. H. C. Fages, Jean-Batiste Kofman, Myron Gómez García, Pedro Lévy, Pierre Manghi, Sergio Mehler, Jacques Mora, Francisco Morin, Edgar Solana, José Luis Publicado: 1997-10 |
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