Democracia o tecnocracia: ¿cómo gestionar los bienes comunes?
Taller de Teoría del conocimiento (2631137)
Grado en Filosofía, Universidad de Granada
- Isaac Ruíz Huertas
- Ella Edmead-Knowles Fernandez
- Lucia Mora Molina
- Dylan Padilla Requena
- Helena Martínez Ibáñez
- Paula García Arjona
- Nuria Molina Navarro
- Marta Boza Pigem
- Isabel López García
- Marta Boza Pigem
- Isabel López García
- Isabel López García
- Paula García Arjona
- Dylan Padilla Requena
- Ella Edmead-Knowles Fernandez
Este trabajo tiene por objeto la caracterización del debate contemporáneo entre democracia o tecnocracia como candidatas al mejor sistema político de gobierno y manejo de los bienes comunes. Se divide en tres bloques: El primero, a modo de introducción a la polémica planteada, pretende mostrar una conceptualización y genealogía de los principales términos, además de contextualizar el problema en el siglo XX. El segundo bloque consta de la exposición de casos, referencias, conceptos y herramientas relevantes para seguir el debate contemporáneo. El tercer bloque incluye las conclusiones y una serie de propuestas y preguntas para debatir. Desarrollado durante el periodo febrero-mayo de 2025, incluye un extenso dossier de documentación, una presentacion y un vídeo divulgativo. El contenido que sigue se articuló de forma colaborativa a partir del dossier. El material restante se presentó al grupo inscrito en la materia el 29 de mayo de 2025.
→ La documentación asociada está disponible en: https://sites.google.com/go.ugr.es/taller5/inicio
Cómo citar
Ruíz Huertas, I., Edmead-Knowles Fernandez, E., Mora Molina, L., Padilla Requena, D., Martínez Ibáñez, H., García Arjona, P., Molina Navarro, N., Boza Pigem, M., & López García, I. (2025, mayo 29). Democracia o tecnocracia: ¿Cómo gestionar los bienes comunes? Taller de Teoría del conocimiento (2631137). Grado en Filosofía, Universidad de Granada. https://sites.google.com/go.ugr.es/taller5/inicio
1. DESARROLLO HISTÓRICO-CONCEPTUAL
1.1 Conceptos y genealogía
1.1.1 Qué es la democracia
La definición de cualquier sistema gubernamental conlleva una serie de problemáticas, a saber, la imposibilidad de darla desde un completo sentido neutral y el peligro de no atenerse a las condiciones materiales en las que se efectúan dichos sistemas. Trayendo a colación la reflexión del académico Federico Saggese, el vocablo “democracia” —en tanto que concepto que recorre desde el ámbito político y jurídico hasta el social y filosófico— carece de una definición omniabarcante que capte todas sus connotaciones, “no existe tal cosa como un concepto unívoco” (Saggese, 2017, p.670). En el mismo artículo citado, precisamente Saggese se dedica a problematizar el pretendido relato unificador, estático y permanente que creen compartir todos los estudios de la democracia. Su metodología para ello parte del análisis de seis candidatas a definición del concepto referido y, desde ellas, extraer sus presupuestos subyacentes, mostrando asimismo la inconexión y/o puntos de inflexión entre los supuestos pertenecientes a cada propuesta: “hemos intentado presentar al concepto de Democracia como una figura esencialmente polémica, que constituye una pauta ambivalente y dinámica, que precisa ser necesaria y constantemente discutida” (Saggese, 2017, p.687) alega Saggese en el cierre conclusivo de su artículo.
El presente dossier no pretende ser una monografía especializada sobre la Democracia, por lo que no nos podemos permitir seguir las pautas de Saggese en una problematización tan completa de los conceptos que nos competen. Los objetivos presentes en este trabajo nos obligan a comprometernos con determinadas concepciones. Sin embargo, su reflexión no ha sido precisada como introducción en vano, queremos partir desde ella para mostrar todos los matices posibles que den al concepto de democracia dinamicidad y cabida en el panorama contemporáneo. Para ello, hemos apostado por la puesta en común de varios estudios de la democracia que, a su vez, varían en su fecha de publicación —desde 1994 hasta 2018— y, por ende, de momento histórico particular. Las coincidencias entre tales sugerencias van a conformar nuestra propuesta de definición de lo que es —o ha de ser— Democracia.
El primer dogma establecido en cualquier intento de entender qué es la democracia es una exhortación al método genealógico que se remonta hacia polis griega, asentadora de aquel famoso sentido etimológico que —erróneamente— se sigue intentando usar como poseedor de la verdad democrática. Que democracia significase en su nacimiento griego “el poder del pueblo” no indica más que su etimología, “no lo que es y cómo es que funciona a día de hoy” (Lugo Jiménez, 2018, p.19). Efectivamente, la democracia nació en Grecia como una peculiar “democracia directa”, meramente posible gracias al reducido número de los que se podían considerar “ciudadanos” y a una mínima extensión territorial. Esta consabida democracia directa consistía en tres mecanismos fundamentales. En primer lugar, la aclamación o asamblea en la que los ciudadanos discutían, votaban y decidían instantáneamente cuestiones fundamentales de la polis. En segundo lugar, un consejo de 500 miembros elegidos por sorteo cada año que se dedicaban a la organización de las aclamaciones y de la supervisión general de la comunidad. Por último, magistraturas encabezadas por ciudadanos tanto elegidos por sorteo como por votaciones; estas se encargaban —grosso modo— de lo que contemporáneamente entenderíamos por “poder ejecutivo”, materializando lo decidido en asambleas.
La cuestión es que esta suerte de “democracia directa” solo pudo florecer entre el 500 y el 300 a. C., cuando el territorio correspondiente a la comunidad fuese tan mínimo que pudiera ser controlado mediante dichos mecanismos. Una vez las poblaciones crecieron y se iba marcando la senda de lo que —siglos después— sería el Estado Moderno, se introducirá en la conceptuación de la democracia el elemento representativo, no-directo y, por ende, más cercano a nuestro ideario actual. Es importante, en términos genealógicos, haber precisado el origen griego de la democracia, no obstante, claro está que lo que hoy en día es democracia y cómo despliega su actividad en el panorama mundial dista abismalmente de lo que pudo ser en la pequeña ciudad-Estado. La genealogía que se seguirá trazando se acercará cada vez más a los presupuestos, compromisos y logísticas que una democracia contemporánea abarca.
Siguiendo con la metodología genealógica que se propone este dossier, de la democracia directa a la representativa o moderna no hubo un mero salto importante. Sucedieron siglos, distintas organizaciones políticas e ideologías contextuales que moldeaban cada necesidad política concreta. El nuevo auge de la democracia tras las revoluciones burguesas en los siglos XVII y XVIII empezaron selladas doctrinalmente con el liberalismo de manera que no se puede intentar conceptuar la democracia sin el reconocimiento de su compromiso con el constitucionalismo liberal (Álvarez de Cienfuegos, 1998, p.35). Teniendo esto último en cuenta, cobra especialmente sentido el siguiente juicio de Arriola: “No existe ningún movimiento natural, y mucho menos histórico, que conduzca a la democracia o a la modernización. Ambas han sido en la historia resultado de circunstancias propicias pero también del talento y voluntad de las élites dirigentes” (Arriola, 1994, p.3).
La extensión poblacional en las sociedades modernas no permitieron la incorporación de los ya referidos mecanismos democráticos directos. Así, siguiendo el ya citado artículo de Natalia Lugo Jiménez, la primera diferencia de la democracia representativa con respecto a la directa surge con la escisión entre la titularidad del poder y a quién le corresponde el ejercicio de este mismo. El pueblo sigue poseyendo la titularidad, ya que es el único con la legalidad suficiente como para dar sentido a la elección a unos representantes que hagan el ejercicio de dicho poder. Aquí se ha de tener en cuenta que “si bien la definición etimológica de democracia no agota el discurso sobre la democracia, si lo abre y lo introduce” puesto que la etimología dicta y deja establecido cual es la fuente de legitimidad de las prácticas democráticas, a saber, la voluntad emanante del pueblo, expresada en el voto (Lugo Jiménez, 2018, p.21). La democracia empieza a vislumbrarse como un mecanismo más complejo que una combinación entre apalabramiento y sorteos en la medida que se empiezan a separar paulatinamente la fuente del poder de su efectuación legislativa, ejecutiva y judicial. La competencia por el voto también es un elemento que transforma completamente lo que se entiende por democracia; a partir de ahora los ciudadanos han de comprometerse con una persona u organización que les inspire la confianza suficiente como para otorgarle el poder de administrar, divisar y ejecutar lo necesario.
Otra diferencia significativa a la que apunta Lugo Jiménez es a que la democracia directa consistía en lo que en política se conoce como “decisiones de suma 0” mientras que la democracia representativa, en favor del cumplimiento de unas exigencias mínimas, efectúa decisiones que son siempre de suma positiva. En la comunidad griega decidir era blanco o negro, unos ganan y otros
pierden; en la nueva democracia moderna el decidir implica el reconocimiento de unos derechos básicos —límites infranqueables, en teoría- dados tanto para la mayoría como para las minorías.
En virtud de un acercamiento a lo que ya entendemos como la democracia actual en favor de sus matices filosófico-sociales, vamos a establecer una desvinculación heurística-conceptual de dos sentidos que puede cobrar la palabra “democracia”. Tales sentidos son lo que llamaremos, por un lado, “democracia como mecanismo” y, por otro, “democracia como valor”; o, tal y como Dulce Natalia los conceptúa: las definiciones descriptiva y prescriptiva —respectivamente— de la democracia. En ambos sentidos coinciden estudiosos como Arriola y Álvarez de Cienfuegos. El primer sentido apela al dispositivo burocrático y formal que es condición de posibilidad para establecer una forma gubernamental en la que el pueblo es soberano. La democracia, en términos puramente descriptivos, es el sistema de voto que permite a la población elegir a sus representantes; es ese mecanismo mediante el cual los votos —a los que se nos insta cada ciertos años— se convierten en escaños dentro del Parlamento. Asimismo, el aparato formal de la democracia como mecanismo es el posibilitador de la estandarización de un sentido prescriptivo de la democracia, cobrando, por así decirlo, caracteres extra-estructurales: la democracia se convierte en un “proyecto de realización personal y colectivo” (Arriola, 1994, p.6). El ciudadano ya no solo es instado a votar, sino también a hacerlo con conciencia, responsabilidad y la suficiente madurez como para elegir al mejor de los candidatos para la empresa de su país. Los valores democráticos tal como la libertad de expresión, la igualdad, la participación proactiva o el derecho a las oportunidades se deslindan del contexto político-formal para instaurarse implícitamente en nuestro ideario colectivo. La democracia, entonces, se convierte en un compromiso y una forma desde la que pensar la socialización e implementar una serie de virtudes cívicas; en suma, una aspiración ambiciosa. En este sentido, Arriola precisamente la define como un proyecto inherentemente inacabado (Arriola, 1994, p.8), en el que conceptos como participación, ciudadanía y proactividad, lejos de ser productos cerrados y obtenidos o no obtenidos, son compromisos siempre renovables, valores perfectibles y conquistas nunca acabadas.
En esta línea también coincide la autora Margaret Canovan, quien presenta una interesante dicotomización para considerar la democracia que coincide con la justamente presentada. Para la autora, la democracia podría ser entendida como un frágil equilibrio entre dos “almas”, una pragmática y una redentora. La parte pragmática corresponde con el conjunto de instituciones que abordan los problemas de convivencia y establecen cierto orden social; esta se corresponde con la definición descriptiva de Lugo y, por consiguiente, con la “democracia como mecanismo”. Por su lado, la parte redentora —o lo que antes hemos apelado como la “democracia como valor”— representa los ideales que defiende el sistema, igualdad y libertad, presentando a este como la voz del pueblo, como una promesa de futuro (Brugué, 2020, p.77). De una manera similar, Pierre Rosanvallon, establece los conceptos de “democracia mínima”, aquella que es puramente institucional y “democracia esencialista”, que se basa en la voluntad popular absoluta; siendo ambos conceptos dos extremidades en las que no se ha de caer. Por ello este autor propone una teoría de la complicación de la democracia en la que sea reconocida su complejidad y su no gestión mediante reduccionismos (Sermeño, 202, p.17).
Como último punto a tratar para mostrar una mayor completitud conceptual de la democracia contemporánea, voy a enumerar una serie de rasgos que, al haber puesto en común y discutido entre sí, he tomado de autores que considero pertinentes para ello: Arriola, Saggese, Lugo Jiménez y Álvarez de Cienfuegos. Tales elementos son las condiciones necesarias —que no suficientes— para considerar un sistema político actual como democracia. Estos son:
Elecciones frecuentes y competitivas que funcionen a modo de “consultas universales” (Álvarez de Cienfuegos 1998, p.35) para la selección de las élites representantes. Por ende, ha de aceptarse el pluripartidismo y el sufragio universal. Asimismo, se hace patente la necesidad de demarcación de un territorio material que establezca la población objetiva que ha de poder votar en tales consultas.
A colación de la primera condición, debe reconocerse otros subelementos interrelacionados tales como: el derecho universal a ser candidato, la no destitución injustificada y/o arbitraria de los representantes elegidos hasta que acabe su mandato constitucional y, a su vez, “los funcionarios elegidos no deben ser sometidos a restricciones severas, vetos o exclusión de ciertas áreas por parte de actores no electos, especialmente las fuerzas armadas” (Lugo Jiménez 2018, p. 22).
Constancia de normas jurídicas que protejan a los ciudadanos ante impertinencias arbitrarias del legislador o del voto mayoritario. Este punto es justo lo que son las “decisiones de suma positiva”, a saber, la aseguración del pluralismo y de la constatación de los derechos de las minorías.
La existencia de instituciones privadas, comportamientos individuales y el derecho a la libre asociación. Como antes se comentó, el surgimiento democrático está estrechamente vinculado al pensamiento liberal y, por tanto, al derecho de la propiedad privada. A fin de cuentas, la democracia es “un subproducto, no premeditado, del liberalismo económico” (Arriola 1994, p.8)
Políticas de fomento “al desarrollo material, cultural y cívico de la población” (Arriola, 1994, p.8). Este último punto vislumbra, como explicamos antes, que la democracia también consiste en una suerte de pensamiento, ideario y “sociedad democrática”.
Derecho de libertad de expresión y de “canales de información alternativos” (Lugo Jiménez, 2018, p. 22)
1.1.2 La democracia arbitral
Puede ser que al lector se le haya hecho ajeno leer ciertas secciones de este apartado, como si su percepción de la democracia en la que actualmente se encuentra se distanciara de aquel alegato de la soberanía popular que hemos expuesto a lo largo de esta exposición conceptual. Esta posible intuición no estaría más lejos de la realidad de lo que podría estar nuestra propuesta; es, de hecho, cierta. Es notorio que hoy en día la democracia se nos presenta como una obligación dogmática más que como un compromiso modificable. Por esto mismo, queremos hacer cabida en este dossier al concepto de “democracia arbitral” y a nuestra propia lectura de él. Sin embargo, este concepto no solo ha de estar presente en este apartado conceptual; va a ser un concepto también descrito desde una perspectiva histórica, desde la que se pretenderá responder al porqué de su surgimiento.
Primeramente, “democracia arbitral” fue una formulación propuesta por el sociólogo Alan Touraine con el propósito de enfatizar el carácter estático, neutro y no transformador del quehacer democrático. En contra —o al menos de cierto modo— de aquella etimología que dictaba la legitimidad emanante del pueblo, la democracia había devenido en ser una suerte de élite árbitra del partido social que jugamos el resto de ciudadanos. La élite o árbitro sólo se ocuparía, entonces, de asegurar el cumplimiento de obligaciones para la manutención del orden y mediar disputas o altercados sociales. En este sentido, se patenta una curiosa paradoja, a saber, que lo que parecía ser una medida política se caracteriza particularmente por su despolitización y lo que parecía ser el sistema gubernamental posibilitador de la voz individual se convierte en un bloqueo de la transformación, el cambio y cualquier atisbo de contradecir el status quo.
El análisis que Habermas hizo en los años 50 al respecto parece encajar con la “democracia arbitral” de Touraine. Habermas vaticina como en la era actual la democracia se ha visto transformada por un posmodernismo conservador que desemboca en una posdemocracia oligárquica, donde el dinero y el poder predominan, mientras la solidaridad “parece brillar por su ausencia” (Vega, 2016, p.171). Es importante la identificación que el autor hace entre los conceptos de posdemocracia y oligarquía, en tanto que reveladores de una paradoja histórica: al igual que en la Grecia clásica —“donde los pobres votaban pero los ricos controlaban el poder” (Vega, 2016, p.172)—, las democracias contemporáneas parecen estar repitiendo este modelo de dominio encubierto. Asimismo, este diagnóstico sugiere un fracaso de la teoría política, que si bien fue creada para expandir la libertad y la igualdad, hoy parece confirmar que el régimen democrático sigue secuestrado por estructuras oligárquicas. La esperanza habermasiana en un diálogo libre de coerción se desvanece ante la realidad de un sistema donde la participación ciudadana es formal, pero el poder real sigue concentrado en pocas manos. Ante dicha catástrofe democrática, Habermas intentó forjar una reconstrucción de este tejido social mediante propuestas como el patriotismo constitucional y el diálogo con tradiciones como el catolicismo, buscando rescatar valores morales comunitarios traducidos a un lenguaje laico. Sin embargo, estos esfuerzos han quedado en el plano retórico, sin impacto tangible.
En la contemporaneidad, el valor democrático sigue postergado en exilio y el análisis habermasiano sigue cumpliendo su rigor. El pesimismo y el estado de desconfianza ante la democracia es tan justificado como evidente.
1.1.3 Qué es la tecnocracia
Aunque “la tecnocracia, entendida en el sentido etimológico del ‘gobierno de los técnicos’, no existe en ninguna parte, ni en el plano nacional ni en el internacional”, no obstante, los tecnócratas existen como actores clave del poder (Albuja Chávez, 1981, p.57). Su influencia se basa en un modelo de organización social que prioriza la competencia técnica como requisito para acceder a puestos de decisión. Sin embargo, definirla simplemente como el dominio de los especialistas resulta insuficiente; por eso, vamos a intentar esbozar un breve recorrido genealógico que desvele los principales sentidos que adquiere el concepto “tecnocracia” desde la perspectiva política.
Si se rastrea a lo largo de la historia los orígenes de una propuesta tecnocrática, podríamos retroceder hasta ese sentido etimológico propio de la Antigua Grecia con la política de Platón en la República y su propuesta del filósofo rey. Sin embargo, las posturas favorables o críticas a la tecnocracia empiezan a tomar relevancia a partir del Renacimiento (Centeno, 1997, p.216). Según la postura de Postman, el primer filósofo de la tecnocracia fue Francis Bacon. Pues en su pensamiento se observa una instrumentalización del conocimiento para obtener el control de la naturaleza, para ello, relacionó las ideas de ciencia y avances científicos con la de mejora de la condición humana, suponiendo esto la transición del pensamiento especulativo al técnico y aplicado (Estévez, 2006, p.73).
Aunque el cambio de pensamiento pudiera originarse en la figura de Bacon, el padre del primer ideal tecnocrático basado en la nueva ciencia fue Henri de Saint-Simon. Preocupado por las consecuencias sociales de la revolución industrial, buscaba, a través de su socialismo utópico, terminar con la explotación del hombre por parte de la naturaleza y del mismo hombre. Para ello, la élite industrial debía encargarse de sus obreros y hacer de intermediaria entre ellos y el poder político. El nuevo orden social ideal de Saint-Simon recibe el nombre de “Le Nouveau Christianisme”, cuyos ideales consistían en la eficiencia, la productividad, la innovación y el descubrimiento tecnológico (Estévez, 2006, p.74).
Una crítica clásica a la tecnocracia a considerar es la de Max Weber, quien observaba una tendencia en la modernidad hacia la racionalización y la complejidad creciente que causaría inevitablemente la aparición de grupos sociales altamente especializados. La organización necesaria para este proceso debía venir de un gobierno de expertos (Estévez, 2006, pp.67-68). Sin embargo, aunque ese gobierno de expertos pueda mostrar beneficios por su eficiencia, a la vez puede dotar de una autonomía excesiva a sus propios mecanismos administrativos. Limitando así el ámbito ejecutivo y de elección de los políticos electos y a su vez, limitando la democracia (Centeno, 1997, p.227). Weber también señala una contradicción en el modelo de este gobierno, pues aunque la elección de los medios sí puede resultar objetiva, la definición de los valores, objetivos y necesidades requieren de criterios subjetivos, de modo que el experto debe tomar decisiones más allá de lo estrictamente racional y científico, teniendo que formular juicios de valor y mostrando así sus sesgos e ideología (ibid.)
Una vez tenidas en cuentas estas pinceladas genealógicas sobre el surgimiento del ideario tecnocrático, vamos a proponer una definición de los conceptos que ahora nos competen, a saber, “tecnocracia” y “tecnócratas”. Para ello, hemos tomado las consideraciones de Miguel Angel Centeno y Albuja Chávez. Así, la tecnocracia es entendida como la dominación administrativa y política de la sociedad a través de la integración de los tres elementos desarrollados a continuación.
En primer lugar, una élite con formación especializada, los tecnócratas, aquellos que van a ejercer el poder de decisión en base a una racionalidad discursiva científico técnica (Centeno, 1997, p.225). Sin embargo, hemos de tener en cuenta que existen dos tipos de expertos: aquellos con habilidades concretas (como ingenieros o médicos) y los ‘especialistas de las ideas generales’, que sintetizan conocimientos técnicos para proponer soluciones abstractas. Mientras los primeros son valorados por su utilidad inmediata, los segundos —los tecnócratas— generan escepticismo, pues operan en el nebuloso terreno del ‘interés general’, un ámbito distante para la mayoría. A diferencia de los técnicos del estado, los tecnócratas no buscan una especialización estrecha y profunda, sino una soltura amplia pero superficial, lo suficiente para decidir en numerosos campos, incluso quebrando la “frontera de las decisiones” (ibid.). Esta élite opera dentro de un marco burocrático, el cual compone el segundo elemento a considerar, las instituciones. Estas determinan la influencia política que pueden tener estos expertos, para darse una tecnocracia, se requiere del control estatal por aquellas instituciones que no se encuentran en interacción directa con la población y promueven una forma de toma de decisiones determinada (Centeno, 1997, p.227).
El último elemento fundamental que compone a un sistema tecnocrático es la ideología que impulsa a la élite y determina las decisiones que se toman desde las instituciones. La identificación de la misma se basa en los valores y preferencias más generales en aquellos definidos como tecnócratas: promueven que la toma de decisiones se base en una aplicación exclusiva de criterios objetivos sin intervención de valores, con un fuerte rechazo a las limitaciones ideológicas (Centeno, 1997, p.229). Esta mentalidad o marco cognitivo se puede considerar una ideología del método, pues no ofrece nuevos valores políticos, sino que sostiene la creencia en la capacidad de alcanzar una respuesta óptima en cualquier discusión a través de una aplicación sistemática de unas prácticas concretas. Para ello, parte de la consideración de la racionalidad y el análisis científico como algo más allá del dogmatismo, de toda ideología (Centeno, 1997, pp.230-231).
Es precisamente esta ambigüedad la que revela el carácter “político” de la tecnocracia. Lejos de ser un sistema neutral, ha sido descrita como “un formidable poder social de carácter absolutista y privado que amenaza devorar al Estado. La tendencia del capitalismo organizado y planificado la empuja hacia las estructuras fascistas” (Albuja Chávez, 1981, p.60). Este fenómeno se ha acelerado por la transformación del Estado: de un ente limitado a funciones básicas (justicia, defensa, recaudación) a un actor intervencionista que gestiona economía, infraestructura y bienestar social. Ante esta complejidad, los gobiernos oscilan entre la improvisación reactiva —caótica pero democrática— y la planificación técnica —eficiente pero tecnocrática—. La globalización y la modernidad líquida, con su demanda de respuestas rápidas, han exacerbado esta tensión, relegando la visión a largo plazo.
A estas definiciones descriptivas del sistema se deben añadir las condiciones que hacen posible el desarrollo de un sistema tecnocrático, siendo éstas cinco: la complejidad creciente de las tareas emprendidas por el régimen, las cuales necesitan de mayor formación; la legitimación del régimen por referencia a criterios de desempeño, en función de si aportan más o menos servicios; la autonomía institucional de las organizaciones del estado asociadas con los expertos, que facilita la toma y continuidad de decisiones a pesar del flujo político; la estabilidad del régimen, ya sea por consenso, represión o necesidad de respuestas, pues facilita la no discusión de las propuestas; y su posición dentro de un sistema mundial, pues el isomorfismo institucional facilita el implementar medidas iguales en diversos sistemas o regiones (Centeno, 1997, p.234-237).
No obstante, sus fundamentos son frágiles. La premisa de un ‘gobierno racional’ choca con la naturaleza misma de la política, donde no hay experimentos controlados ni verdades absolutas. Las decisiones dependen de incertidumbres y preferencias subjetivas, no de fórmulas técnicas. Además, el tecnócrata no es el árbitro neutral que pretende ser: su poder deriva de un entorno socio-profesional con intereses propios, y su autoridad se desvanece al cuestionar su supuesta objetividad. No existe algo tal como la “política del one best way” (Zaratiegui, 2019, p.19) que prometen tener los tecnócratas. En favor de lo dicho, siguiendo a Centeno, consideramos como opuesto teórico de la tecnocracia al régimen político —o lo que propiamente es política en sí—, el cual se diferencia de la tecnocracia por el trato directo de la élite con los representantes de los intereses sociales, el reconocimiento y legitimación de la subjetividad de la elección política y la consideración de que el conflicto social es inevitable, pudiendo enfrentar este a través de acuerdos o represión (Centeno, 1997, p.223).
En suma, por definición, la tecnocracia es un sistema no-político y en su mera pretensión pragmática está serlo. La política, en favor de lo que es y lo que pretende, requiere de líderes que trasciendan el papel de meros administradores y que se alien con las masas, en virtud de traducir el conocimiento técnico en acción directa. “Sólo el hombre político es capaz de ir a lo esencial y de formular las alternativas fundamentales en términos claros” (Albuja Chávez, 1981, p.68). Como señalaba Sartre, los intelectuales —y por extensión los tecnócratas— deben abandonar la tentación de teorizar desde afuera y sumergirse en las demandas populares. No se trata de imponer soluciones, sino de co-construirlas, cerrando la brecha entre teoría y praxis. Solo así se evitará que la tecnocracia, bajo su máscara de eficiencia, consolide un poder despolitizado y ajeno a las necesidades reales de la sociedad.
1.1.4 Una breve discusión entre ambas
La principal diferencia entre ambos sistemas reside en el tipo de conocimiento que defienden para la toma de decisiones. La tecnocracia apela al conocimiento experto, considerando que la realidad es objetiva, por lo que proponen respuestas técnicas y científicas a problemas sociales. Mientras que la democracia apuesta por el conocimiento participativo, considerando que la alternativa para este tipo de elecciones es subjetiva, interpretativa y pluralista. (Estévez, 2006, p.65).
Remontándonos al apartado anterior, en el que describimos lo que consideramos que es la democracia, es interesante entender cómo la democracia —en tanto que compuesta de los miembros pragmático y redentor según señalaba Margaret— puede derivar en tecnocracia cuando el extremo pragmático se radicaliza y convierte en preeminente —tal y como justamente sucedió en el siglo XX, como se explicará a continuación—. Sin embargo, si es su polo redentor del que se abusa, la democracia podría acarrear el temido “peligro popoulista”, síntoma de aquellas “democracias orgánicas” acontecidas en el siglo XX. Antes de comenzar el siguiente apartado, por motivos de mayor comprensión para la lectura de este dossier, hemos de señalar lo que este “peligro populista” significa; por consiguiente, vamos a repasar brevemente lo que por “populismo” entendemos.
1.1.5 Qué es el populismo
Canovan define el populismo como “una apelación al pueblo frente tanto a las estructuras de poder establecidas como a los valores y las ideas sociales dominantes” (Brugué, 2020, p.79).
El populismo se alimenta de la insatisfacción del pueblo, dotándolo de una voz única, representada en un líder carismático. Rompe con la figura del ciudadano democrático para hablar del pueblo en abstracto y en base a eso, reclamar una literalidad del término democracia, para
alentar a la toma de poder del pueblo. Todo ello a la vez que derriba pilares democráticos como la pluralidad y la tolerancia, imponiendo las actitudes totalitarias del líder. (Brugué, 2020, p.80).
Según Delgado Parra, el populismo cuenta con tres ingredientes para componer su propuesta ideológica: una concepción maniquea del mundo, entender al pueblo como una comunidad virtuosa y homogénea y una élite corrupta (Sermeño, 2021, p.14). Resulta también enriquecedora la postura de Lassalle, que defiende que el trato dado por el populismo al pueblo no es como sujetos sino como una víctima, de cuya frustración se alimenta en las urnas, pues el voto es una expresión de sentimientos de rechazo y resentimiento (Brugué, 2020, pp.80-81).
1.2 Recorrido histórico: el dilema democracia-tecnocracia en el siglo XX
1.2.1 Por qué este periodo es un punto álgido del problema
En este dossier, uno de nuestros objetivos consiste en exponer el tema en su seno contemporáneo y, por motivo del formato de trabajo, no nos podemos extender en el rastro histórico de la tecnocracia hasta su inicio etimológico en el ideal “tecnocrático” platónico. Nuestra pretensión es la de mostrar cómo el debate actual comienza a coger su forma tras lo acontecido en su siglo predecesor, a saber, el siglo de las grandes guerras mundiales.
El hablar concretamente sobre la competencia entre tecnocracia y democracia —como candidatas a legítimas formas gubernamentales— en el siglo XX no es una selección cronológica arbitraria. Es especialmente en el siglo XX donde la ideología tecnocrática se materializa por primera vez en formulaciones corporativistas y es precisamente en la época de entreguerras cuando la tecnocracia se presentará como una fórmula de gobierno ideal ante las catástrofes acaecidas.
Los Estados modernos —ya nacidos en el siglo XIX— se encontraban sumidos en las famosas carreras imperiales con las que podían satisfacer sus anhelos de dominación y poder. Toda extensión territorial conlleva una extensión poblacional difícilmente manejable. Además, desde la herencia de la revolución industrial, las nuevas especializaciones mercantiles fueron implementadas en el aparato estatal. Así, “junto a la creciente burocracia técnica y estatista, ante el impacto del industrialismo (con la irrupción de las masas y los modos técnicos de producir), surgirán las primeras formas de organización política social tecnocrática como alternativa o como ingrediente gestor” (Zaratiegui, 2019, pp.17-18). En favor de la mejor funcionalidad estatal, el aumento de la complejidad en la gestión pública instigó la necesidad de fraccionar, organizar el poder y que éste fuera sustentado por especialistas. La ascensión de la función técnica exigió el aumento de demanda en expertos en economía, estadística o administración, marginando a los políticos tradicionales. Esto constituye la primera de las tendencias favorables hacia el abrazo tecnocrático en el siglo XX.
Un segundo factor —y probablemente el más fundamental— es el del desarrollo tecnológico, el que hace que los tecnócratas sean precisamente tecnócratas. Mitcham describe cómo, desde sus orígenes en el siglo XVI, “la tecnología [fue] entendida como un medio para alcanzar el bien” (Mitcham, 2005, p.168), pero en el siglo XX comenzó a ser vista también como una fuerza de dominación sobre la naturaleza y la sociedad. En sus primeras décadas, el avance tecnológico estuvo marcado por innovaciones mecánicas, químicas y eléctricas, pero con el tiempo, la expansión de la tecnología trajo consigo nuevas preocupaciones sobre su impacto en la humanidad.
Uno de los aspectos más debatidos ha sido la deshumanización que puede provocar el desarrollo tecnológico, efecto que particularmente se produjo en el siglo XX. Jacques Ellul “interpretaba la tecnología como un nuevo tipo de coacción sobre la condición humana” (Mitcham, 2005, p.168) y que “la máquina ha creado un medio antihumano, porque ha reducido lo humano a una sola dimensión: la eficacia […] es el hombre el que debe adaptarse y someterse a la técnica y a sus reglas y no al revés” (Ríos, 2012, p.48). De manera similar, Karl Marx argumentó que la tecnología, al separar al trabajador del producto de su trabajo, genera alienación.
Ogburn, por su parte, introdujo la noción de “desfase cultural” (Mitcham, 2005, p.169), señalando que el avance tecnológico se desarrolla con una lógica propia, mientras que la cultura no siempre logra adaptarse a su ritmo, lo que genera una brecha en la capacidad de la sociedad para darle un sentido y un propósito. El tecnócrata coge el lado de la tecnología —y se apropia de ella— mientras que el pueblo, creyendo ser ignorante e incrédulo ante no poder entender la elevada sofistificación tecnológica, se desentiende de ella y refuerza el rol ya naturalizado de que ha de ser el experto quién maneje y decida. El desarrollo tecnológico se traduce en auge tecnocrático en la medida que se necesita el conocimiento experto para diseñar, operar y mantener los nuevos sistemas tecnológicos complejos, a la vez que la administración de las infraestructuras emergentes tales como el transporte, energía o salud que se empezaban a expandir en las urbanizaciones.
Mitcham (2005, pp.171-172) también examina cómo estas preocupaciones han llevado a respuestas tecnocráticas desde la comunidad científica a la formulación de políticas públicas incluso en el terreno de la “tecnoética”. En la segunda mitad del siglo XX, los códigos de ética se volvieron una herramienta clave para regular el uso de la tecnología. Desde los juicios de Núremberg y la formulación del consentimiento informado en la investigación médica hasta la creación de la Agencia de Protección Medioambiental en 1970, ha habido intentos por mitigar los efectos negativos del desarrollo tecnológico. Sin embargo, Mitcham advierte que estos esfuerzos son insuficientes debido a la velocidad del progreso tecnológico y su creciente complejidad. El debate —nacido en el siglo XX— sobre la decisión entre un gobierno de expertos que pueda regular la tecnología de manera eficiente o un sistema democrático en el que la participación ciudadana asegure un control más equitativo, aunque con el riesgo de decisiones mal informadas es una cuestión que se sigue repensando a día de hoy.
Por último, resulta especialmente pertinente comentar cómo la vivencia democrática en el siglo XX se hizo lo suficientemente oportuna para el agravamiento de ideales “autoritarios/totalitarios antiliberales y antidemocráticos” (Zaratiegui, 2019, p.20). El fracaso de las democracias liberales se había patentado con las guerras mundiales, las crisis y los proyectos sociales fallidos. El ciudadano de a pie ya no se podía sentir comprometido con un Estado que lejos de representarle parecía querer arrebatarle todo su capital. Los debates sociales comienzan a despolitizarse en la medida que los debates ideológicos habían ido siendo reemplazados por un pragmatismo obsesionado con indicadores (PIB, kilómetros de carreteras, tasas de vacunación). Es así como se empieza a especular la que seguirá siendo a día de hoy una de las crisis de las democracias contemporáneas: la patentación de una doble fractura “entre sus tres eslabones fundamentales: Estado, sociedad y mercado” (Vega, 2016, p.163).
Por un lado, el vínculo entre sociedad y Estado se debilita, evidenciado en la erosión de los partidos políticos —como en Italia y España—, donde ideologías e identidades se diluyen, los jóvenes se alejan de la política institucional y la participación electoral se reduce a momentos de crisis. Este fenómeno no solo genera apatía, sino que también personaliza el liderazgo político. Por otro lado, el Estado pierde el poder ante el mercado global que se presenta como un actor anónimo, “casi fantasmagórico” (Vega, 2016, p.164). Mientras tanto, la sociedad permanece impasible ante un mercado que la condiciona sin ofrecerle herramientas para resistir (relacionable con la modernidad líquida de Baumann). Esta dinámica desembocó, y sigue desembocando, en una posdemocracia oligárquica, donde la soberanía popular es nominal. Los ciudadanos delegan su poder en representantes que, a su vez, lo transfieren a tecnócratas y mercados, perpetuando un sistema que, aunque criticado, se justifica con el mantra de “que puede ser muy malo, pero no hay otro mejor” (Vega, 2016, p.165). La paradoja es evidente: “en paralelo a su amplia difusión mundial, en el núcleo de la democracia crece una profunda crisis de legitimidad.” (Vega, 2016, p.163).
El problema se agudiza en espacios como la Unión Europea, donde Habermas advierte de que “se habría convertido en un poder autónomo, con una base de legitimidad endeble” (Vega, 2016, p.168), donde las decisiones se toman entre burocracias nacionales a puertas cerradas, marginando a los parlamentos y a los ciudadano. Sustituyen los procesos democráticos por una gestión tecnocrática basada en encuestas y discursos economicistas. “Europa insiste en una salida tecnocrática antes que política a la crisis. Apuesta a la ‘governance’ más que a la democracia y con ello arriesga alimentar el crecimiento de las alternativas populistas de derecha” (Vega, 2016, p.169).
En la era actual, la democracia se ve transformada por un posmodernismo conservador que desemboca en una posdemocracia oligárquica, donde el dinero y el poder predominan, mientras la solidaridad “parece brillar por su ausencia” (Vega, 2016, p.171). Habermas intentó reconstruir este tejido social mediante propuestas como el patriotismo constitucional y el diálogo con tradiciones como el catolicismo, buscando rescatar valores morales comunitarios traducidos a un lenguaje laico. Sin embargo, estos esfuerzos han quedado en el plano retórico, sin impacto tangible.
Habermas ahora enfatiza conceptos como posdemocracia y oligarquía, revelando una paradoja histórica: al igual que en la Grecia clásica —“donde los pobres votaban pero los ricos controlaban el poder” (Vega, 2016, p.172)—, las democracias contemporáneas podrían estar repitiendo ese modelo de dominio encubierto. Congruentemente, este diagnóstico sugiere el comienzo del fracaso de la teoría política: creada para expandir la libertad y la igualdad, hoy parece confirmar que el régimen democrático sigue secuestrado por estructuras oligárquicas. La esperanza habermasiana en un diálogo libre de coerción se desvanece ante la realidad de un sistema donde la participación ciudadana es formal, pero el poder real sigue concentrado en pocas manos.
No es extraño, entonces, encontrarse análisis tan críticos con la política del siglo XX como aquel que Rancière expone en La distorsión: Política y policía en 1995. Si bien no se corresponde con nuestro sentido común acerca de lo que es la “política”, Rancière hace un llamamiento normativo a lo que ésta debiera ser, en contraposición a todo un siglo propiamente impolítico en el que la política había devenido en el ejercicio policial de silenciamiento, censura y control del ciudadano. La política, en términos rancierianos, ha de ser el ejercicio de contestación del pueblo olvidado que se oponga a la policía, a saber, a las élites gobernantes —supuestamente representantes de aquel— y se reafirmen en el poder que siempre les ha pertenecido. La política ha de consistir en la construcción de dispositivos de subjetivación que permitan a los individuos y colectivos su reconocimiento como sujetos políticos y desafíen la distribución desigual de cuerpos sociales.
Rancière no refiere, y probablemente ni conozca, al concepto de “democracia arbitral” que construye Touraine, sin embargo, ambas formulaciones teóricas no están tan separadas la una de la otra y, tal y como se inició el apartado, no son fruto de la casualidad. El siglo XX es la manifestación de la democracia como un árbitro que castiga, limita y empobrece al ciudadano más que como un proyecto en el que el ciudadano se asume voluntariamente.
1.2.2 El análisis de Habermas del panorama europeo del siglo XX en La espiral de la tecnocracia
En este apartado vamos a hacer referencia a un artículo de Acevedo que versa sobre cómo Habermas en su obra The Lure of technocracy analiza el problema de la globalización y su relación con la tecnocracia, centrándose en el papel de Europa dentro de este proceso. Consideramos pertinente tener en cuenta la interpretación habermasiana en tanto que influyente para la lectura general de la política tecnocrática en el siglo XX.
En este contexto, la lectura habermasiana sobre la tecnocracia la entiende como una estructura de poder que disimula su hegemonía bajo una apariencia bienintencionada. Habermas plantea que la integración europea podría conducir a “un orden mundial posnacional, dentro de un capitalismo socialmente aceptable” (Acevedo, 2016, p.598). Sin embargo, advierte sobre el “gancho de los tecnócratas” (Acevedo, 2016, p.598), es decir, el peligro de que el proceso de unificación se base en decisiones impuestas por élites sin legitimidad democrática.
Habermas distingue dos posturas dentro del debate europeo: por un lado, “los liberales, quienes quieren un Estado-nación magro y los republicanos o de derecha, que proponen un Estado fuerte.”(Acevedo, 2016, p.598). En este marco, los tecnócratas ejercen su influencia imponiendo políticas económicas y fiscales sin participación ciudadana, lo que genera “un déficit de legitimidad [que] se agrava cuando las negociaciones no se llevan frente a los ojos del público” (Acevedo, 2016, p.599). La Comisión Europea encarna esta tensión al tomar decisiones basadas en criterios de eficiencia económica que no siempre coinciden con lo políticamente factible.
Como respuesta a este problema, “Habermas opina que se ha de buscar una comunidad política supranacional, pero democrática” (Acevedo, 2016, p.599). En su visión, los Estados-nación deben conservar su integridad, pero operar dentro de una democracia supranacional en la que la solidaridad se traduzca en derechos sociales efectivos. Para que este modelo sea viable, es necesario superar el déficit de legitimidad mediante una transformación institucional que garantice la igualdad tanto de los Estados como de los ciudadanos en la toma de decisiones.
En la segunda parte del análisis, “Habermas subraya la necesidad de reforma profunda de la cooperación (tecnocrática) que actualmente se da” (Acevedo, 2016, p.600) y examinar el papel del derecho internacional ante el unilateralismo de potencias como Estados Unidos. Defiende la constitucionalización del derecho internacional, lo que implicaría que los derechos fundamentales pasen del ámbito nacional al internacional y se consoliden como derechos cosmopolitas. Esto permitiría limitar el poder hegemónico unilateral y fomentar una gobernanza global más equitativa.
Por último, Habermas advierte sobre el riesgo de que Europa sucumba a una tecnocracia dominante y subraya la importancia de que los ciudadanos asuman un papel activo en el proyecto europeo. Solo mediante una mayor participación democrática se podrá evitar que el destino político de la Unión Europea quede en manos de intereses ajenos a la voluntad popular.
1.2.3 Exposición de casos que manifiestan el desequilibrio democrático y la emergencia tecnocrática
Una vez montados, en los apartados precedentes, todos los artefactos conceptuales que han permitido explicar el porqué de la encarnación del ideal tecnocrático en el siglo XX, lo único que nos queda por exponer en este primer bloque introductorio es —justamente— cuáles fueron aquellos movimientos, corporaciones o sistemas tecnocráticos a los que llevamos haciendo alusión en todas estas páginas.
En primer lugar, como manifestación de la quimera latente en los valores cívicos democráticos, fue conocido el debate intelectual dado entre dos progresistas americanos: el filósofo John Dewey y el periodista Walter Lippman. Su discusión, de carácter político, versaba sobre el alegato de cada acerca de enfoques comunicativos y educativos distintos que cabría adoptar en la democracia americana. Por su lado, Lippman “defendía un liderazgo político fuerte para mejorar la actividad y el compromiso públicos” (Grube, 2009, p.195). Era el gobierno, según el periodista, quien debía instruir a los ciudadanos e instaurar en ellos —mediante simbología política— la vinculación comunitaria y el sentimiento democrático.
A este respecto, el autor propuso la creación de un Ministerio de opinión que dotase a la población de aquellos conocimientos necesarios para que ésta pudiera apoyar al gobierno con razones para ello (ibid). La propuesta de Lippman, a nuestro entender, parece ser una especie de propuesta verticalista, en la que el gobierno es el principal agente de la propulsión democrática, un cuasi “control gubernamental de la opinión pública” (ibid). También a juicio de Lippman, son los líderes y los asesores científicos los que mejor pueden discernir y representar el bien común (ibid), lo cual parece casi entrar en consonancia con valores tecnocráticos; sin embargo, es importante resaltar que Lippman era democrático.
En favor de una mayor horizontalidad, Dewey veía que la democracia burocrática o estatal lo que caracterizamos como “democracia como mecanismo” en el apartado 1.1. 1 (“Qué es la democracia”) —era la posibilitadora de una creación de comunidad. A diferencia de Lippman, quien contaba como punto primero y final el Gobierno Estatal como referencia, Dewey solo considera que el Gobierno ha de ser tomado en cuenta en tanto que condición de posibilidad de “la creación de la Gran Comunidad” (Grube, 2009, p.196), a saber, la democratización social exportada a todos los ámbitos— incluidos los no-formales—. También en contra de Lippman, el filósofo creía en la no-monopolización de los hallazgos científico-sociales para el gobierno. No se ha de crear un Ministerio de Información que revele los datos que el Gobierno quiere que sepamos, el conocimiento en sí debe partir de una asunción de que su constitución es “función de la «comunicación y la asociación»” (Gistau, 2011), en suma, de la participación ciudadana. La investigación ha de ser pública, democrática y, por ende, revisable. La opinión pública debía de formarse por sí misma y no como un producto ya hecho que le venía verticalmente desde el Gobierno.
Sobre este debate no se dictó un ganador o un perdedor, de hecho, no es ni siquiera lo que nos interesa para los propósitos de este dossier. Simplemente el hecho de que existiera una disputa relevante en torno al grado en el que una democracia debía tornarse tecnocrática es un caso útil que da luz a cómo se planteaba el dilema en el siglo XX.
En segundo lugar, lo que fue el movimiento tecnocrático —probablemente— más renombrado fue aquella utopía estadounidense simbolizada en el “Monad” y fundada con el Technocracy Study Course del ingeniero Howard Scott en 1934; aunque esta corriente ya había marcado su origen en una década anterior. El movimiento tecnocrático estadounidense consistió en un ideario utópico en el que se promovía una sociedad —también conocida entre sus seguidores como “tecnato”— en la que habrían condiciones de ensueño tales como la no existencia del dinero, una drástica reducción de la jornada laboral a 16 horas semanales y el anticipo de la edad de jubilación a los 45 años. Todo esto al módico precio de que los ciudadanos perdieran el voto: serían, entonces, los ingenieros y científicos aquellos autorizados para estar al mando. Si bien podría sonar a trama de ciencia ficción, el Movimiento tecnocrático no fue ninguna tontería: consiguió tener medio millón de personas que creían en él y las razones que le llevaron a su propia ideación no eran en absoluto ingenuas. Nos encontramos, por aquel momento, en el famoso crack del 29, el colapso del mercado financiero y, por ende, el derrumbe de medio mundo económico. El capitalismo liberal parecía haber llegado a sus últimas e indeseables consecuencias, o al menos así lo detalla Jens Steffeck (BBC, 2022).
Esto fue el caldo de cultivo perfecto para que Scott tomara como justificación personal de su sistema la sensación generalizada de que la democracia había otorgado poder a muchos incompetentes que, tras tomar las decisiones erróneas, habían llevado a su pueblo a la “ruina social” (BBC, 2022). Como remedio ante esto, un verdadero “gobierno de la ciencia” (BBC, 2022) sabría dar cabida a la eficiencia social, dándole al ciudadano aquello que la democracia le había prometido y, a su vez, le había quitado. “Contrario a todos los”ismos” de la época [fascismo, comunismo, capitalismo etc]” (BBC, 2022), el Movimiento Tecnocrático estadounidense se erigía como solución a-política para el desgaste político palpitante en su época; de hecho, los creyentes del Tecnato tenían prohibido la militancia en cualquier otro partido político. En línea con lo anteriormente expuesto en apartado 1.1.4 (titulado “Qué es la tecnocracia”), la tecnocracia se presenta como una translocación de los valores científicos a los sociales, como si la política se pudiera tratar como una ciencia exacta en la que la solución correcta hubiera de ser única, óptima y eficiente.
Aún resaltada su potencia como movimiento social, el Movimiento Tecnocrático nunca consumó sus mayores ambiciones. Tan pronto como se levantó, el New Deal de Roosevelt para solucionar la Depresión económica consiguió quitarle la mecha a la utopía. En cuanto el capitalismo parecía haber encontrado soluciones con las que reformarse a sí mismo, la llamada revolucionaria tecnocrática se apagó.
Continuando con el eje cronológico, ahora vamos a situarnos en los años 50 europeos, donde imperaba la crisis de posguerra y el palpitante fracaso del bando Aliado. Francia simpatizaba con el que luego sería el bando ganador pero, habiendo sido ocupada por Alemania durante gran parte del periodo de guerra, no había de sentirse triunfadora al respecto: a costo de la guerra y la ocupación nazi, sus infraestructuras estaban destruidas, la economía paralizada y la producción industrial muy deteriorada. Lejos de los valores de la Francia de Vichy —o, dicho de otro modo, la francia alemana— se constituyó en el 1946 la Cuarta República francesa y, junto a ella, un plan para la perseveración económica basado en el dirigismo económico. Como gran parte de las tecnocracias que sucedieron en el siglo XX, el ideario tecnocrático cobraba fuerza en el ámbito técnico de la economía, el cual era lo suficientemente necesario como para darle a los tecnócratas razones pragmáticas por las que ellos debían de ser quienes gobernasen.
Por influencia del keynesianismo “con su defensa de la capacidad del Estado para controlar la demanda en la economía de mercado a través de una intervención adecuada” (González Cuevas 2007, p.25) el Estado francés implementó un modelo de “planificación indicativa”, procedente de las ideas de Pierre Massé (Gónzalez Cuevas, 2007, p.32). Esta planificación consistía en la coordinación y orientación de la actividad económica sin recurrir a un autoritarismo que la impusiese. Las empresas estatales fueron obligatoriamente acogidas bajo los propósitos del Estado. Sin embargo, un marco decisional era postergado para el sector privado. A diferencia de la planificación centralizada soviética —en la que los objetivos eran imperativamente fijos y obligatorios—, la planificación indicativa francesa meramente sugería, incentivaba o consultaba metas y estrategias con los sectores privados para una colaboración con estos. “Así, la economía fue absorbiendo cada vez más el marco institucional” (Gónzalez Cuevas, 2007, p.26) y era ésta la que daba la licitud suficiente a los tecnócratas para que el pueblo legitimase su ejercicio del poder.
El último caso paradigmático se remonta a los años 70, concretamente, a la dictadura de Pinochet en Chile. En el seno universitario de Chicago surge un reputado grupo de economistas neoliberales, con el nombre de Chicago Boys, cuyo objetivo era la implantación de reformas económicas en el panorama chileno. En consonancia con la oleada antimarxista que emprendió el golpe de Estado del 73, “la finalidad de dichas reformas [a saber, las realizadas por los Chicago Boys] era liberar al país del Estado socialista” (Rojo, 2019, p.140); en contra de cualquier tipo de Estado planificador, la línea neoliberal de los Chicago Boys abogaba por la defensa del Estado mínimo, aquel que otorgase la mayor libertad de mercado posible. Lejos de la disputa técnica sobre el modelo económico estatal, el caso de este grupo de economistas es relevante en este dossier en tanto que caso fundamental de justificación ideológica de la tecnocracia.
Tras la competencia por el ascenso al poder, fue en 1975 cuando los Chicago Boys consiguieron hacerse con “la dirección proyectual” del régimen (Rojo 2019, p. 149). Trabajando en conjunción con la fuerza militar, aún cuando los Chicago Boys se consideraban a sí mismos “apolíticos”, actuaban como una suerte de intelectuales orgánicos que mantenían a raya el régimen militar : “la matriz ideológica que había detrás de sus reformas económicas y sociales contribuyó a la justificación de la relación antinómica entre la libertad económica y la cancelación de la libertad política durante el régimen militar” (Rojo 2019, p.151). Con la meta de arreglar todos los problemas que el socialismo había traído a la sociedad chilena, el autoritarismo parecía estar más que justificado en tanto que propulsor de reformas socioeconómicas para la construcción de “un Estado subsidiario y la libertad económica que éste sistema traía consigo” (ibid). Tal y como comenta Gonzalez Cuevas, la ideología tecnocrática exalta, ante todo, “la competencia, la especialización y la racionalidad de las elites, de cara al logro del desarrollo económico” y ello implica “cierta predilección por el autoritarismo, al estimar que los grandes cambios sólo pueden hacerse desde arriba” (González Cuevas, 2007, p.
27). En definitiva, El fin justificaba los medios, o así lo creía la racionalidad militar-tecnocrática de aquel gobierno.
En conclusión, todos estos casos reflejan la excusa tecnocrática como razón con la que los estados de nuestro siglo predecesor pudieron autorizarse. “Y es que como ya no resultaba posible recurrir a las inoperantes tradiciones culturales o religiosas, el Estado tendía a legitimarse por el progreso técnico, centrándose en la solución de tareas de esa índole” (González Cuevas, 2007, p.26).
2. LA DEMOCRACIA Y LA TECNOCRACIA EN LA ACTUALIDAD
2.1 Críticas a la democracia y a la tecnocracia
Para introducir el primer apartado de este segundo bloque, consideramos pertinente la exposición de la propuesta crítica de Zygmunt Bauman a la política. Para ello, cabe señalar que lo que queda reflejado a continuación remite al artículo del propio Bauman sobre la modernidad líquida (Bauman, 2002).
Bauman sostiene que, en la era de la modernidad sólida, se pretendía acabar con los sólidos predominantes con el propósito de sustituir estos por otros perfectos y más duraderos. Así, el proceso comenzó derritiendo los sólidos, eliminando lo considerado insignificante y preservando únicamente lo relevante. Como resultado, la economía y sus principios se consolidaron como los únicos pilares permanentes, extendiéndose a todos los ámbitos de la vida. Esto ha llevado a que, en nuestra cotidianidad, valoremos los vínculos y actividades en términos de beneficios y pérdidas, priorizando la eficacia. Además, Bauman señala que la hegemonía de la lógica económica es la causa del fuerte individualismo característico en la actualidad.
Por otro lado, Bauman considera que la modernidad líquida está caracterizada por una falta de estabilidad en las identidades, estructuras sociales y relaciones personales. Obviando esto, también defiende que la política es insuficiente. Esto llevó al autor a afirmar que en la actualidad predomina “la política con p minúscula” y defiende que nos hace falta “una política con p mayúscula”.
La política con p mayúscula se refiere al ámbito colectivo y público, donde se abordan problemas sociales de manera integral, buscando traducir los conflictos privados en cuestiones públicas para encontrar respuestas colectivas. Su objetivo es promover el bien común. En cambio, la política, con p minúscula, se centra en la gestión individual de la vida, donde los problemas se resuelven en el ámbito privado sin vincularlos a una perspectiva colectiva.
Que la política con p mayúscula haya perdido el protagonismo en la actualidad se debe al auge del individualismo que fragmenta las conexiones sociales y desplaza la responsabilidad hacia el individuo. De este modo, vemos que la búsqueda del bien común ha sido desplazada, pues hoy lo importante es el interés propio y el beneficio individual. A juicio de Bauman, lo fundamental de todo lo expuesto es que veamos que la modernidad líquida ha transformado al ser social en individuo.
Asimismo, de este texto también parece relevante la distinción entre el individuo de jure y el individuo de facto. El individuo de jure es aquel que, formalmente, tiene derechos y libertades reconocidos en la sociedad moderna basada en la individualización. Este concepto implica que cada persona es responsable de su destino, sus decisiones y de sus éxitos o fracasos. Pero, sin embargo, en la práctica, las personas carecen de los recursos, herramientas y oportunidades necesarias para ejercer el control de su vida. Esto atrapa a los individuos en una constante autocrítica, pues no pueden atribuir su fracaso a factores externos y se ven obligados a buscar las causas de sus problemas en su propio esfuerzo o falta de este.
Sin embargo, el individuo de facto es aquel que ha logrado convertir esos derechos formales en capacidades reales para tener el control de su vida y alcanzar sus metas. Esto, no puede ser logrado meramente a través del esfuerzo personal, pues requiere de una sociedad en la que los problemas privados sean transformados en la búsqueda de soluciones colectivas.
En definitiva, la crítica realizada por Bauman es exigente y demoledora, ofreciendo un retrato preciso de la modernidad y del tipo de política que impera en ella.
2.1.1 La crisis de la democracia representativa
La democracia en América Latina se encuentra en peligro porque actualmente los partidos políticos no representan a los habitantes como antes se hacía. Anteriormente, dichos partidos políticos tenían bases consolidadas con ideas concisas, claras y planes de larga duración. Pero actualmente, estos elementos se transforman en instrumentos para que los propios políticos lleguen a gobernar, no cumpliendo con lo que prometían, buscando excusas y ocultando la realidad que mostraba que solamente les interesaba que la gente les votase para llegar al poder (“Democracias fatigadas”, 2025).
Por consiguiente, en este artículo se plasma que lo que realmente importa difiere de las aptitudes políticas, pues lo que resulta valioso no es otra cosa que la imagen superficial que mostrada a las personas y, por tanto, el arte de la persuasión en la comunicación.
Como consecuencia de lo anterior aumenta la desconfianza que tienen los habitantes con respecto a la democracia, ya que se puede ver claramente que, en muchos casos, las personas que se presentan para llegar al poder no son líderes expertos en el ámbito de la política, sino que, posiblemente, estén hechos por el marketing, y por eso, muchos son más influyentes que otros en plataformas digitales sociales. Esto ha desembocado en el hecho de que la gente ya no confíe en las instituciones.
Como queda plasmado en el artículo (“Democracias fatigadas”, 2025), con esto no se está diciendo que la gente quiera y desee, en la actualidad, un régimen dictatorial y autoritario, sino que las personas se encuentran en una situación donde observan que la democracia no está resolviendo problemas. A propósito de esto, es importante destacar que las redes sociales han influido muy notablemente en la forma en que se desempeña el ámbito político. Un ejemplo de ello es que gracias a esas plataformas ha sido posible incrementar información y participación, pero, sin embargo, ha hecho que el ciudadano se ilusione por tener la posibilidad de alcanzar el poder. Las redes sociales son las soberanas sobre qué ámbito de debate debe de realizarse, pero de ahí no se sigue que siempre establezca solución ante ese debate.
En definitiva, se defiende que actualmente la democracia funciona, pero muy poco, por lo que los expertos advierten que si no se realiza una nueva versión de la misma puede que finalmente desaparezca. Por ejemplo, en América Latina la justicia se ha usado para conseguir fines políticos (“lawfare”).
Además de todo lo anterior, la influencia del populismo hace que afecte también a la democracia. Por ejemplo, uno de los presidentes de Estados Unidos fue tomado como referente para Argentina, Venezuela, El Salvador y Guatemala, donde quisieron imitar su modo de gobernar el país, basándose en el narcisismo, improvisación y conflictos. Ante esto, se puede decir que la democracia es también un problema a escala global, no simplemente local.
Aquí entra la función del Estado, con el que la gente parece no estar muy contenta porque no hay un equilibrio entre el nivel de trabajo con la sociedad, en el sentido de que las poblaciones no se sienten seguras en su día a día y, por ello, muestran su desconfianza ante la democracia. Como Hobbes dijo, “el temor es el sustento del contrato social”, algo que en América Latinaqueda reflejado fielmente. Ante esto, la solución es un estado que desempeñe sus funciones persiguiendo el deber.
Así pues, la tesis defendida en este artículo (“Democracias fatigadas”, 2025) es que la democracia está, efectivamente, en peligro. No obstante, eso no quiere decir que no haya nada que hacer para poder salvarla. La solución pasa por el empleo racional de las nuevas tecnologías, impidiendo así que el poder resida en aquellas personas que puedan hacer un mal uso de ellas.
2.1.2 Los problemas de una tecnocracia
En el artículo “Beyond technocracy: The role of the state in rural development in the Eastern Cape, South Africa”, Hebinck, Smith y Aliber analizan la aplicación de políticas de desarrollo rural en la provincia del Cabo Oriental, Sudáfrica, donde los intentos del gobierno por transformar la agricultura de pequeña escala han fracasado debido a enfoques tecnocráticos desconectados de la realidad local. A través del estudio de los programas Siyakhula (2003-2010) y Fetsa Tlala (2013 en adelante), los autores argumentan que estos esfuerzos no han logrado generar mejoras significativas en la vida de los agricultores rurales, ya que reproducen viejos errores al imponer soluciones diseñadas desde la burocracia sin integrar el conocimiento y las dinámicas sociales de las comunidades.
Las políticas analizadas han sido diseñadas e implementadas bajo una lógica tecnocrática, en la que expertos gubernamentales e instituciones determinan qué es mejor para las comunidades sin incluir la participación activa de los beneficiarios. Este enfoque parte de la idea errónea de que los pequeños agricultores deben convertirse en productores comerciales integrados a mercados formales. Sin embargo, la mayoría de ellos combina la agricultura con otras estrategias de sustento, como el trabajo asalariado, las remesas y el acceso a programas sociales.
El análisis de los programas gubernamentales muestra sus deficiencias. Siyakhula, por ejemplo, buscaba impulsar la producción masiva de alimentos, pero fracasó debido a problemas de implementación, corrupción y falta de infraestructura adecuada. Por su parte, Fetsa Tlala intentó revitalizar tierras agrícolas en los antiguos territorios de Ciskei y Transkei, pero su impacto fue mínimo. A pesar de la gran inversión estatal, el programa presentó múltiples fallas, como retrasos en la entrega de maquinaria y servicios técnicos deficientes.
A nivel comunitario, el estudio muestra cómo los habitantes rurales no esperan pasivamente la ayuda estatal, sino que reconfiguran las políticas de manera informal para adaptarlas a sus necesidades. Se han desarrollado estrategias como el uso de mercados informales en lugar de mercados formales, ya que estos son más accesibles y flexibles; la práctica conocida como “irrigation by night”, donde los agricultores desvían agua de sistemas estatales para el riego de sus cultivos de
forma autónoma; y el énfasis en el cultivo de huertos domésticos, en lugar de depender de grandes explotaciones agrícolas, para minimizar riesgos económicos.
En otro orden de cosas, Elinor Ostrom (2000) desmonta la idea de que la gestión de los recursos de uso común (RUC) debe ser exclusivamente estatal o privatizada. A través de un análisis detallado, la autora demuestra que las comunidades pueden autoorganizarse para gestionar sus propios recursos de manera sostenible, estableciendo reglas y mecanismos de control que aseguren su mantenimiento a largo plazo sin necesidad de intervención externa.
Desde el inicio, Ostrom critica los modelos tradicionales de acción colectiva, como la tragedia de los comunes, el dilema del prisionero y la lógica de la acción colectiva, argumentando que estos enfoques ignoran la capacidad de las comunidades para desarrollar soluciones cooperativas. En lugar de asumir que los individuos siempre actuarán de manera egoísta y explotarán los recursos hasta agotarlos, la autora propone un enfoque institucional que analiza cómo las comunidades pueden generar normas efectivas para la gestión de los bienes comunes.
A lo largo de su análisis, Ostrom identifica tres problemas clave en la gestión de los RUC: el problema de la provisión, cuya preocupación versa sobre cómo asegurar que los individuos contribuyan al mantenimiento del recurso; el problema del compromiso creíble, centrado en cómo garantizar que los acuerdos sean respetados a largo plazo; y, finalmente, el problema de la supervisión mutua, que plantea la dificultad sobre cómo asegurar que se detecten y sancionen comportamientos que pongan en peligro la sostenibilidad del recurso.
Para responder a estos desafíos, Ostrom estudia diversos casos de éxito en la gestión comunitaria de recursos, como sistemas de riego en España y Filipinas, pastizales en Suiza y Japón, y pesquerías en Turquía y Canadá (Ostrom, 2000, p. 28-35). Estos ejemplos muestran que las comunidades pueden establecer reglas efectivas de acceso y uso del recurso, diseñar sanciones proporcionales para quienes incumplen las normas, y desarrollar mecanismos de monitoreo y resolución de conflictos sin depender de una autoridad externa.
A partir de estos estudios, la autora propone un conjunto de principios de diseño que caracterizan las instituciones exitosas de gestión de bienes comunes (Ostrom, 2000, p. 148): límites bien definidos sobre quién puede usar el recurso y en qué condiciones; reglas adaptadas a las condiciones locales en lugar de normativas impuestas desde fuera; procesos de toma de decisiones participativos, donde los usuarios pueden modificar las reglas; mecanismos efectivos de monitoreo, realizados por los propios usuarios o supervisores confiables; sanciones graduadas, proporcionales a la gravedad de la infracción; mecanismos accesibles para la resolución de conflictos, que eviten la intervención de instancias externas costosas e ineficientes; reconocimiento del derecho de autoorganización, sin imposiciones estatales que socaven las estructuras locales; organización en múltiples niveles, especialmente en sistemas complejos que requieren coordinación a diferentes escalas.
En términos de democracia y tecnocracia, Ostrom argumenta que los enfoques centralizados y tecnocráticos, donde expertos externos diseñan e imponen soluciones, suelen fracasar porque no consideran el conocimiento y las dinámicas locales. La autora defiende que la gobernanza de los bienes comunes debe basarse en la autogestión y la participación democrática, empoderando a las comunidades para desarrollar sus propias normas en lugar de depender de soluciones impuestas desde el Estado o el mercado.
Por lo que se refiere a James Buchanan, cabe destacar que fue un economista y teórico político que desarrolló una teoría constitucional (Buchanan, 1962) con una visión demócrata basada en el concepto
del contrato social. Influenciado por la tradición del liberalismo clásico y la teoría del orden espontáneo, Buchanan entiende que la sociedad debe establecer reglas previas al juego político para evitar que el Estado se convierta en un ente abusivo y expansivo, lo que él denomina “Leviatán democrático”. Su preocupación principal reside en cómo lograr un equilibrio entre la necesidad de un gobierno fuerte que garantice el orden y la seguridad, y la protección de la libertad individual frente a la posible concentración de poder.
Siguiendo una línea de pensamiento influenciada por Hobbes, Buchanan parte de la premisa de que los individuos actúan movidos por su interés propio y que, en ausencia de normas claras, tenderán a buscar ventajas personales, lo que puede generar conflictos y abusos de poder. Sin embargo, a diferencia de Hobbes, Buchanan no propone un poder absoluto, sino un marco constitucional que establezca límites estrictos al poder del Estado y de los “expertos”. Por lo tanto, es necesaria una democracia constitucional, en la que las decisiones políticas se toman dentro de un marco normativo que impida las corrupciones. Su modelo busca respetar los derechos individuales y las libertades económicas, siempre que se garanticen las decisiones colectivas.
Otro aspecto central en su teoría es la crítica a la tecnocracia como alternativa a la democracia. Si bien reconoce la importancia del conocimiento experto en ciertos ámbitos, rechaza la idea de que los especialistas puedan gobernar sin la participación democrática. Según su visión, los tecnócratas no están exentos del problema del interés propio, por lo que pueden actuar en su propio beneficio o en el de grupos específicos, lo que puede llevar a una forma de abuso de poder realmente peligrosa. Introduce el concepto de “reglas del juego”, argumentando que una sociedad bien organizada no puede depender exclusivamente de la voluntad de las mayorías, sino que debe establecer mecanismos constitucionales que limiten el poder tanto de los gobernantes como de los ciudadanos. De esta manera, la democracia funciona correctamente sin convertirse en una herramienta de opresión o en algo innecesario.
Por otro lado, el autor se posiciona claramente en favor de la democracia liberal. ¿Es posible confiar en la objetividad y neutralidad de los expertos cuando tienen poder de decisión política? Menciona que los expertos son importantes a cierto respecto, siempre y cuando no tengan la última palabra en cuestiones de política general. Por lo tanto, la idea de que los individuos actúan de manera egoísta y que la corrupción es una posibilidad real, incluso cuando proviene de los expertos, refuerza el argumento de que la política no puede estructurarse bajo una visión tecnócrata. La solución no está en reemplazar la decisión democrática por la de los expertos, sino en diseñar instituciones que minimicen los riesgos de abuso de poder en ambos casos.
En conclusión, su propuesta ofrece un equilibrio entre la participación ciudadana y la necesidad de contar con conocimientos especializados, sin caer exclusivamente en manos de los tecnócratas, ya que existe el riesgo de que actúen en función de sus propios intereses. Su teoría busca evitar tanto los abusos de la democracia populista como los riesgos de una tecnocracia sin control ciudadano. Advierte así que el peligro no radica en la presencia de expertos, sino en la ausencia de mecanismos de control democrático sobre sus decisiones. Ahora bien, este artículo suscita otro debate: si todos los actores, tanto políticos como expertos, pueden actuar según su propio interés, ¿quién debe controlar a quién? ¿Realmente es posible diseñar instituciones que garanticen que las decisiones técnicas sean tomadas con criterios objetivos sin excluir el control ciudadano, o es una especie de utopía? ¿Cómo podemos asegurarnos de que las reglas del juego establecidas en una democracia constitucional realmente protejan a los ciudadanos sin volverse demasiado rígidas o elitistas?
2.2. Un vistazo a la geopolítica actual
2.2.1. América latina
Para iniciar la cuestión acerca de la situación política actual en América Latina, consideramos oportuno introducir los elementos fundamentales del pensamiento de Rogelio Hernández Rodríguez (2014).
En las democracias jóvenes como, por ejemplo, la de México, los habitantes no están contentos con el sistema porque no creen que prevalezca el bienestar social de la población, tanto a nivel de salario como de un desarrollo sostenible de los mexicanos. Esto mismo es debido a que el gobierno es dirigido por tecnócratas a quienes parece no importar lo que piense, diga u opine la gente, pues se centran en evitar crisis económicas del país más que en la opinión de los habitantes.
Sin embargo, es cierto que las personas necesitan sentir que son escuchadas y, por eso, anteriormente existía un intermediario entre la población activa y los partidos políticos; pero, a día de hoy, no se encuentra intermediario alguno. Las políticas son impuestas sin tener en cuenta la opinión de la gente que vive en México, lo que les conduce a cuestionar el sistema. De hecho, llegan incluso a plantearse de qué vale que las personas vayan a votar a un partido político si sus intereses no son tenidos en cuenta, pues los políticos se centran en instaurar reglas normativas y autoritarias que afectan directamente a los ciudadanos.
Asimismo, Rogelio Hernández destaca la importancia del neoliberalismo, una corriente de pensamiento para la cual es más importante la gestión responsable del dinero que el estado de bienestar. Como anteriormente se ha mencionado, existía el “neocorporativismo”, que funcionaba como intermediario entre la población y el gobierno, de manera que se tenía presente la opinión de la población ante diversas leyes. Sin embargo, al pasar a un sistema democrático, dicho intermediario desapareció porque estaba muy ligado a un partido concreto llamado, “Partido Revolucionario Institucional” (PRI).
Por todo ello, el poder del pueblo pasó enteramente a los tecnócratas, un grupo de expertos en el ámbito de las finanzas que toma decisiones en base a la economía del territorio, pero no en base a lo que la gente necesita o reclama. Esto tiene un inconveniente, a saber, que los partidos políticos desarrollan estrategias políticas empleando el descontento de los mexicanos para poner en duda las leyes financieras políticas que los expertos dictaminaron sin establecer ninguna explicación ante dicha decisión.
En lo que respecta a la racionalidad tecnócrata, cabe señalar, como ya se ha hecho con anterioridad, que los tecnócratas son un grupo de personas especializadas en un ámbito científico-técnico; como por ejemplo, en la economía, donde toman decisiones importantes que funcionan en un periodo largo de tiempo con el fin de evitar catástrofes, tales como las crisis pasadas ocurridas en México. Gracias a los tecnócratas se han evitado crisis financieras, pero la gente está descontenta con el sistema democrático porque sienten que sus opiniones acerca de la toma de decisiones sobre ciertas leyes financieras son ignoradas.
Los tecnócratas entraron, en cierta medida, a formar parte del gobierno cuando Miguel de la Madrid llegó al poder en 1982. Viendo que la mayoría de la gente juzgó a los partidos políticos negativamente por no haber manejado correctamente las leyes políticas-económicas del país, algo que acrecentó la crisis financiera de México, Miguel apostó por los tecnócratas. En cambio, la gente no estaba contenta porque el gobierno de los tecnócratas obvia la opinión del pueblo y se centra en la de
los expertos. Además, las tecnocracias se interesan por las medidas que funcionan y proporcionan beneficios a largo plazo y no a corto plazo, como pretende el pueblo.
La tecnocracia permanece en el poder porque los partidos políticos como PRI y el Partido de Acción Nacional (PAN), creyeron que era la mejor opción para que la economía del país no decayese, como en aquellos años 70 y principios de los 80.
Realmente, como queda plasmado por Rogelio Hernández Rodríguez (2014), la tecnocracia en el poder tiene una parte positiva: la decisión de tomar ciertas reglas e imponerlas de manera crítica y objetiva para lograr un resultado y una solución ante un problema latente en el país. De esta manera, no se tendrían en cuenta los intereses ideológicos o las ideas de partidos políticos. No obstante, cabe destacar que también existe una parte mala: que no se tiene en cuenta a las personas que se ven afectadas por tales leyes. Como resultado, queda probado que no hay una comunicación entre los dos ámbitos, lo que tiene como resultado que la propia democracia se debilite, como sucedió en el caso de México. A juicio del autor, lo ideal hubiese sido un equilibrio entre el grupo tecnocrático y el pensamiento-opinión de la población representada.
En cuanto al corporativismo y la intermediación social, Schmitter dice que el “corporativismo” es una estructura de la sociedad que funcionó como mediador entre la población y el gobierno. La importancia del corporativismo surge porque hacía lograr que las inclinaciones de la gente se tuvieran en cuenta en el poder. No obstante, cabe recalcar que, de alguna manera, la población era controlada por estas organizaciones sociales. Un ejemplo de ello tuvo lugar con el PRI, que utilizaba este tipo de organización social para obtener más votos en las elecciones, garantizándose así el apoyo a sus leyes políticas. Además, cuando el campo financiero progresaba adecuadamente, el gobierno ofrecía privilegios o incentivos para tener satisfechas a estas organizaciones sociales que le facilitaban esa intermediación con los habitantes.
Pero, como ha sido sostenido anteriormente, en los años 70 la economía de México se empezó a fracturar y la sociedad comenzó a mostrar su insatisfacción ante el sistema. Con ello, ese tipo de organización social ya funcionaba como un intermediario, sino que se transformó en una herramienta para el control de la sociedad. Como ya no se obtenían esas ventajas debido a la decadente economía que estaba sufriendo México, el corporativismo simplemente tenía como fin limitar o frenar la manifestación o revuelo popular en el país.
Debido a lo mencionado anteriormente, en los años 80 el Estado desgastó esas estructuras sociales que antes funcionaban como intermediarias, empezando con el presidente Miguel de la Madrid y, posteriormente, con Salinas, dejando así que el comercio gestionase las interacciones laborales. Por otro lado, Salinas reestructuró el PRI para arrebatarle la autoridad a las estructuras sociales corporativas. Esa acción fue llevada a cabo realmente como una especie de represalia por no respaldarle en las elecciones de 1988, aunque la versión oficial era que el fin no era otro que aminorar el soborno o fraude por parte de los grupos corporativos y mejorar o fortalecer el ámbito financiero del país.
Tanto los partidos políticos de un bando como los del otro pensaban que era importante destruir ese tipo de organización social porque estaba muy relacionado con el PRI, que lo que hacía era persuadir y controlar a la población para permanecer en el gobierno. Esto era un paso fundamental para el sistema democrático.
Efectivamente se desempeñó tal acción, es decir, que se extirpó el corporativismo, pero no se creó ningún tipo de organización social que sirviera de intermediario entre la población y el Estado. Por ello, no existe ningún tipo de canal comunicativo entre ambas partes aunque haya ONGs y otros grupos que intentan hacer tal cosa, aunque cabe señalar que no han alcanzado esa función mediadora que sí se tenía anteriormente.
En la siguiente sección, el autor va a comparar la parte del “corporativismo societal”, propuesto por Schmitter, centrándose en territorios más multiculturales, es decir, en sistemas democráticos. En el caso de América latina esta doctrina triunfó más, aunque se utilizó como un elemento de manipulación de la sociedad mediante órganos-estaciones-sociales que mediaban entre el gobierno y la población.
En aquellos gobiernos en los que se utilizaba el corporativismo y que, además, eran países más industrializados y avanzados, los habitantes podían integrarse de muchas formas en el ámbito político, por ejemplo, a través de movimientos o votaciones. Sin embargo, en América latina esto no ocurrió de dicha manera, sino que el corporativismo societal se utilizó para poder manipular, manejar y limitar o frenar la intromisión de las agrupaciones sociales.
Por todo ello, Lehmbruch propuso el “neocorporativismo”, pues observó que el corporativismo implicaba tanto intermediar entre el gobierno y la sociedad, como facilitar un acuerdo político. Esto es así porque el corporativismo, de alguna manera, intervenía en la creación e implementación de las políticas públicas. Así, a la hora de aplicar dichas leyes, estas ya estaban apoyadas y basadas en lo que pensaba o decía la población, de manera que había muy poca probabilidad de que rechazase tal decisión política. Además, se evitaban confrontaciones porque se escuchaba lo que expresaban los habitantes, que eran los principales afectados de dichas leyes.
Por otro lado, es importante destacar que lo anteriormente mencionado ha funcionado en Europa Occidental, según las investigaciones de Crepaz y Lijphart, quienes afirman que estas sociedades democráticas que contenían este tipo de corporativismo se caracterizaban por un mayor equilibrio y por las mejoras dirigidas al fomento del bienestar social y financiero.
De manera contraria, en otros países, como en México, se han utilizado estas propuestas como herramientas para manejar y controlar a la sociedad. Debido a ello, aunque en México se está desarrollando mucho el ámbito democrático, todavía no posee un canal comunicativo donde se puedan escuchar ambas partes, a saber, el lado tecnócrata y el lado social. Por ello, Lehmbruch afirma que México necesita crear y garantizar la comunicación entre ambas partes, pues la solución no es dejar de lado la democracia, sino fortalecerla en dicho ámbito y hacer que los ciudadanos se sientan más incluidos en el ámbito político de su propio país.
Como queda expuesto en el artículo, centrado en Colombia, sobre tensión democracia-tecnocracia en el sur global (Bustamante, N. R., & Diego Álvarez Gámez, J., 2010), el Grupo de derecho de Interés Público de la Universidad de los Andes es una agrupación o conjunto académico que intenta hallar la interacción entre la Universidad y la sociedad. Con ello, busca fortalecer y refinar la enseñanza legal en Colombia. Es desempeñado mediante casos o proyectos claves que intentan solucionar obstáculos propiciados por la sociedad, los cuales, en su mayoría, provienen de personas pobres. Para ello, emplean instrumentos legales para hacer transformaciones jurídicas y sociales, como, por ejemplo, leyes de protección, acciones de la sociedad y reclamaciones por violación de la Constitución (Bustamante, N. R. et al., 2010, p. 130).
Para decidir los casos que quieren llevar a cabo, estos tienen que cumplir una serie de requisitos: cooperar en la solución de un problema de la sociedad y que este sea esencial, beneficiar a las personas necesitadas, poner en tela de juicio que el derecho haga una transformación significativa en la comunidad y, por último, reforzar el estado de derecho.
Un caso planteado como ejemplo por los autores (Bustamante, N. R. et al., 2010) es el de Nemocón, una agrupación que se esforzó y luchó para que las pequeñas poblaciones pudieran ser más autónomas e independientes con respecto al gobierno central. Salir triunfantes de tal hazaña significaría que esas poblaciones obtendrían mayor poder de decisión sobre asuntos que tocan directamente a dichos habitantes, como, por ejemplo, la utilización de su propia tierra.
Además, con ello también se estaría poniendo en duda cómo el Estado y los tecnócratas controlan y frenan la intromisión de los habitantes en las decisiones políticas que les afectan de manera directa. De esta forma, también se estaría cuestionando el canal comunicativo entre la población y el sistema democrático central. De este modo, a este grupo no le interesaría ganar muchos proyectos, sino, más bien, debería centrarse en cambiar el sistema democrático de Colombia, con el fin de que sus habitantes puedan tener garantías de mejorar sus propios derechos y tener más autonomía a la hora de decidir (Bustamante, N. R. et al., 2010, p. 131).
Con el objetivo de lograr una mayor comprensión del ejemplo, pasaremos a su contextualización. En 2006, Nemocón fue un ejemplo de la lucha que hay entre los tecnócratas y la sociedad. En ese año casi toda la gente votó que no se hiciera un relleno sanitario en dicho territorio, pero en 2007 la corporación autónoma regional de Cundinamarca (CAR) dictaminó y decidió que sí se hiciera una construcción de dicho relleno. Cabe destacar que el relleno sanitario es una zona controlada para depositar y arrojar la basura. A su vez, se tiene que tener en cuenta que el 94% de los votos manifestaron que no querían que se construyese dicho relleno y el 72% afirmó que Nemocón controlara sus propias basuras sin estar a la espera de decisiones de otras localidades. No obstante, la CAR se entrometió porque afirmaron que no estaban regidos por ninguna autoridad para no violar lo que se acordó el municipio. Además, afirmaron que iban a construir ese relleno apoyándose en elementos científico técnicos y medioambientales, cuestión que, para ellos, es más importante que una simple opinión o pensamiento de ese municipio.
Como objeción a la propuesta de CAR, el Grupo de Defensa de Interés Público (G-DIP) cogió el caso de Nemocón y solicitó una acción de tutela, es decir, un elemento legal que se usa cuando alguien siente que se está violando un derecho. En este caso, se estaba violando el derecho de integración a cooperar, o a contribuir, en el ámbito político para la decisión sobre qué hacer con sus tierras. Asimismo, dicho derecho era esencial de la ciudadanía y estaba regulado y en vigor en la constitución, concretamente en el artículo 40. Lo que sucedió es que los jueces no aceptaron el argumento de G-DIP, pero la Corte Constitucional sí tenía bien claro que dicho derecho estaba protegido por la tutela y que era una forma válida para salvaguardarla.
Lo importante de este caso no es el relleno sanitario, sino el hecho de que se cuestionó el derecho de las poblaciones de decidir por ellas mismas cuál sería su futuro. Así, esto suscitó una importante cuestión, a saber, si es más importante un estudio analítico, objetivo y crítico realizado por tecnócratas, personas especializadas en ello, o la decisión que tomó el pueblo (Bustamante, N. R. et al., 2010, p. 132).
El segundo problema es si la decisión de un convenio de la población podría ser regido por gobiernos o autoridades, por ejemplo, la corporación autónoma regional (CAR). Los habitantes de Nemocón realizaron un convenio, es decir, que tomaron una decisión mediante la votación. Sin embargo, la CAR tenía que decidir definitivamente si se llevaba a cabo o no. Por su parte, el G-DIP quería que se respetase esa decisión que tomó el pueblo, pero la Corte Constitucional no aceptó la afirmación de que la contribución política de los ciudadanos es un derecho esencial. Por ello, la CAR decidió realizar dicho relleno sanitario ignorando lo que decidió el pueblo. Esto se debió a que la CAR es una autoridad a nivel regional y no municipal, por lo que no prima lo que dictaminó el pueblo.
Ante esta situación, el G-DIP mostró su rechazo manifestando que, de esta manera, el gobierno frena la contribución política de los ciudadanos y, también, desvaloriza la entidad normativa de los municipios, ya que, si una autoridad es mayor que la municipal, no se hará caso a la municipal y sí a la regional.
En otra medida, es importante mencionar que esto mismo ha sucedido en otros lugares como en Ecuador, donde la comunidad Sarayaku se enfrentaba a CGC Texaco (petrolera), o como en Argentina, que se enfrentaban contra la minería en Esquel. En todas estas situaciones los municipios han sido ignorados por autoridades preponderantes, pues el gobierno percibe la contribución de los habitantes en el ámbito de la política como algo adicional o como algo a evitar (Bustamante, N. R. et al., 2010, p. 138).
Una contribución de los ciudadanos en el ámbito de la política debería ser que los municipios tengan la misma autoridad e información, que los municipios contribuyan desde el inicio siendo también protagonistas de la toma de decisión, la equidad de condiciones a la hora de decidir entre el gobierno, el municipio y las empresas y, finalmente, salvaguardar los derechos continuamente.
Para atender a la situación venezolana, se ha recurrido a un artículo (Scognamiglio, 2016) que pretende arrojar luz sobre el auge de las democracias ilimitadas en la actualidad latinoamericana y que recoge la condición en la que Venezuela se ha visto sumergida en los últimos años.
Como expone Laura Louza Scognamiglio (2016, p. 97), “en el mundo actual están apareciendo formas neoabsolutistas del poder político, carentes de límites y de controles”. Estas formas de ejercer el poder son comúnmente conocidas como ‘democracias ilimitadas’, también llamadas ‘democracias de masas’. Estos regímenes surgen de manera democrática, pero se van liberando de los límites que impone la democracia y pueden llegar a convertirse en regímenes autocráticos (Scognamiglio, 2016, p. 98). Asimismo, estas formas de gobierno provocan graves problemas. A juicio de la autora, el más destacado de ellos es que suele prevalecer lo que decide el gobierno o la Asamblea por encima de lo que realmente quiere y necesita la mayoría de la población.
Otro de los aspectos característicos de este tipo de gobiernos es que el Derecho no se encarga de limitar el poder del Estado, como ocurriría en un Estado de Derecho, sino que se identifica por ser un medio a través del cual el gobierno impone su voluntad. Esta es la razón por la que Venezuela pasó a convertirse en una ‘democracia ilimitada’ con la implantación del régimen autoritario de Hugo Chávez (Scognamiglio, 2016, p. 100). En Venezuela, el poder Judicial fue reducido y sometido al Ejecutivo: “las leyes relativas al sistema de justicia que se aprobaron a partir de 2009 […] pusieron fin de manera definitiva a la supuesta autonomía e independencia del Tribunal Supremo de Justicia como institución […] porque lo subordinaron a otros poderes del Estado y, especialmente, al Ejecutivo” (Scognamiglio, 2016, p. 108-109).
Desde diciembre de 2015, la actuación del Tribunal de Justicia en Venezuela ha sido considerada un golpe de Estado judicial ya que, con ello, se ha permitido que el presidente de la República gobierne sin control los poderes públicos del Estado, tales como el ejército, y que impida funcionar correctamente a la Asamblea Nacional, considerado el órgano democrático por excelencia (Scognamiglio, 2016, p. 120).
Por todo ello, Scognamiglio sostiene que hay dos elementos que constituyen una democracia sin límites, a saber, una democracia mayoritaria sin control y un poder judicial sometido. Esta situación provoca “la destrucción del Estado de derecho y la abolición de los principios clave para su existencia: separación de poderes, independencia judicial y legalidad” (Scognamiglio, 2016, p. 121).
2.2.2 El panorama europeo
El acuerdo de París se firmó en 2015 para enfrentar el cambio climático (Nava Escudero, 2016). Muchas personas lo concibieron como un momento histórico, aunque también hubo científicos que lo criticaron porque dicho acuerdo debe ser ratificado en el Estado pertinente para que las leyes puedan ejecutarse.
Por otro lado, cabe señalar una distinción, a saber, la diferencia existente entre las reglas “soft law” y las reglas “hard low”. Las reglas llamadas “soft law” funcionan como recomendaciones o consejos que se pueden seguir o no, mientras que las reglas “hard low” son aquellas que dictaminan estrictamente lo que el país debe llevar a cabo.
En cuanto a los tratados internacionales es importante destacar que parece que son obligatorios porque son acuerdos mediante los que el gobierno fomenta derechos y compromisos, por lo que cuando un país ratifica el tratado en su propio Estado está comprometiéndose a llevar a cabo tales reglas. Además, en un tratado pueden encontrarse normas de tipo “soft law” y de tipo “hard low”, y no necesariamente tiene que haber una u otra, pues puede haber de los dos tipos.
El Derecho Internacional posee diferentes niveles de imperativos y, por ello, puede contener reglas de tipo “soft law”. Sin embargo, debe ser destacado que como no puede saberse con certeza si los países sometidos a un acuerdo desempeñan o no esas reglas pactadas por el derecho internacional, no hay una represalia clara ante ese país que no ha cumplido el acuerdo. En algunas ocasiones, puede haber tensiones financieras o políticas, pero el cumplir las reglas recae más bien en la propia intención y voluntad que tiene el propio país (Nava Escudero, 2016, p. 101).
Para diferenciar las normas y ver a qué tipo pertenece cada una, se analiza su léxico. Estas reglas existen porque, en el aspecto financiero, cada país es afectado de una manera diferente a la hora de enfrentarse al cambio climático. Debido a ello, los países no quieren comprometerse a cumplir reglas absolutas, ya que es posible que un determinado compromiso tenga como consecuencia que los intereses del país se vean en riesgo por cumplirlo. Así, existen las reglas de tipo “soft law”, que son más flexibles.
Como queda plasmado en el artículo (ibid.), aunque es probable que se piense que estas últimas reglas hacen que se evadan los compromisos reales entre países, realmente este tipo de regla facilita que se llegue a reglas de tipo “hard law”. Por ello, el “soft law” es un primer paso para poner acuerdos primarios ante unos temas tan complejos como el del medio ambiente.
Algunos ejemplos de tratados internacionales sobre el cambio climático con reglas de “soft law” son los siguientes: la Convención Marco de las Naciones sobre el Cambio Climático de 1992, el Protocolo de Kioto de 1997 y el Acuerdo de París de 2015.
Finalmente, cabe destacar que en 1988 se creó el Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Con ello, cobró más importancia la cuestión acerca del cambio climático. Gracias a los tecnócratas que idearon este proyecto la ONU realizó acuerdos a nivel internacional. Ese acuerdo internacional fue la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, la cual entró en vigor en 1994. A su vez, tales medidas poseían reglas que pretendían ser de “hard law”, pero su léxico era bastante ambiguo, por lo que pasaron a ser “soft law”. Debido a ello, se emplearon como ’recomendaciones guiadas”. Además, se decía que estas medidas eran ambiguas porque, por ejemplo, establecían que había que reducir las emisiones de gases, pero no impusieron cuál habría de ser el límite de expulsión de gas (Nava Escudero, 2016, p. 119).
2.2.3 El caso japonés
Los próximos artículos presentan dos casos diferentes que ilustran el conflicto entre tecnocracia y democracia, abogando en ambos casos por una participación activa de la ciudadanía en la toma de decisiones.
El siguiente artículo (Kimura, 2010), examina el dilema entre tecnocracia y democracia a través de un enfoque experimental en la certificación de productos alimentarios llevado a cabo por la cooperativa de consumidoras Seikatsu Club Seikyo (SCCC), en Japón. A través de este caso, la autora cuestiona el monopolio del conocimiento técnico en la certificación alimentaria y propone un modelo más democrático y participativo.
La SCCC es una cooperativa de consumidoras japonesa fundada en 1965, que hoy cuenta con más de treinta mil miembros, en su mayoría mujeres. En 1994, crearon el sistema Independent Audit by Many (IAM), un mecanismo de certificación llevado a cabo por las propias consumidoras y que no dependía de expertos externos (Kimura, 2010, p. 131). IAM funciona de la siguiente manera: en primer lugar, las consumidoras eligen un producto y visitan al proveedor; a continuación, evalúan la seguridad alimentaria, el impacto ambiental y las condiciones laborales; finalmente, redactan un informe con recomendaciones para mejorar la producción. El sistema IAM no solo evalúa aspectos técnicos, sino que también introduce criterios sociales y ecológicos, como la reducción de residuos, el uso de productos locales y la protección de los derechos laborales.
Los sistemas tradicionales, como HACCP o ISO, se basan en la validación de expertos y laboratorios técnicos. Sin embargo, han sido criticados por la falta de independencia, los costes elevados y la desconfianza del consumidor. IAM, en cambio, democratiza el control de calidad al involucrar directamente a las consumidoras y priorizar la sostenibilidad social y ambiental.
A pesar de las claras ventajas que tiene este sistema, ha sido muy criticado, pues depende del trabajo voluntario de las mujeres, lo que puede reproducir desigualdades de género. A su vez, la falta de formación técnica de las auditoras puede limitar la evaluación de ciertos riesgos químicos o bacteriológicos, por no hablar de que no todos los productores aceptan ser auditados por consumidoras (Kimura, 2010, p. 139).
Con todo, el experimento japonés que presenta este artículo demuestra que es posible democratizar la certificación de productos alimentarios, rompiendo así el monopolio del conocimiento técnico y devolviendo el control a las ciudadanas.
2.2.4. Una mirada interna: casos de España
Para poder entender el caso español nos vamos a centrar en el análisis de dos grandes casos. El primero de ellos nos situará ante el conflicto de la dirección forestal y el segundo nos enfrenta ante las políticas y las consecuencias de la tragedia sufrida por la DANA.
Conflicto forestal
García Pérez & Groome (2000) ilustran el conflicto entre tecnocracia y democracia centrándose en la política forestal española y en cómo el control tecnocrático del Estado ha obstaculizado la verdadera participación democrática de las comunidades rurales. Analizan el panorama a través de dos estudios de caso (uno en Palancares, Castilla-la-Mancha y otro en Encartaciones, Euskadi), donde se ve de manera evidente cómo las decisiones forestales se han basado en criterios técnicos y productivistas, marinando el conocimiento local y la voz de los actores sociales afectados.
Parten de la premisa de que la política forestal española ha sido históricamente dominada por un modelo tecnocrático, donde las decisiones sobre la reforestación han sido controladas por ingenieros forestales y técnicos del Estado, excluyendo a las comunidades rurales.
A pesar de que el discurso oficial promueve la participación ciudadana en la gestión de los recursos naturales, en la práctica “la participación sigue siendo meramente retórica” (García Pérez & Groome, 2000, p. 485), ya que los planes forestales ya están diseñados antes de que los actores locales puedan intervenir. También destaca cómo este fenómeno no es exclusivo de España, sino que es un patrón común en otros países con sistemas forestales centralizados.
Tras comentar los dos estudios de caso, concluyen que, a pesar de la retórica oficial sobre la participación ciudadana, el modelo tecnocrático sigue siendo dominante en la política forestal española. Los autores identifican una serie de factores clave que explican esta resistencia, los cuales son los siguientes: la inercia burocrática y la falta de formación social de los ingenieros forestales; la presión de la industria maderera, que influyen en las decisiones políticas; y la ausencia de incentivos económicos para integrar a las comunidades locales en la gestión forestal (García Pérez & Groome, 2000, p. 494-495).
Por último, sugieren que una posible solución sería la creación de plataformas de diálogo y mediación entre las comunidades rurales y las administraciones forestales, permitiendo la gestión compartida de los recursos naturales.
Políticas y consecuencias de la DANA
Macedonio Vega (2024) pone el énfasis de su análisis de las consecuencias tras la DANA de Valencia en cómo los políticos utilizan esta masacre como parte de su juego electoral, mientras la gente lucha por seguir viviendo. La oposición usó la mala gestión ante un fenómeno natural para poner en evidencia a la ministra de transición ecológica, Teresa Ribera, en el Parlamento Europeo cuando ésta iba a encargarse de un rol importante; las acusaciones constantes entre el PP y el PSOE debido a que el presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, era el encargado de dar órdenes y avisos ante la gente de lo que se iba a manifestar pero no estaba en el momento más necesario para tomar decisiones; y la gran disputa surgida porque se cuestiona si el gobierno central de España debería de haber hecho algo.
Afortunadamente, los avisos a Andalucía de fuertes tormentas llegaron a tiempo y se minimizaron los daños que podrían haber sido atenuados en Valencia por no haber tomado las medidas necesarias a tiempo. Todos esos sucesos naturales son provocados por el cambio climático y los científicos manifiestan que es una de las consecuencias del calentamiento global. Además, avisan que las lluvias serán más fuertes y que nuestras infraestructuras no están preparadas para sobrepasar dichos fenómenos.
Teresa Rivera se va de Europa, y la sustituye Aagesen, nueva ministra de transición ecológica que defendió y elogió el papel de las ciencias tecnológicas ante las diversas críticas que se hicieron por parte de los partidos de la derecha, cuestionando el trabajo de los tecnócratas-científico-técnicos. Aagesen elogió también a Rivera defendiéndola de ataques propiamente de la oposición, diciendo que gracias a ella hemos tenido acuerdos que muy difícilmente hubiera conseguido otra persona, y Pedro Sánchez también la defendió ante diversos ataques. Por ello mismo, Aagesen recalca su compromiso frente al negacionismo que está realizando mucho ruido de lo que propiamente pasó en la DANA, y se compromete a que los expertos no tienen culpa de nada, sino simplemente que no se gestionó bien la información que los expertos científicos-técnicos estaban afirmando (El País, 2024).
Bono y Gil (2025) estudian el caso de la responsabilidad individual de Salomé Pradas, ex-consejera de Justicia e Interior, que fue señalada contundentemente porque el pueblo la juzga por no haber tomado decisiones a tiempo. Está siendo estudiada por la justicia para que se aclare por qué no se tomó ninguna medida aún sabiendo de expertos que avisaban desde la primera hora de la mañana de la masacre que iba a suceder.
El presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, afirma que él no fue el responsable de la toma de decisiones, aislando a Pradas, y ella misma se defiende aludiendo a que solamente hacía lo que le decían y que ella no tuvo constancia de esos avisos hasta poco antes que se hiciera presente.
2.3 Factores que ponen en riesgo la decisión
2.3.1 Tecno-solucionismo: tecnología, medicina y democracia
Siffels y Sharon (2024) analizan el concepto de tecno-solucionismo mediante el caso de la aplicación holandesa de rastreo de contactos durante la COVID-19. Se define este concepto (Siffels y Sharon, 2024, 4-5, 13) como una mentalidad que prioriza soluciones tecnológicas predefinidas para resolver problemas sociales complejos, a menudo sin tener en cuenta las implicaciones políticas, sociales o éticas. Este enfoque se basa en la creencia de que la tecnología tiene la capacidad de resolver cualquier desafío, especialmente aquellos relacionados con la gobernanza y la política pública. En lugar de considerar las causas subyacentes de los problemas, se enfoca en aplicar herramientas tecnológicas como si fueran un antídoto para todos los males sociales. En el caso estudiado, la aplicación de rastreo se anunció inicialmente para aliviar la sobrecarga de los rastreadores manuales de contagios; pero, tras su desarrollo, el problema se reformuló como la lentitud e imprecisión del rastreo manual, sin que la solución tecnológica cambiara.
Se identifican tres daños del tecno-solucionismo (Siffels y Sharon, 2024, p. 19-25). En primer lugar, la subversión de la democracia, ya que, siguiendo el ejemplo principal, la decisión de implementar la aplicación evitó debates públicos sobre su necesidad real, privilegiando la velocidad sobre la deliberación. Siffels y Sharon observaron que “el tecno-solucionismo en acción dejó en claro hasta qué punto se desvía de los riesgos que plantea al socavar los beneficios democráticos que se buscan lograr” (Siffels y Sharon, 2024, p. 21). Es decir, que en lugar de promover un debate público sobre las soluciones, el tecno-solucionismo prioriza la eficiencia de las tecnologías, dejando de lado
otras perspectivas y las consecuencias a largo plazo de dichas soluciones. En segundo lugar, una intromisión de actores privados como Google o Apple, cuyos criterios técnicos condicionaron las políticas públicas. En tercer lugar, nos dicen que los problemas se vuelven “huérfanos”, ya que el problema original sobre la sobrecarga del sistema sanitario quedó sin resolver al desviar recursos hacia la aplicación. Los problemas principales son ignorados por prestar atención al proceso de tecnificación que hay detrás de ellos, conllevando a que no solucionemos el problema real.
Por lo tanto, como hemos visto, el tecno-solucionismo erosiona la gestión democrática de los bienes comunes, más concretamente, el caso de la sanidad pública. Esto se debe a que se imponen soluciones tecnocráticas sin evaluar su idoneidad, relegando a la ciudadanía y a expertos no tecnológicos. Además, favorecen a grandes corporaciones tecnológicas cuyos intereses y estándares moldean políticas públicas, reduciendo la soberanía estatal. Por último, también ocultan problemas estructurales, como por ejemplo los recortes de sanidad, dejándolos bajo soluciones superficiales y perpetuando desigualdades.
El tecno-solucionismo es, pues, un ejemplo claro de la transición hacia una forma de tecnocracia, donde la toma de decisiones es delegada a un pequeño grupo de expertos, y donde las soluciones tecnológicas, muchas veces impuestas de forma apresurada y sin discusión pública, prevalecen sobre los debates democráticos. Este enfoque es peligroso debido a que son las corporaciones tecnológicas las que diseñan las propias supuestas soluciones, las cuales se priorizan sobre los procesos democráticos que, aunque sean más largos, son más esenciales y eficientes.
El desafío actual radica en encontrar un equilibrio entre la tecnología como herramienta de progreso y el respeto a los problemas democráticos. El tecno-solucionismo es un concepto aparentemente innovador, pero éste se convierte en una espada de doble filo, ya que, por un lado, promete una eficiencia sin precedentes (la cual muchas veces no puede alcanzar) y, por otro lado, amenaza con socavar la capacidad democrática de decidir colectivamente sobre nuestro futuro. Así, la democracia no puede ceder ante la seducción de la tecnología, sino que debe integrar la innovación sin perder su esencia participativa y plural.
A. J. Jovell (2005) aborda la toma de decisiones en la práctica médica y su impacto en la distribución de los recursos sanitarios. Aunque el enfoque inicial de su investigación es el ámbito de la salud, las reflexiones que plantea pueden extrapolarse a otros sectores de la sociedad, lo que lo convierte en un texto relevante para el debate en el que nos encontramos. Grosso modo, el autor analiza distintos modelos de toma de decisiones y cómo éstos afectan a la colectividad y a los pacientes, poniendo en cuestión qué sistema político y económico resulta más adecuado para la gestión sanitaria.
El principal problema expuesto por Jovell (2005, p. 1) radica en que “este proceso afecta a la colectividad, al comportar decisiones referidas a la distribución de recursos, y a los pacientes, al poder variar la evolución de su enfermedad. Gran parte de las decisiones que se toman son complejas”; por lo tanto, la cuestión clave radica en quién y mediante qué criterios se deben tomar tales decisiones. El artículo expone tres enfoques principales.
En primer lugar tenemos la tecnocracia utilitarista. En muchos países, el sistema sanitario está guiado por un enfoque tecnocrático basado en el utilitarismo. Aquí los expertos determinan cómo asignar los recursos en función del coste de oportunidad, es decir, priorizando aquellas decisiones que maximicen el beneficio general, aunque ello implique dejar sin atender otras necesidades. De modo que, según Jovell (ibid.), “el utilitarismo penalizaría en la asignación de recursos a las enfermedades que fueran poco relevantes”. También se menciona la eficiencia de Pareto, según la cual una distribución de recursos es eficiente cuando no se puede mejorar la situación de una persona sin empeorar la de otra. Este modelo prioriza la eficiencia y la racionalidad científica por encima de la participación ciudadana, encajando así con una lógica tecnocrática.
En segundo lugar, nos habla del liberalismo libertario y la regulación de mercado. En este modelo, la distribución de los recursos se da a través del mercado, donde la oferta y la demanda determinan el acceso a la atención médica. Aunque a primera vista podría considerarse un sistema democrático, ya que los ciudadanos participan como consumidores, en realidad se trata de una tecnocracia económica dominada por los intereses del capital, donde los que poseen más recursos tienen mayor acceso a los servicios de salud, lo que genera desigualdades.
En tercer y último lugar, hablamos de una democracia deliberativa como alternativa. Frente a los dos modelos anteriores Jovell presenta esta opción como una que permite una mayor participación de la sociedad en la toma de decisiones. Este sistema se basa en el debate público y en la búsqueda del consenso, combinando dos enfoques. Por un lado, un modelo comunitario que prioriza el bien común mediante la participación activa de los ciudadanos. Por otro lado, un modelo liberal que reconoce la pluralidad de opiniones y busca acuerdos. “La deliberación democrática supone, desde una perspectiva moral, la adopción del principio de reciprocidad de los procesos de toma de decisiones” (ibid.).
La democracia deliberativa es un equilibrio entre tecnocracia y democracia pura, aunque esta solución no solo es aplicable a la salud, sino que puede extenderse a cualquier ámbito en el que haya un conflicto entre especialización y participación ciudadana. Se basa en el principio de que las decisiones deben tomarse a través de un debate informado y argumentado, en el que tanto los expertos como los ciudadanos tengan voz. Su gran ventaja es que no excluye a la población en el proceso, pero tampoco deja las decisiones enteramente en manos de la opinión pública dejando de lado el criterio de especialistas. Ésto evita problemas como la desinformación o la manipulación populista. En el caso de la sanidad, por ejemplo, permitiría que los expertos aporten datos científicos y análisis técnicos sobre las mejores estrategias de salud pública, mientras que los ciudadanos, a través de mecanismos de participación como consultas o foros deliberativos, podrían expresar sus preocupaciones y valores.
Ahora bien, ésto puede suscitar debate, ya que, aunque la participación ciudadana sea importante, se cree que las decisiones deben de ser tomadas por los expertos tras momentos de tensión. Por ejemplo, podemos verlo reflejado en la gestión de la pandemia de COVID-19, donde la mayoría de las decisiones fueron tomadas por expertos en salud pública en un contexto de emergencia, incluso en países con sistemas democráticos. Por otro lado, un ejemplo contrario podría ser la política en Suiza, donde los ciudadanos pueden participar directamente en decisiones sobre políticas sanitarias mediante referéndums o mecanismos de consulta, aunque sean momentos de urgencia como la pandemia.
Otro gran problema al que nos enfrentamos es que sin importar la decisión que tomemos, la última palabra la tendrán los que mayor capital tengan, lo que puede generar problemas de justicia. Lo que está claro es que el caso de la sanidad es un claro ejemplo donde chocan la tecnocracia y la democracia. Un choque que, desgraciadamente, sigue presente en nuestros días y no tiene una solución fácil en el mundo en el que vivimos. ¿Preferimos un sistema más eficiente pero menos participativo, o uno donde todos puedan participar, aunque eso implique decisiones más lentas y complejas? ¿Tiene la tecnocracia más sentido en ámbitos como la medicina que en otros ámbitos como la política? ¿Hasta qué punto es viable democratizar la toma de decisiones en la sanidad sin comprometer su efectividad?
De Takats (1980) sirve de ampliación sobre la discusión que hemos iniciado con Jovell (2005) sobre la toma de decisiones en la sanidad, pero con un enfoque más específico en el impacto de la tecnología médica. Mientras que Jovell planteaba la cuestión de quién debe tomar las decisiones, De Takats introduce una problemática más concreta: el crecimiento incontrolado de la tecnología en la medicina y su relación con la tecnocracia. Señala cómo el avance tecnológico ha generado un círculo vicioso en el que la propia tecnología impulsa la necesidad de más tecnología, lo que, a su vez, aumenta los costos y la dependencia de decisiones basadas en apartados, dejando de lado el criterio médico tradicional.
Por lo tanto, el dilema central es la crítica a la excesiva tecnificación de la medicina que ha llevado a que muchas decisiones médicas se tomen en función de máquinas en lugar de tener en cuenta el juicio médico. Ésto genera un problema tecnocrático, ya que las decisiones ya no las toman los médicos con su experiencia y conocimiento, sino que quedan en manos de tecnólogos, gestores y economistas que priorizan la eficiencia económica y la innovación tecnológica por encima de otros factores.
De Takats (1980, p. 270) introduce el concepto de “biophysical monsters” para describir esta proliferación de tecnología diagnóstica que, si bien puede mejorar ciertos procedimientos, no siempre es necesaria y muchas veces sustituye a la evaluación clínica sin justificación real. De hecho, se menciona que en muchas ocasiones esta maquinaria compleja y costosa no mejora la atención del paciente, sino que la encarece innecesariamente. Este fenómeno deja en segundo plano la deliberación democrática y la relación médico-paciente, trasladando la toma de decisiones a quienes desarrollan y gestionan la tecnología, quienes se benefician de este panorama.
Se plantean dos aspectos clave que deberían revisarse para evitar una dependencia excesiva de la tecnología en la medicina. En primer lugar, que “el juicio clínico no debe ser desplazado y dominado por las tecnologías y los tecnócratas” (ibid.); de esta manera, se garantiza que los médicos sigan teniendo el papel central en la toma de decisiones y que la tecnología sea solo un apoyo, no el factor determinante. Por otro lado, De Takas argumenta que es importante simplificar y reducir los costes, ya que muchas tecnologías son excesivamente caras. Por último, cree que debería incentivarse la investigación que compare los métodos tradicionales con los nuevos avances tecnológicos para determinar cuándo realmente se justifica su uso. En definitiva, es importante no perder el juicio humano, la experiencia y la deliberación razonada frente al dominio técnico, ya que convierte nuestro mundo en algo deshumanizado y distante.
¿Hasta qué punto la tecnología misma está condicionando y moldeando las decisiones, desplazando no sólo a los ciudadanos, sino incluso a los propios expertos? Siguiendo el debate de Jovell (2005), ¿podríamos considerar que a día de hoy los expertos son solo las tecnologías y que, por tanto, la tecnocracia solo es una amenaza en este ámbito? Este planteamiento nos obliga a repensar el problema desde otra perspectiva. No es sólo una disputa entre expertos y ciudadanos, sino también una cuestión sobre cómo la tecnología puede generar una tecnocracia dentro de la propia tecnocracia.
Si la sanidad se rige cada vez más por criterios de eficiencia tecnológica y costos, ¿no estamos en realidad delegando las decisiones en un sistema puramente economicista? ¿Queda salvación para la deliberación democrática? Es de esperar que, si la tecnología ha convertido la medicina en un campo dominado por la gestión tecnocrática, lo haga también con otros campos como la política. ¿Cómo podemos garantizar que la tecnología siga siendo una herramienta al servicio de la sociedad y no un mecanismo que centralice aún más el poder en manos de unos pocos?
Helbing (2015) analiza cómo la revolución digital, especialmente Big Data, la Inteligencia Artificial (IA) y las tecnologías de manipulación, impacta la relación entre democracia y tecnocracia en la gestión de los bienes comunes. Helbing advierte que, aunque estas tecnologías pueden mejorar la eficiencia y la toma de decisiones, también pueden concentrar el poder en manos de élites tecnocráticas, debilitando la participación ciudadana y erosionando la autonomía individual.
El Big Data, por ejemplo, permite gestionar recursos de manera más eficiente, pero también facilita la vigilancia masiva y la manipulación social. Gobiernos y empresas recopilan enormes cantidades de datos personales para modelar y predecir el comportamiento de las personas, lo que puede transformar la gestión de lo común en un proceso opaco y centralizado, sin debate ni control democrático (Helbing, 2005, p. 7-11).
La Inteligencia Artificial, por su parte, tiene el potencial de optimizar la toma de decisiones en la administración de recursos, pero también puede desplazar el papel de la deliberación ciudadana en favor de algoritmos diseñados por expertos y grandes corporaciones. Helbing (2005, p. 11-12) señala que ésto podría llevar a una tecnocracia donde las decisiones sobre los bienes comunes se toman sin consultar a la sociedad, bajo la premisa de una supuesta eficiencia técnica.
Además, explora el uso de tecnologías persuasivas y ‘nudging’, que pueden influir en las decisiones políticas y sociales sin que los ciudadanos sean plenamente conscientes. Plataformas digitales ya han demostrado su capacidad para moldear opiniones y preferencias, lo que podría comprometer la capacidad democrática de autogestión de los bienes comunes al manipular la percepción pública sobre qué es mejor para la sociedad (Helbing, 2005, p. 12-14).
Helbing (2005, p. 14-23) plantea que nos enfrentamos a una encrucijada: podemos permitir que la digitalización refuerce una tecnocracia centralizada, en la que la gestión de los bienes comunes quede en manos de expertos y algoritmos sin control ciudadano, o podemos apostar por un modelo democrático, en el que la tecnología se utilice para fortalecer la participación colectiva. Para ello, propone regular el uso del Big Data, hacer transparentes los algoritmos de IA y fomentar sistemas abiertos de inteligencia colectiva que empoderen a la sociedad en lugar de someterla.
Graeber et al. (2024) analizan el impacto de las restricciones de movilidad durante la pandemia de COVID-19 en la satisfacción con la democracia en Alemania. Partiendo de la tensión entre la protección de la salud pública y la restricción de libertades civiles, examinan cómo las órdenes de confinamiento afectaron la percepción ciudadana del sistema democrático. Utilizando un enfoque de diferencias en diferencias (DID) y datos del Panel Socioeconómico Alemán (SOEP), el estudio revela que las restricciones de movilidad aumentaron la satisfacción con la democracia en aproximadamente un 17% de una desviación estándar, en comparación con los estados donde no se implementaron dichas medidas.
Uno de los hallazgos más destacados es que este efecto positivo fue más fuerte entre los individuos que vivieron en la Alemania Oriental (RDA) antes de la reunificación. Graeber et al. argumentan que la exposición previa a un régimen autoritario pudo hacer que estas personas percibieran las restricciones como normales o incluso necesarias. En contraste, entre quienes nacieron después de 1989, el efecto no fue significativo, lo que sugiere que la percepción de las intervenciones estatales está influenciada por experiencias previas de gobierno.
También exploran otras variables que podrían explicar la variabilidad en la satisfacción con la democracia. Se encontró que los hogares con niños y los trabajadores autónomos mostraron un menor aumento en la satisfacción democrática, probablemente debido a los desafíos adicionales que enfrentaron durante el confinamiento, como la carga del cuidado infantil o la pérdida de ingresos. En términos de preferencias políticas, las restricciones fortalecieron el apoyo a los partidos de centro y redujeron el respaldo a los partidos de extrema derecha, especialmente a la AFD (Alternativa para Alemania). Este cambio sugiere que los ciudadanos valoraron la gestión de la crisis y respaldaron más a los partidos con enfoques moderados.
Se muestra que en momentos de crisis las restricciones a las libertades pueden aumentar la confianza en la democracia si son percibidas como necesarias y bien gestionadas. Sin embargo, este efecto varía según la historia política de los ciudadanos y su contexto socioeconómico. Estos hallazgos son relevantes para el debate sobre cómo equilibrar democracia y tecnocracia en situaciones de emergencia y cómo las decisiones gubernamentales pueden moldear la percepción ciudadana del sistema democrático a largo plazo.
Finalmente, Monterroza Ríos (2012) presenta una perspectiva alternativa al pesimismo tecnológico, abordando la relación entre tecnología y humanidad desde una óptica menos determinista. En primer lugar, rechaza la visión de la tecnología como una fuerza autónoma que destruye la esencia humana y propone, en cambio, que la humanidad siempre ha sido híbrida entre lo natural y lo artificial. Retomando ideas de Fernando Broncano, Monterroza argumenta que la tecnología no es un ente incontrolable, sino un conjunto de posibilidades abiertas a la acción humana. En este sentido, critica la idea de que “la tecnología no es necesariamente una entidad autónoma que reemplaza, domina o desvaloriza los rasgos humanos más sobresalientes, así como tampoco es cierto que la tecnología sea la solución a todos los problemas de la humanidad.” (Ríos, 2012, 44). Así, desmonta el determinismo tecnológico que plantean pensadores como Heidegger, Ellul y Mumford.
En el contexto de la relación entre democracia y tecnocracia, sugiere que la tecnología no es inherentemente autoritaria ni democrática, sino que su uso depende de las estructuras sociales y políticas que la rodean. Mumford y Ellul sostienen que la tecnología moderna tiende hacia el autoritarismo, ya que está dominada por el poder y la eficiencia en detrimento de la autonomía humana. Para Ellul, “la técnica no es democrática sino autoritaria, que ocupa la totalidad de los ámbitos humanos sin pedirles ninguna opinión, imponiéndose por su propia fuerza. Se confunden la técnica y el Estado, ya que este no es más que una máquina. Así, no existe una autonomía de la política ante la técnica. La técnica convierte a «la administración en aparato» y a «los funcionarios en objetos y la nación en campo de operaciones»” (Ríos, 2012, 48). Sin embargo, Monterroza argumenta que la tecnología puede ser gestionada colectivamente de manera democrática si se orienta hacia el beneficio público y la deliberación social, lo que refuerza la idea de que no existe una única trayectoria inevitable para su desarrollo.
El texto también propone que, en lugar de ver la tecnología como un destino inexorable, debe considerarse un campo de posibilidades, donde la acción colectiva puede moldear su desarrollo y dirección. En este sentido, desmonta la dicotomía entre Homo sapiens y Homo faber, afirmando que el ser humano es ambos a la vez, ya que su evolución ha estado marcada por la interacción con herramientas y artefactos. Según Monterroza Ríos (2012, 44), “no nos podemos desprender de la técnica puesto que ‘la técnica y nuestros artefactos son una manifestación de lo que somos colectivamente’”. Así, la clave para una relación equilibrada entre democracia y tecnología radica en reconocer su papel en la configuración de nuestras sociedades y en asegurar que su desarrollo se rija por valores como la justicia, la libertad y la sostenibilidad.
Además, Monterroza Ríos (2012, 52) cuestiona el determinismo que se desprende de algunas posturas pesimistas como la heideggeriana, señalando que pensar en la técnica como única garantía del futuro lleva a una actitud pasiva, dejando de lado instancias éticas, políticas y antropológicas. En este sentido, sugiere que la tecnología no debe considerarse una fuerza incontrolable, sino un conjunto de capacidades y posibilidades pragmáticas que pueden ser reguladas y transformadas a través de la acción colectiva y el debate público.
2.3.2 La IA y sus consecuencias
Una ejemplificación de muchas de las preocupaciones de Helbing (2015) en el contexto del cambio climático sería el desarrollo de Coeckelbergh y Sætra (2023). Los autores analizan el papel de la IA en la toma de decisiones ambientales y exploran el dilema entre democracia y tecnocracia en este ámbito. Por un lado, destacan el potencial de la IA para mejorar la deliberación política, facilitando la participación y el consenso en la gestión climática. Sin embargo, advierten que también existe el riesgo de que la IA reemplace el juicio humano en la toma de decisiones dando lugar a un sistema tecnocrático en el que los algoritmos determinen las políticas climáticas sin un verdadero control ciudadano.
Este debate se refleja en dos posibles caminos: el de una “democracia aumentada por IA” (Coeckelbergh y Sætra, 2023, p. 3), donde la tecnología complementa la participación ciudadana, y el de una “tecnocracia impulsada por IA” (Coeckelbergh y Sætra, 2023, p. 4), en la que las decisiones son tomadas por sistemas automatizados sin intervención humana. Mientras que la primera opción refuerza la gobernanza democrática, la segunda plantea serios riesgos éticos y políticos, como la falta de transparencia, la pérdida de autonomía y la dificultad de hacer responsables a los sistemas de IA por sus decisiones.
2.3.4 Los medios de comunicación
Centrándonos por un momento en la democracia, vemos la clara influencia de los medios de comunicación en ésta. Para ejemplificar y aclarar esta relación nos ayudamos del artículo “Agent, Structure, and the Media-based Democratic Politics” (Marzbali et al., 2016). Parten de las ideas de Jürgen Habermas y Régis Debray para explorar la relación entre democracia y medios de comunicación. Se enfatiza la brecha entre la teoría democrática normativa y la realidad de las sociedades contemporáneas. Dado el auge de las tecnologías de comunicación, el objetivo es redefinir la democracia en un mundo mediatizado, explorando su impacto en la autonomía ciudadana y la estructura política.
Identifican un problema central: ¿los medios de comunicación fortalecen la autonomía ciudadana o refuerzan la manipulación ideológica y el control político? Marzbali et al. (2016, p. 1226) mencionan a Manuel Castells para ilustrar la dualidad de los medios, pues, aunque pueden facilitar la expresión ciudadana, también pueden servir a estructuras de poder para manipular la opinión pública.
La investigación explora cómo las sociedades mediáticas contemporáneas pueden fortalecer una política democrática progresista en lugar de limitarse a discursos críticos sobre los medios. En lugar de especular sobre futuros optimistas o pesimistas, el artículo se enfoca en identificar las condiciones necesarias para una democracia mediática que integre el progreso tecnológico con una participación ciudadana efectiva. Basándose en la teoría de la estructuración de Anthony Giddens (Marzbali et al., 2016, p. 1226), que equilibra agencia y estructura, plantea que los ciudadanos no sólo son
influenciados por los medios, sino que también pueden influir en ellos. La clave de este proceso es la reflexividad, entendida como la capacidad de las personas para construir activamente sus identidades dentro del entorno mediático, en lugar de ser meros receptores pasivos de la información.
Examinan la relación entre medios y democracia a través de tres enfoques distintos. El primero (Marzbali et al., 2016, p. 1227), optimista, sostiene que las tecnologías digitales potencian la democracia al descentralizar el poder y facilitar la participación ciudadana. Ejemplos como el blogging, las redes sociales y la democracia electrónica ilustran cómo los medios digitales pueden revitalizar la esfera pública y fortalecer el activismo político.
En contraste, el segundo enfoque adopta una postura crítica (Marzbali et al., 2016, p. 1228), argumentando que los medios no sólo fallan en democratizar la política, sino que la erosionan al transformarla en espectáculo. Desde la Escuela de Frankfurt hasta la teoría de la post-democracia de Colin Crouch, diversos autores señalan cómo la comercialización de los medios, la hiperrealidad y la manipulación informativa generan una ciudadanía apática y una democracia vacía.
Finalmente, el tercer enfoque propone una posición intermedia (Marzbali et al., 2016, p. 1229), señalando que el impacto de los medios en la democracia depende de condiciones estructurales clave, como la autonomía del sistema mediático, la interacción entre ciudadanos y élites, y la implementación de reformas que prioricen la pluralidad y el acceso equitativo a la información. Se presentan ejemplos históricos como la Primavera Árabe y el movimiento Occupy Wall Street para ilustrar el papel de los medios en la movilización social.
En conclusión, la relación entre medios y democracia es compleja y depende de múltiples factores. Si bien los medios pueden facilitar la participación ciudadana y fortalecer la democracia, éstos no actúan como agentes de cambio por sí mismos. La clave radica en la interacción entre las estructuras mediáticas y la ciudadanía, lo que requiere un sistema de medios autónomo y diverso para minimizar la manipulación. Las nuevas tecnologías han abierto nuevas oportunidades para la deliberación democrática, pero también presentan riesgos si no se regulan adecuadamente. En última instancia, la democratización de los medios depende de la voluntad política y de la implementación de reformas que garanticen un acceso equitativo a la información y promuevan una esfera pública más inclusiva.
Por otro lado tenemos a Tony Stevenson (1998) que explora cómo las tecnologías de la comunicación y la información (C&I) están transformando la estructura social y generando tensiones entre fuerzas aparentemente opuestas: globalización y localización, centralización y descentralización, y estandarización y diversificación. Frente al optimismo tecnológico, que ve en estas tecnologías una forma de eliminar barreras y fomentar la interacción global, Stevenson plantea una visión más matizada y crítica. Introduce el concepto de ‘netweaving’ (Stevenson, 1998, p. 189) en lugar de ‘networking’. Este último sugiere colaboración y libre intercambio de información, pero también puede entenderse como un mecanismo de mercado orientado al beneficio individual. Lo define como “el concepto que se suele usar para describir cómo las tecnologías C&I se están convirtiendo en la tiranía de la distancia” (ibid.). Por otro lado, ‘netweaving’ se presenta como una metáfora más útil para analizar cómo las tecnologías emergentes están reorganizando el tejido social.
Stevenson parte de la idea de que las tecnologías de C&I están alterando la manera en que nos comunicamos y nos organizamos. Si bien la digitalización permite una mejor transmisión de datos y una mayor interactividad, también plantea desafíos fundamentales. Estas tecnologías fomentan tanto la diversidad y la autonomía local como la homogeneización y el control centralizado. Además, señala que el ‘netweaving’, lejos de ser una solución real a los problemas estructurales de la tecnología, funciona más como una ilusión que beneficia sólo a ciertos sectores privilegiados. Está diseñado desde una perspectiva tecnócrata y elitista que, en lugar de abordar desigualdades profundas en el acceso y control de la tecnología, se convierte en un mecanismo que refuerza las jerarquías existentes. Es decir, este concepto entiende a la tecnología como algo que nos une (algo que supera el espacio), pero en realidad es una máscara de la tecnocracia, ya que, “si bien está formando nuevas comunidades globales de intereses similares basadas en aún más información, ¿no está dejando el camino abierto para un control tecnocrático global o una estandarización a nivel mundial?” (Stevenson, 1998, p. 190). La realidad es que cada vez más, crea abismos entre los diferentes países e ideales, lo que condiciona directamente a la posibilidad de una democracia real; además de que fomenta el capitalismo hegemónico. Por lo tanto, vemos que se oculta el problema real; no se trata solo de conectar personas, sino de cuestionar quién tiene el poder para definir el futuro tecnológico y con qué intereses.
Como hemos mencionado, Stevenson (1998, p. 192) habla de cómo las tecnologías de C&I juegan un papel crucial en la relación entre globalización y localización. Por un lado, las tecnologías han reducido las barreras espaciales y han facilitado la comunicación a nivel global; sin embargo, también refuerzan el control centralizado sobre la comunicación global. La tensión entre centralización y descentralización también es evidente, ya que los gobiernos occidentales intentan fortalecer su control en aspectos clave, como el gasto estatal y el registro de ciudadanos, al mismo tiempo que promueven la descentralización de la administración local. Por último, estas tecnologías también contribuyen a la estandarización y a la diversificación cultural, promoviendo, por un lado, la hegemonía del inglés como idioma global y, por otro lado, fomentando la diversidad a través de traducciones automáticas. Lo que el autor realmente nos quiere enseñar es que estas aparentes contradicciones realmente no son opuestas, sino procesos interconectados que ocurren simultáneamente, en los cuales las tecnologías de C&I han tomado un papel fundamental. Por ello, es importante que se use un buen concepto para hablar de ello de manera parcial y real (‘netweaving’).
Stevenson (1998, p. 194-197) propone cuatro escenarios alternativos de futuro, mediante los cuales no pretende como tal predecir, sino explorar posibles caminos. El primero se denomina “Gold Lamé and Sackcloth” (Stevenson, 1998, p. 195), el cual se caracteriza por la profundización de la desigualdad entre quienes tienen acceso a la información y la tecnología y quienes no. En este mundo, las grandes corporaciones y las élites transnacionales dominan las redes de información, debilitando el poder de los Estados-nación y concretando aún más el control en manos de unos pocos. En el segundo, llamado “Drab Uniform” (ibid.), el control es aún más rígido y absoluto. Una élite política y empresarial ejerce un dominio global, estableciendo estándares que homogeneizan la vida de las personas; además, la diversidad cultural desaparece y la educación se estandariza a nivel mundial. En el tercer mundo posible, llamado “Rich Tapestry” (Stevenson, 1998, p. 196), las tecnologías C&I están al servicio de la comunidad y fomentan la diversidad cultural, la descentralización y la colaboración global. La tecnología es vista como una herramienta para resolver problemas sociales en lugar de ser un fin en sí misma. En el último escenario, denominado “Bazaar” (ibid.), se combinan elementos de los anteriores. En algunas regiones se experimenta desigualdad extrema, mientras que en otras se avanza hacia el empoderamiento local, convirtiéndonos en un mundo fragmentado donde coexisten diferentes formas de organización económica y social.
Estos escenarios son fundamentales para reflexionar sobre cómo las decisiones que tomamos hoy afectan el desarrollo del futuro. Hoy en día, el dilema de la tecnocracia o la democracia depende directamente de qué decidimos hacer con las tecnologías. Lamentablemente, nos movemos por un sistema que, aunque aparentemente sea democrático, realmente es tecnócrata, o al menos en este respecto, ya que nos movemos bajo una estructura como la del primer modelo que se menciona.
“¿Está justificado ese optimismo tecnológico?(…) ¿No será una promoción deliberada por parte de tecnócratas entusiastas cuyos intereses particulares han sido favorecidos, a menudo por encima de la preocupación por la condición humana?” (Stevenson, 1998, p. 189).
En conclusión, es importante tener en cuenta que las tecnologías de C&I influyen en la toma de decisiones y en la distribución del poder. Si bien la digitalización y la interconectividad pueden facilitar el acceso a la información y la participación ciudadana, también pueden llevar a una mayor concentración del poder en manos de tecnócratas y corporaciones. ¿Hasta qué punto la digitalización de la política y la administración pública puede hacer que la democracia sea más participativa? ¿O, por el contrario, puede generar una dependencia de expertos en tecnología que termine reduciendo la capacidad de decisión de la ciudadanía? Otro aspecto relevante del artículo en relación con el debate principal es la cuestión de la descentralización frente a la centralización. En un mundo donde las decisiones políticas se ven cada vez más influenciadas por algoritmos, datos y plataformas digitales, ¿cómo aseguramos que la democracia no sea absorbida por la lógica de la tecnocracia? Stevenson sugiere que la tecnología puede reforzar tanto la diversidad como la homogeneización, lo que plantea otra pregunta crucial: ¿cómo podemos garantizar que la digitalización fortalezca las voces locales y no las haga irrelevantes en un sistema global centralizado?
3. CONCLUSIÓN: PROPUESTAS Y DEBATE
3.1 El fin de la historia con Fukuyama: ¿es la democracia el sistema ideal?
Con este apartado pretendemos arrojar luz acerca de la cuestión de si es efectivamente la democracia la mejor forma de gobierno. Quizás, para analizar este punto, la mejor manera de comenzar podría ser planteando qué sistema sería más conveniente elegir si tuviésemos la oportunidad de tomar tal decisión desde cero para un lugar en el que aún no se haya instaurado ninguna política. Tal emprendimiento suena un tanto utópico, pero… ¿cuán utópico deja de ser nuestro proyecto cuando intentamos aplicarlo a la colonización del planeta Marte?
“¿Qué sistema instauraríamos si colonizamos Marte, una democracia o una tecnocracia?” es lo que plantea nuestro primer artículo para este bloque (Wójtowicz & Szocik, 2021), ayudándose para ello de algunos ejemplos históricos y suposiciones de cómo sería esa colonización masiva de Marte. Según los autores del artículo, la colonización de Marte ya es algo planificado (Wójtowicz & Szocik, 2021, p. 1), aunque personalmente consideramos que esto sería cuestionable. Sin embargo, para que se produzca esta colonización se deben cumplir una serie de condiciones. Primero se necesita que, aparte de un sistema político concreto, haya una estructura organizativa, competencias y relaciones mutuas entre los organismos estatales. Por lo tanto, el sistema político se discutirá cuando la colonización masiva se produzca y los habitantes se consideren independientes a la Tierra. También se requiere la plena independencia e influye la posición de las “superpotencias terrestres”.
La experiencia histórica de la colonización de América del Norte, especialmente la Bahía de Massachusetts, podría ofrecer lecciones sobre el tipo de autogobierno que podría surgir en Marte. En 1629, los puritanos fundaron la colonia de Massachusetts con el objetivo de crear un espacio para practicar su religión. El sistema político inicial, basado en una carta colonial otorgada por el rey Carlos I, permitía un gobierno elegido por los miembros de la iglesia puritana. Este sistema fue teocrático y regulaba todos los aspectos de la vida, pero con el tiempo evolucionó hacia un sistema más democrático, aunque todavía caracterizado por la intolerancia religiosa. En 1689, bajo una nueva carta, se estableció un sistema más democrático con la elección de diputados (Wójtowicz & Szocik, 2021, p. 2).
Aunque la colonia puritana no logró perdurar, su sistema de gobierno influyó en la formación de las futuras instituciones democráticas de los Estados Unidos. A lo largo de la historia, la colonización ha sido una vía para implementar y adaptar sistemas políticos, y la experiencia de las colonias británicas podría ser útil para la creación de un sistema político en Marte, donde las influencias culturales y las necesidades extremas de supervivencia probablemente jueguen un papel importante.
La colonización de Marte podría convertirse en un destino exclusivo para los más ricos debido a los altos costos de los viajes espaciales y la infraestructura necesaria para la autosuficiencia en el planeta. Las restricciones médicas también representarían un desafío, ya que la exposición a la radiación y la gravedad reducida requeriría mejoras genéticas y tecnológicas, lo que podría generar conflictos éticos y sociales. Aunque poco probable, también existe la posibilidad de misiones involuntarias, especialmente en contextos militares, donde la permanencia en Marte podría ser obligatoria. Finalmente, una colonización masiva podría plantear serios dilemas sobre los derechos humanos, en especial el derecho a regresar a la Tierra, que podría ser restringido por razones técnicas, médicas o incluso políticas en caso de una dictadura marciana (Wójtowicz & Szocik, 2021, pp. 4-5).
En este contexto, surge el debate sobre qué modelo político sería más adecuado para gestionar la vida en el planeta rojo. Entre las opciones planteadas se encuentran la democracia directa, la tecnocracia y, en menor medida, la dictadura militar, cada una con implicaciones distintas en términos de derechos, gobernabilidad y cohesión social (Wójtowicz & Szocik, 2021, p. 5). La democracia directa se presenta como una forma viable para Marte, pero con retos derivados de su estructura, como el posible estancamiento político por el rechazo de leyes por un porcentaje significativo de la población. La tecnocracia, en cambio, es vista como una opción más práctica, ya que se basa en la experiencia técnica y científica, especialmente considerando la necesidad de gestionar la colonización de forma eficiente.
El perfil social, económico y cultural de los colonizadores influiría en la forma en que se implementaría la democracia o la tecnocracia. Si los colonizadores provienen en su mayoría de culturas con fuertes tradiciones democráticas, es probable que una democracia directa sea más atractiva. Sin embargo, si el enfoque es económico (por ejemplo, explotación de recursos en Marte), podría prevalecer un modelo tecnocrático orientado a la maximización de beneficios, lo que podría limitar los derechos y libertades de los colonos.
Aunque la democracia directa podría ofrecer beneficios en cuanto a libertad y derechos humanos, el contexto de la colonización espacial, con sus desafíos técnicos y riesgos, podría hacer que sea difícil alcanzar acuerdos o tomar decisiones rápidamente. Esto genera una tensión entre la necesidad de tomar decisiones rápidas y el deseo de mantener un sistema democrático. La tecnocracia, representada por expertos y técnicos en la colonización, podría
facilitar la gestión efectiva y la toma de decisiones en un entorno tan complejo como el espacio. Sin embargo, la posible falta de participación democrática de los colonos plantea cuestiones éticas, como la falta de control popular y el riesgo de que se prioricen los intereses de los líderes técnicos sobre el bienestar colectivo. En las primeras etapas de la colonización, los colonos serán dependientes de la Tierra para recursos y servicios, lo que implica una centralización en la toma de decisiones. Aquí, la tecnocracia podría ser más eficiente para gestionar los recursos limitados y los procesos necesarios para la supervivencia, mientras que la democracia podría ser más lenta para responder a esas necesidades urgentes. Por lo tanto, la colonización de Marte no solo sería un desafío tecnológico y económico, sino también un experimento político sin precedentes.
La historia muestra que los sistemas políticos evolucionan según las circunstancias, y Marte podría ser el escenario de una nueva forma de organización social, influida tanto por la necesidad de supervivencia como por los valores de sus colonos. En este contexto, cabe preguntarse si es posible conciliar la eficiencia de la tecnocracia con los principios democráticos o si la colonización marcará el inicio de un modelo político inédito, adaptado a las exigencias de la vida fuera de la Tierra (Wójtowicz & Szocik, 2021, p. 6).
No ya en Marte sino también en la generalidad de sistemas de gobierno, la democracia no siempre se presenta como el sistema ideal dados el contexto y los intereses de la comunidad política; en ocasiones, se presenta como más efectiva una tecnocracia, cuando se prioriza no la participación ciudadana sino la eficacia de decisión. A pesar de esto, hay quienes, como ya se ha aludido a ello en apartados anteriores, prefieren optar por un sistema que incorpore democracia y tecnocracia como complementarios. También cabe la posibilidad de que si los contextos de las comunidades no son los habituales se puedan diseñar modelos políticos nuevos acordes a sus necesidades. Esta última propuesta es presentada en nuestro artículo sobre la colonización en Marte.
Pero, a pesar de la controversia, ¿cabe realmente la posibilidad de plantear justificadamente que la democracia sí es el sistema ideal definitivo? Nos hemos propuesto ahondar en esta cuestión en nuestro dossier haciendo alusión a la famosa tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia (Fukuyama, 1992).
Fukuyama, de acuerdo con Marx y Hegel, señala que la historia culmina cuando los individuos se encuentran en una sociedad que satisface plenamente sus anhelos más profundos. Para sostener esta tesis, Fukuyama se apoya en dos concepciones históricas fundamentales.
Por un lado, se apoya en la concepción progresista de la historia. Así, comienza explicando cómo la ciencia ha tenido un desarrollo uniforme en todas las sociedades. Esto se debe a dos razones: primero, la tecnología confiere una ventaja militar decisiva y dada la permanente posibilidad de guerra, ningún estado puede ignorarla. Y, segundo, los avances científicos posibilitaron la economía capitalista al permitir el amontonamiento de riquezas, produciéndose así una homogeneización entre países (pues todos se modernizan económicamente y por ello, se parecen cada vez más).
Ahora bien, Fukuyama enfatiza que en las sociedades modernas no solo es importante la economía, y por esta razón, el autor subraya que concepciones como la de Karl Marx son incompletas al centrarse solamente en esta, ya que Marx considera a la economía como el motor de la historia y defendía que la historia culminaría con una sociedad comunista. Asimismo, para Fukuyama, la economía capitalista no es suficiente al no satisfacer todas nuestras necesidades. El eslabón necesario es el reconocimiento. Fukuyama se apoya también para defender la democracia, en la concepción dialéctica de la historia de Hegel, enfatizando el deseo de reconocimiento, o thymos (la parte del alma en la que surge ese sentido humano de justicia), concepto ya presente en Platón. Según Hegel, el hombre, a diferencia de los animales, posee el deseo de reconocimiento. Se trata del deseo de que se le reconozca como un ser humano con cierto valor y dignidad .
Los inicios de la historia habían sido caracterizados por luchas sangrientas debido al deseo de reconocimiento humano y de su dignidad. Los individuos discutían por obtener prestigio; estas discusiones finalizaban con un individuo vencedor que se convertía en el amo, y con otro individuo que, interesado en preservar su vida, cedía ante la posibilidad de la muerte, convirtiéndose así en esclavo. Ahora bien, la historia siguió avanzando, pues la organización de amo y esclavo producía insatisfacción. Así, con el tiempo los esclavos tomaron conciencia de su situación de subordinación, dando lugar así a hitos como la Revolución Francesa y la americana. Estas revoluciones demócratas abolieron la distinción entre amo y esclavo, convirtiéndose el esclavo en amo de sí mismo. En estas hay un reconocimiento universal en el que cada ciudadano reconoce la dignidad los demás, y a su vez la dignidad es reconocida por el estado. Estas revueltas fueron elaboradas porque los esclavos, por medio del importante papel de la educación, se percataron de la situación, y se dieron cuenta de que eran seres humanos merecedores de derecho y de que poseían dignidad, es decir, de que se les debía reconocer como seres humanos. Por esta razón, el reconocimiento fue el eslabón necesario entre la economía y la democracia.
Por último, quisiera retomar la idea central previamente expuesta. Fukuyama considera que hemos llegado al final de la historia en un sentido ideológico porque los Estados liberales son la opción que mejor satisface los anhelos más profundos del ser humano, pues satisface las tres partes del alma; el deseo (es decir las necesidades materiales), la razón y el reconocimiento (igualdad y derechos naturales). Tras la caída de la URSS, el autor defiende que las democracias liberales se erigen como el sistema político más coherente y adecuado para el reconocimiento de los derechos humanos. En consecuencia, no podemos avanzar más en términos históricos ya que nuestros anhelos se encuentran satisfechos en este modelo, lo que nos lleva a la conclusión de que la historia ha llegado a su fin, lo que no implica que vayan a dejar de suceder acontecimientos.
El objetivo de la exposición de este texto es que reflexionemos sobre si realmente es la democracia tan perfecta como el autor dice. Porque ¿Es cierto que en las democracias liberales se conceden y protegen los derechos de todos? Centrándonos en el reconocimiento ¿No sigue habiendo relaciones de poder muy fuertes en la sociedad actual, provocando que haya personas con muy poco reconocimiento? Si es así, ¿Podemos decir entonces que todos los anhelos humanos están satisfechos?
Estas son muchas de las preguntas que se pueden hacer a la tesis expuesta por Fukuyama, sin mencionar muchas de las críticas realizadas por autores como Huntington, que defendía que es pura soberbia pensar que porque el comunismo soviético haya caído, el resto de civilizaciones abrazarán el liberalismo occidental como única alternativa. Además, Huntington señala que la postura de Fukuyama es utópica, puesto que en los cinco años posteriores a la Guerra Fría ocurrieron sucesos más trágicos que durante muchos de los años de la propia confrontación entre EE. UU y la URSS.
La tesis de Fukuyama ha sido, pues, ampliamente criticada y, por lo general, poco convincente. No obstante, constituye un planteamiento básico sobre la idealización de la democracia que no podemos dejar sin mencionar en un taller sobre democracia y tecnocracia y gestión de los bienes comunes. Pero, efectivamente, la tesis de Fukuyama no tiene como objetivo fundamental abordar la gestión de los bienes comunes desde la democracia, así que el siguiente paso en nuestro apartado consiste en completar una defensa de la democracia que sí incluya una explicación acerca de cómo ha de gestionar esta los bienes comunes, y esto sucederá, adelantando contenido, desde un mínimo apoyo en la tecnocracia. Lo abordaremos con ayuda de un artículo que pretende una justificación epistemológica de la democracia (Prijic Samaržija, S., 2017).
Abordar una justificación epistemológica de la democracia significa explicar cómo este sistema no solo debe ser defendido desde un punto de vista ético y político, sino también desde su capacidad para generar decisiones de alta calidad en lo que se refiere a la gestión de los bienes comunes. En este contexto, la autora analiza el debate sobre el papel de los expertos en la toma de decisiones democráticas y plantea un modelo híbrido que busca equilibrar el conocimiento especializado con la participación ciudadana.
Uno de los principales puntos de discusión es el dilema entre dos posturas enfrentadas. Por un lado, el procedimentalismo epistemológico, defendido por autores como Fabienne Peter y David Estlund, sostiene que el valor de la democracia no radica en alcanzar decisiones objetivamente correctas, sino en el proceso mismo de deliberación, que garantiza la igualdad de los ciudadanos y su participación en la toma de decisiones. Según esta postura, permitir que los expertos tengan un papel privilegiado atenta contra la igualdad democrática y podría derivar en una epistocracia, es decir, un sistema donde el poder se concentra en manos de quienes poseen mayor conocimiento. Por otro lado, el instrumentalismo epistemológico argumenta que la democracia no solo debe ser justa e inclusiva, sino también eficaz en la generación de decisiones bien fundamentadas.
Desde esta perspectiva, los expertos juegan un papel clave, ya que poseen conocimientos técnicos que pueden mejorar la calidad de las políticas públicas y evitar errores costosos derivados de la desinformación o la falta de especialización. La autora critica la postura procedimentalista pura, señalando que, si bien la igualdad en la participación es fundamental, también lo es garantizar que las decisiones tomadas sean epistemológicamente sólidas. Rechazar el papel de los expertos puede llevar a la adopción de políticas ineficaces o incluso dañinas, especialmente en asuntos que requieren conocimientos especializados, como el cambio climático, la gestión de crisis sanitarias o la regulación de la inteligencia artificial. Sin embargo, también advierte contra el peligro de un elitismo tecnocrático que excluya a los ciudadanos de la toma de decisiones y socave la legitimidad democrática.
Para resolver esta tensión, Prijić Samaržija propone un modelo híbrido que combina elementos del instrumentalismo y el procedimentalismo. En este esquema, la ciudadanía mantiene el control sobre las decisiones políticas fundamentales, como la definición de prioridades y valores sociales, mientras que los expertos desempeñan un papel clave en la implementación de políticas y la selección de los métodos más eficaces para alcanzar esos objetivos. Por ejemplo, en el caso del cambio climático, la sociedad puede decidir que la reducción de emisiones es una prioridad, pero serán los científicos y técnicos quienes determinen cuáles son las estrategias más efectivas para lograrlo.
Este modelo garantiza que la toma de decisiones siga siendo democrática, pero sin renunciar a la calidad epistemológica de las políticas públicas. Además, la autora enfatiza que los expertos no deben operar de manera autónoma ni estar exentos de control democrático. Es fundamental que existan mecanismos de transparencia, supervisión y rendición de cuentas que aseguren que su conocimiento se utilice en beneficio de la sociedad y no en función de intereses particulares. De este modo, la confianza en los expertos se basa en criterios de legitimidad y no en una deferencia ciega a la autoridad.
3.2 Una propuesta: incorporación de mecanismos propios de una democracia directa
¿Cómo debería proceder esta democracia en la que los ciudadanos eligen las decisiones a tomar según sus intereses y los expertos aconsejan el mejor modo de gestión? Según Francisco Reveles (Reveles, 2017, p. 12), es importante defender la aplicación de procedimientos propios de la democracia directa, tales como la consulta popular, la iniciativa legislativa popular o la candidatura independiente de los partidos, para complementar la democracia representativa y, con ello, estimular la participación ciudadana. Así, asegura que la democracia recuperará su significado original, a saber, la democracia como gobierno del pueblo.
Dos elementos principales en una democracia representativa son los partidos políticos y las elecciones. Los partidos políticos han sido criticados porque en ellos prevalece su carácter de agentes del Estado por encima del de representantes de la sociedad. De este modo, recurrentemente, tienen en mayor consideración los intereses propios que las necesidades de aquellas personas que les entregaron su voto. Por otro lado, las elecciones constituyen el momento en que el representante del gobierno puede ser reemplazado por otra persona o, en su defecto, reelegido. Por ello, ocurre que los partidos políticos centran sus atenciones en convencer a la población de que su propuesta es la más adecuada, con el objetivo de vencer en las elecciones. Sin embargo, Francisco Reveles argumenta que “la importancia del momento electoral no debería oscurecer el principal proceso en una forma de gobierno: el ejercicio del poder” (Reveles, 2017, p. 13). Es decir, el gobierno electo debe demostrar ser consecuente con su programa y ser capaz de responder ante las personas que apostaron por él durante un periodo largo de tiempo y no solo cuando las elecciones se aproximen.
La abstención y la apatía política constituyen, actualmente, graves motivos para la preocupación de los ciudadanos y de los analistas. Por ello, el valor de la democracia representativa es, frecuentemente, debatido y cuestionado. Esto se debe a que el sujeto que participa individualmente en la elección de la representación política se encuentra expuesto a la manipulación mediática y a la manipulación misma que ejercen los líderes de los diferentes partidos políticos. Además, como ya ha sido señalado, los partidos políticos tienden a olvidar los intereses de la ciudadanía, lo que provoca que los ciudadanos que acuden a las urnas se caractericen por el desgano, por la desconfianza y por mantener compromisos ideológicos
endebles (ibid.). En palabras del autor, “una de las maneras de enfrentar la crisis de representación que vive la democracia ha sido la introducción o revitalización de mecanismos de democracia directa” (Reveles, 2017, p. 14). La democracia directa permite que los ciudadanos participen en la toma de decisiones sin la necesidad de intermediarios, sin representantes electos. Como señala Francisco, es importante implementar estos procedimientos ya que “la representación de los intereses sociales está en duda por el predominio de los intereses de élites políticas nacionales” (ibid.). Para frenar a estas élites es necesaria la acción y la participación ciudadana a través de la recuperación de los mecanismos de la democracia directa, característica de los regímenes democráticos antiguos.
Los mecanismos propios de la democracia directa a los que se refiere Francisco Reveles permiten la introducción de espacios de participación ciudadana, los cuales otorgan el sentido real a la definición básica de la democracia como el gobierno de la mayoría (Reveles, 2017, p. 19). Así, las consultas populares, donde los ciudadanos son directamente consultados acerca de su postura ante ciertos asuntos políticos, o las candidaturas independientes de los partidos, que permiten aminorar el poder de los partidos políticos en los poderes institucionales, surgen como estímulos para la participación política en asuntos que, comúnmente, han quedado en manos de las élites políticas.
Como última cuestión, es importante destacar que, a juicio de Francisco Reveles, “si bien la democracia es indispensable, no es suficiente para garantizar el ejercicio del poder en beneficio de todos”, puesto que la democracia es una forma de dominación (Reveles, 2017, pp. 29-31). Así, queda abierta la cuestión de si los regímenes de democracia representativa encubren ciertos aspectos elitistas y de si, incluyendo mecanismos propios de la democracia directa, podríamos hacer de estos regímenes una aproximación al concepto clásico y canónico de democracia.
Se plantea otra propuesta de ejecución de la democracia en el artículo “Democracia y sorteo: la experiencia ateniense” de José Luis Moreno Pestaña. Aquí se plantea la posibilidad de mirar hacia el pasado para retomar una forma de organización política basada en la distribución masiva de recursos políticos: el sorteo (Moreno Pestaña, 2018, p. 1).
A juicio del autor, el sorteo permitía que el poder político no se concentrase en unas pocas manos, evitando así la creación de “un gremio cerrado de especialistas” (ibid.). De este modo, la participación política incrementa notablemente, pues los ciudadanos comunes tienen las mismas posibilidades de acceder a los cargos públicos que las personas especializadas y no se
sienten alejados de la vida política. No obstante, Moreno Pestaña señala que el sorteo siempre aceptó “que determinadas funciones requerían especialización y que convenía escoger colegios […] de gente preparada” (Moreno Pestaña, 2018, p. 2). Sin embargo, estos cargos que requerían cierto bagaje intelectual o técnico nunca eran unipersonales, con el fin de evitar el autoritarismo. En la Antigüedad, “los cálculos muestran que alrededor de un ciudadano sobre tres fue miembro del Consejo y que uno entre cuatro podía ser presidente de la República de Atenas” (Moreno Pestaña, 2018). Así, el sorteo permitía que los ciudadanos que no habían tenido la oportunidad de cultivarse intelectualmente hasta el punto tradicionalmente requerido para formar parte del gobierno pudieran adquirir competencias políticas y enriquecerse desempeñando tales funciones. Por ello, como sostiene el autor, “el sorteo puede ser un instrumento de primer orden para transmitir saberes – especializados o no – susceptibles de aprenderse masivamente” (Moreno Pestaña, 2018, p. 6).
La premisa de la que parte la propuesta de Moreno Pestaña acerca del reconocimiento de los beneficios de la democracia por sorteo es que “no se necesitan capacidades extraordinarias para deliberar sobre los asuntos públicos”, sino que “esas capacidades pueden fortalecerse mediante la creación de cuerpos deliberativos sorteados y en rotación” (Moreno Pestaña, 2018: 9). Así pues, el sorteo impide que se consolide una élite endogámica y autorreferente y permite el acceso de las personas alejadas de aquellos especialistas de élite a las competencias políticas (Moreno Pestaña, 2018, p. 10).
Un ejemplo de la relevancia de los elementos fundamentales del sorteo en la actualidad reside en Francia. En la contemporaneidad, el sorteo “ha aparecido como recurso de la movilización ciudadana” (Moreno Pestaña, 2017, p. 10). En Francia, durante las elecciones presidenciales de 2017, el sorteo adquirió un papel importante. Como expone el autor, Emmanuel Macron prometió que instauraría un organismo sorteado para la supervisión de las labores del presidente de la República. A su vez, Benoît Hamon, en la oposición, pretendía introducir ciudadanos en el Senado a través del sorteo y Juan-Luc Mélenchon proponía una Asamblea Constituyente donde la participación fuera realizada también por sorteo (ibid.). En palabras de Moreno Pestaña, de una manera más radical, “el partido político mexicano Morena seleccionó, para ciertos puestos institucionales, candidatos por sorteo” (ibid.).
Finalmente, la tesis del autor descansa sobre la concepción del sorteo como mecanismo de prevención ante quienes utilizan los bienes públicos según sus propios intereses y beneficios. De este modo, sostiene que “el sorteo siempre fue un revolver en la sien de la desigualdad producida en la política democrática” (Moreno Pestaña, 2018, p. 10).
3.3 El debate entre Lippmann y Dewey: ¿qué nos queda de él en la contemporaneidad?
Como sostiene Nalliely Hernández (Hernández, 2017, p. 172), la cuestión acerca de quién debe tomar las decisiones en una sociedad, si bien la ciudadanía a través de una democracia directa o representativa, o bien la élite preparada, sigue estando vigente en la actualidad. Por ello, es importante considerar que el debate existente a principios del siglo XX entre el filósofo John Dewey y el periodista Walter Lippmann puede ser relevante en el contexto actual.
Recientemente, este canónico debate ha sido señalado como un antecedente de la discusión construida alrededor de la democracia deliberativa. Asimismo, Dewey ha pasado a ser considerado un teórico de la democracia participativa. Debido a ello, la autora estipula que el análisis actual de las posturas de Lippmann y Dewey es favorable en tanto que puede ofrecer una visión clarificadora acerca de la conveniencia o inconveniencia de las democracias elitistas o, de manera adversa, de las participativas (Hernández, 2017, pp. 172-173).
La clave de la discusión entre Lippmann y Dewey radica en “establecer qué condiciones y posibilidades epistemológicas tiene el ciudadano promedio para adquirir creencias que le permitan tomar decisiones acerca de los asuntos públicos” (Hernández, 2017, p. 177). Como apunta Nalliely, esta cuestión adquiere gran relevancia en el contexto de las sociedades contemporáneas, por lo que conviene establecer cuáles eran las posturas de ambos autores y su repercusión en la actualidad.
En primer lugar, Lippmann concebía que los ciudadanos no poseían las condiciones necesarias para juzgar adecuada y racionalmente la totalidad de los asuntos públicos que acontecían en su escenario, por lo que, a su juicio, “el hombre no está naturalmente inclinado hacia la acción política” (ibid.). A su vez, defiende que la concepción que el ser humano tiene de la política es sesgada y estereotipada, pues el ciudadano común solo tiene acceso a un conocimiento aparente de la realidad política y social. Por ello, Lippmann advertirá que los asuntos de la vida pública sólo estarán al alcance de los expertos. Una sentencia del autor, incluida en “La opinión pública” que ilustra a la perfección esta opinión acerca de la incapacidad de los ciudadanos comunes de elaborar juicios objetivos sobre la vida pública es plasmada por Nalliely en su artículo (Hernández, 2017, p. 178): “la masa de individuos totalmente analfabetos, lentos de entendimiento, extremadamente neuróticos, desnutridos y frustrados es considerable, de hecho, hay motivos para creer que es mucho mayor de lo que solemos suponer. […] Todos ellos frenan la corriente de la opinión pública en remolinos de malentendidos, en los que se decolora por la acción de prejuicios y analogías desesperadas”.
De manera análoga a la posición de Lippmann, la autora sostiene que, en la actualidad, los ciudadanos se ven sobrepasados por la cantidad de temas que se tratan en la política, caracterizados por su dificultad. Así, en ocasiones, el ciudadano es incapaz de entender los efectos de determinadas decisiones, por lo que “los juicios que constituyen la opinión pública se vuelven demasiado generales y abstractos” (Hernández, 2017, p. 179). En definitiva, la posición de Lippmann se reduce a la defensa de que es la persuasión, y no la razón, la que gobierna en los regímenes representativos.
En otro orden de cosas, mientras que el elitismo democrático de Lippmann aboga por que “la participación popular en los asuntos públicos debe ser mínima” (Hernández, 2017, p. 180), Dewey, aunque consciente del escenario presentado por Lippmann, “no cree que la solución esté en el control a través de pequeños grupos privilegiados y especializados” (Hernández, 2017, p. 181). La propuesta de Dewey se basará en la voluntad de generar juicios políticos racionales en la comunidad a través de la socialización de los mecanismos de la ciencia a través de la educación y la discusión para evitar la manipulación que ejerce la opinión pública (Hernández, 2017, p. 182). Además, sostiene que la información objetiva no se constituye por hechos neutrales proporcionados por científicos imparciales, sino que los hechos se conforman a partir de la deliberación, un proceso que involucra intereses y valores. Por ello, Dewey insiste en que el conocimiento depende de una actividad práctica y comunitaria, es decir, que depende de lo que la gente hace en comunidad.
Según Dewey, no hay investigación posible sin intereses, sin dimensión valorativa, a saber, sin comunidad. Así, el conocimiento político debe ser probado por la comunidad a la que este será aplicado, por lo que las decisiones políticas no pueden ser desarrolladas por un grupo de expertos que actúe al margen de los ciudadanos comunes (Hernández, 2017, p. 187). “Por tanto, al contrario que Lippmann, no es que los sentimientos o los intereses de clase deban eliminarse de los juicios políticos, sino que estos deben ser evaluados por un procedimiento experimental socializado” (Hernández, 2017, p. 188).
En lo que respecta a la democracia, Dewey concibe este sistema político como un “experimento en curso, no como un producto que simplemente se debe implementar de acuerdo a un esquema acabado” (Hernández, 2017, pp. 189-190). Por ello, advierte que es indispensable que exista un gobierno popular para que pueda establecerse un régimen democrático, y no de élites, propio de la tecnocracia, pues sin la participación del público en la toma de decisiones no pueden determinarse cuáles sean las necesidades y los intereses que considerar para la creación de políticas públicas. “Para Dewey, que los expertos definan los intereses públicos no es elitismo democrático, sino simple y puro elitismo” (Hernández, 2017, p. 190). En contraste, Lippmann concibe la democracia como un medio para alcanzar un fin, el orden social. Defenderá que existen medios no democráticos que son necesarios para salvar la democracia, como puede ser una guerra (Hernández, 2017, p. 192).
Caminando sobre las palabras de Nalliely Hernández, en la actualidad es evidente que los distintos intereses de grupo generan olas de información confusa. Los medios de comunicación presentes en nuestra contemporaneidad, tales como el internet o las redes sociales, “generan información excesiva de todo tipo de fuentes que se vuelve imposible analizar y sobre la cual reflexionar debidamente”. Por ello, debido a esta gran complejidad en la que se ve inmersa la vida pública actual, los asuntos políticos se tornan aún más oscuros. Es así como el debate Lippmann-Dewey se vuelve ilustrativo porque muestra que el elitismo de Lippmann ha fracasado en cuanto a la promoción del interés público, pues “la duda sobre el carácter auténticamente democrático de las sociedades contemporáneas es más aguda que nunca” (ibid.), y porque se ha recuperado el concepto de socialización de la investigación de Dewey, mostrando que las ideas de este autor son más adecuadas respecto de la democracia.
Por otro lado, es importante destacar las similitudes que surgen entre Dewey y Habermas acerca de la racionalidad comunicativa propuesta por este último. Tanto la socialización de la investigación de Dewey como la democracia deliberativa defendida por Habermas pretende generar un proceso crítico y objetivo de comunicación política a través de la neutralización de los ciudadanos comunes, sometidos a la manipulación mediática. “Ambos pensadores están convencidos de que no se necesita estar especializado en dichas materias, sino que es suficiente ser capaz de participar en la práctica comunicativa cotidiana” (Hernández, 2017, p. 193). Sin embargo, Habermas propone una racionalidad tecno-científica que se torna un instrumento de dominación social y que subordina a ella los principios democráticos básicos. A juicio de este autor, son las reglas técnicas, la productividad y la eficacia los elementos que dominan las interacciones y las organizaciones sociales.
Con ello, parece que Habermas se distancia de Dewey y se aproxima a la tesis de Lippmann. Así, ese deseo deweyano de reconstruir una racionalidad tecnológica que conecte con los valores no aparece en Habermas, quien sostiene que la racionalidad científica y tecnológica debe mantenerse al margen del proceso político deliberativo (Hernández, 2017, p. 194). Nalliely Hernández sostiene que esta última consideración puede iluminar de nuevo el canónico debate, “pues la propia racionalidad científica y técnica incorpora una dimensión ético-política inherente que no puede ser marginada del ámbito público, que no puede ser autónoma” (ibid.). Como ella argumenta, la tesis de Dewey puede ser reveladora en tanto que conecta la investigación con la construcción de comunidades políticas. No obstante, la propuesta política de Dewey, fundamentada en debates y, sobre todo, en la educación, parece mostrar diversas debilidades si tratáramos de implementarla en el contexto actual. Para Dewey, la democracia es una forma de vida política que comienza en el hogar y en las comunidades vecinales; sin embargo, “el norteamericano parece ingenuo cuando cree que los problemas sociales pueden ser resueltos por un consenso amplio que no es típico ni fácil en las sociedades industriales o capitalistas urbanas actuales” (Hernández, 2017, p. 195). La idea de la democracia planteada por Dewey implica una forma de vida personal que no siempre es viable ante determinadas condiciones sociales e históricas.
En suma, como ya ha quedado demostrado, la propuesta de Lippmann parece fracasar en su aplicación actual. Su concepto de lo científico es superado por propuestas post-positivistas y sociológicas, además de por la filosofía de Dewey, lo que podría explicar “el fracaso de las élites que las tecnocracias contemporáneas pusieron en funcionamiento y que fallaron en la promoción del bien común” (Hernández, 2017, p. 196). Con la recuperación del concepto de investigación de Dewey y desechando su noción acerca del método científico, la autora nos insta a “incorporar la actividad científica como parte de una política cultural poniéndola al servicio del bien común” (ibid.).
3.4 Cuestiones para el debate
- ¿Dónde se gestionan mejor los bienes comunes: en una tecnocracia eficiente o en una democracia participativa?
- ¿Es más peligroso que gobiernen expertos sin control democrático o que los ciudadanos decidan sin conocimientos técnicos?
- ¿La democracia directa es viable en países grandes y complejos o solo funciona en casos excepcionales como Suiza?
- ¿Podría una tecnocracia eficiente garantizar bienestar incluso sin participación ciudadana?
- ¿Es la tecnocracia sin legitimación democrática un camino hacia el autoritarismo?
- ¿La democracia liberal es ya, en realidad, una forma parcial de tecnocracia encubierta?
- ¿Qué modelo ofrece mejores resultados: la tecnocracia autoritaria de China o la democracia directa de Suiza?
- En crisis como una pandemia o un desastre climático, ¿es preferible una respuesta rápida sin debate público o una decisión democrática aunque más lenta?
- ¿El avance de la inteligencia artificial nos está llevando hacia una forma de tecnocracia algorítmica?
- ¿La confianza neoliberal en los economistas y tecnócratas es realmente una alternativa a la democracia, o solo una forma distinta de poder concentrado?
- ¿Los expertos pueden caer en abusos de poder igual que los políticos? ¿Quién los controla en un sistema tecnocrático?
- ¿El dominio del capital en nuestras sociedades borra realmente la distinción entre democracia y tecnocracia?
- ¿Realmente queremos participar activamente en las decisiones políticas o preferimos delegarlas en expertos en nuestra vida diaria?
- ¿La ciudadanía está dispuesta o preparada para asumir responsabilidades políticas más allá del voto?
- ¿La desinformación y la manipulación hacen inviable una democracia deliberativa real? E) Filosofía política y horizontes utópicos
- ¿Tiene sentido hablar del “fin de la historia”, como propuso Fukuyama, o seguimos en construcción de un nuevo modelo político?
- ¿La propuesta de Dewey de una democracia educativa y experimental sigue siendo viable hoy, o es demasiado idealista?
- ¿Una sociedad plenamente democrática podría incorporar elementos tecnocráticos sin perder su esencia?
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