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dc.contributor.advisorLópez-Guadalupe Muñoz, Miguel Luis es_ES
dc.contributor.authorMartínez Ramos, Antonioes_ES
dc.contributor.otherUniversidad de Granada. Departamento de Historia Moderna y de Américaes_ES
dc.date.accessioned2013-02-22T10:51:01Z
dc.date.available2013-02-22T10:51:01Z
dc.date.issued2013
dc.date.submitted2012-07-03
dc.identifier.citationMartínez Ramos, A. Fiestas reales en la Granada del s. XVIII: Celebraciones urbanas en torno a la monarquía. Granada: Universidad de Granada, 2013. 630 p. [http://hdl.handle.net/10481/23724]es_ES
dc.identifier.isbn9788490282823
dc.identifier.otherD.L.: GR 209-2013
dc.identifier.urihttp://hdl.handle.net/10481/23724
dc.description.abstractEl ámbito de estudio del presente trabajo se enmarca en la necesidad de comprender y estudiar la celebración como una herramienta más de la monarquía a la hora de ejercer el dominio sobre sus súbditos. Tan importante, aunque más sutil, que el empleo directo de la fuerza o el control de los resortes económicos del estado. Para poder entender sus distintas manifestaciones y la utilidad que todos los participantes, no sólo el monarca, extraían de ella, nos quedaría el paso previo de entender la propia naturaleza de la celebración. Aquellas claves que nos permitan penetrar en su todo y en cada una de sus partes y que nos muestren sus mecanismos ocultos. En definitiva, lo que hacía de ella un elemento importante y recurrente para aquellos que ejercían el control. Como paso previo para demostrar la hipótesis expuesta, me parece lógico y necesario empezar por definir con claridad qué entendemos por fiesta. Obligado a simplificar al máximo, la definiremos como un RITO SOCIAL mediante el cual las personas marcan cierto acontecimiento como una ocasión de especial relevancia, requiriendo que se reúnan en público (unos ante los otros en un especio común) y se desinhiban o adopten un rol específico para la ocasión. Como rito que es, implica seguir un patrón determinado, y en el caso de las fiestas suele estar acompañado de manifestaciones comunes a todas ellas. La Monarquía, como la institución política más relevante, toma conciencia de la utilidad que le brinda y proyectará su plasmación física, mediante dos fórmulas que conforman la estructura básica de este trabajo, desarrollándose en los capítulos II (dedicado a las proclamaciones), III (centrado en las exequias) y IV (donde se hace un repaso del resto de celebraciones en torno a la monarquía). LA PRIMERA DE ESTAS FÓRMULAS es la de exaltación y triunfo de la comunidad en torno a su monarca, que crean coherencia social y, por lo tanto, reducen la incertidumbre sobre los problemas presentes y los que estén por venir; proclamaciones (que aseguran la continuidad dentro de unos parámetros de legitimidad), nacimientos (que aportan la seguridad de sucesión, evitando los problemas derivados de su falta), bodas (directamente relacionadas con la anterior y herramienta importantísima en la política exterior que asegure la paz del reino), cumpleaños, victorias¿ LA SEGUNDA, la plegaria, cuyo fin no es tanto dar seguridad sino recuperarla, racionalizando los hechos luctuosos o creadores de incertidumbre; fundamentalmente exequias (aceptación de la muerte y creación de la imagen póstuma positiva del difunto, que reflejaba el sentido del reinado y era lo que cabía esperar del rey), pero también podrían incluirse rogativas o acciones de gracias ante problemas políticos (relacionados con la salud de los monarcas, el desarrollo de actividades militares o de desagravio ante ofensas al monarca). La evolución lógica de toda herramienta a la que se aspire a sacar el máximo rendimiento no deja más salida a la celebración que convertirse en representación. Con mensajes codificados cada vez de mayor complejidad y la creación de estructuras repetitivas bien definidas, es lógico que se abandone cualquier improvisación en aras de actos perfectamente controlados, donde escenarios estables dejen fuera cualquier incertidumbre sobre lo que se pretende conseguir por parte del organizador y lo que cualquier participante espera recibir. Continuamos con la demostración de la hipótesis en torno a la comunicación establecida en la fiesta. Para ello retomamos la figura del monarca, como aquella de majestad, autoridad y soberanía incontestables, cuyo derecho al gobierno y su ejercicio se presentaba de forma inalienable a su persona, no debía tener la necesidad de comunicar otra cosa que no fuera su voluntad en forma de decisiones. Pero la realidad del día a día del gobierno era distinta, y era necesario conocer el grado de aceptación y complacencia de sus súbditos, puesto que la colaboración de todos ellos era necesaria para el buen funcionamiento del sistema. Nos referimos tanto a aquéllos que, aunque súbditos, se integraban en la propia estructura del reino y trascienden de un papel meramente pasivo (que en el presente trabajo han sido presentados como escalones intermedios, correa de transmisión, elites locales¿ y que componían básicamente la nobleza ¿titulada o no- de la ciudad o la pretendia), como a los que, en apariencia, sí eran sujetos pasivos del mismo (abarcando a las clases urbanas en toda su extensión y a la población campesina que llenaba la ciudad los días de fiesta, dejando claro el poder de atracción que la ciudad, como lugar central, ejercía sobre el territorio bajo su influencia). Hemos podido ver cómo la Corona (entendida como institución personificada en el rey, pero compuesta y servida por infinidad de personas), a través de distintas vías, entre las que destacaba la fiesta, enviaba un mensaje claro, a distintos niveles y con contenidos variados, puesto que los receptores eran diversos. Dentro de estos mensajes tenían cabida informaciones concretas destinadas a múltiples finalidades; la más importante sería el control y gobierno de sus territorios, pero también la construcción de la imagen personal del monarca, propaganda de sus logros en forma de ideas de prosperidad (entendida como la felicidad de los pueblos a los que gobernaba) y victorias militares o exigencias de adhesión y lealtad que constituían el contenido más habitual, pero no el único. Como en toda comunicación que deriva en diálogo, el monarca, como emisor, se tornaba, a su vez, en receptor y recibía alguna información de sus súbditos. Información de distinto contenido según el grupo de procedencia, pero que en definitiva podemos resumir en parámetros similares; aceptación, grado de satisfacción, voluntad de colaboración¿ Información que no aparecía reflejada en otras herramientas a disposición del Estado, como catastros, censos o informes. Contar con un instrumento de doble utilidad, recabar información y condicionar a la población, estaba lleno de ventajas, y posibilidades por explotar, con sus límites lógicos. No disponer de él podía hacer de la labor de gobierno algo bastante oneroso y gris. La alternativa consistía en obtener alguna información de la marcha diaria del reino, algo más difícil y equívoco. Otra forma de conseguirla, radicalmente opuesta en el fondo y hasta en la forma, era a posteriori, mediante los panfletos y libelos de signo contrario, nacidos de grupos políticos y de presión opuestos a la política desarrollada por los distintos ministros nombrados por la corona. Junto a ésta se encontraban los informes sobre algunos motines. Éstos solían tener, en apariencia, causas claras, casi siempre la carestía (que provocaba subida de precios y hambre), los impuestos o abusos de poder, pero que escondían otras múltiples motivaciones no siempre tan evidentes. De carácter local, algunos de ellos cobraron dimensiones considerables llegando, como el de Esquilache (1766), a ser de ámbito nacional. Daban lugar a duras represiones pero también a medidas para contentar a la población y atender algunas de sus demandas. El s. XVIII y la sobredimensión que toma el aparato festivo vendrían a demostrar que cuanto mayor es la capacidad del gobierno para interferir en la vida de los gobernados mayor es, también, la necesidad de información que ese gobierno debe tener a su disposición, así como mayor debe ser la capacidad de transmitir órdenes y consignas, todo ello como refuerzo de la costumbre. La fiesta ofrecía otras ventajas. Era un escenario de desinhibición (lo que se lograría a través de todo un despliegue de artificios donde se valora lo maravilloso y extraordinario dentro de la estética barroca, destinada a la saturación de los sentidos). En él actuarían la totalidad de grupos y personas en función de sus intereses y aspiraciones y por lo tanto más allá de su forma de proceder habitual. Puede que por este motivo la sinceridad del mensaje transmitido pudiera ponerse en cuestión, pero su propia intencionalidad, los intereses en juego, y la actitud y participación de los diferentes grupos, era ya de por sí fuente importantísima de información. Una lectura crítica de las distintas relaciones conservadas es más que instructiva en este sentido. La figura de Felipe V (que desarrollo de forma individualizada) es un claro ejemplo de cómo la fiesta permite recabar información útil y enviar consignas claras para todos sus súbditos. Pero un paso más allá se convertía en la pieza clave para la creación de la imagen que debía perdurar en las generaciones siguientes. Algo importante en una sociedad donde la mayoría anónima estaba abocada al olvido. De esta manera vemos cómo el reinado de Felipe V presenta uno de los programas propagandísticos más completos. Desde su llegada es necesario construir una imagen para el nuevo monarca. Su personalidad, su función, su destino, su legitimidad como refuerzo de la legalidad, la justicia de su causa, los beneficios para sus súbditos (imagen que contrasta profundamente con la realidad perceptible). Cada etapa de su reinado se acompañará de su correspondiente programa de propaganda. Como colofón, en sus funerales, asistimos a toda una recreación de la vida del monarca perfectamente ajustada a los parámetros vistos. El repaso de su vida se convierte en justificación necesaria de cada uno de sus actos y decisiones. Pudimos ser testigos de la construcción de todo el programa iconográfico con soporte en sus túmulos y sermones. Un repaso necesario con el objetivo de fijar una idea clara en el subconsciente de sus súbditos: España se muestra recuperada y próspera y todo es gracias a este nuevo monarca, de sobre nombre ¿el animoso¿; se sublima así la contingencia histórica (sus fracasos, su personalidad abúlica o su sometimiento a una ambiciosa segunda esposa sin buena mano en la elección de ministros, o la fuerte oposición del llamado partido ¿Español¿). Si tenemos en cuenta que dicha idea ha seguido vigente hasta no hace mucho, y, aún con matices se sigue manteniendo en muchas obras, podremos darnos cuenta del éxito de todo el programa que hemos estudiado. Pero no es el único caso. Fernando VI, rey pusilánime, sometido a su mujer y ministros, nos es presentado como un príncipe de la paz amante de su pueblo, y así ha llegado hasta nuestros días. Su mujer Bárbara de Braganza, mortificada por las publicaciones satíricas por su falta de tacto en el gobierno y no dar a luz ningún hijo, es ejemplo de amante esposa y de buen morir. Quizás el mejor ejemplo de los niveles a que puede llegar la propaganda sea el de Carlos III, al que parecería imposible encontrar la más mínima tacha, haciendo aparentemente inviable cualquier estudio crítico sobre su reinado. Pero todo tiene sus límites, como ya he señalado, como dejan claro la imagen que ha sobrevivido a monarcas como Carlos IV y Fernando VII. Todo ello era posible, no sólo porque la fiesta era un canal adecuado para que la Corona enviara repetidos mensajes, sino que también recibía abundante información y jugaba con la ventaja de poder adaptar el mensaje a las expectativas del receptor. Por su parte, la ciudad de Granada, aprovechaba la fiesta para proyectar su propia imagen. Tanto en dirección a la corona como para consumo interno en aras de la reafirmación de su identidad. Algo muy necesario para la ciudad con menos tradición dentro de la Corona de Castilla, que cada vez estaba más lejos de la corte y con un menor peso en el conjunto del reino. De destino cotizado pasó a suponer casi un castigo y lugar de destierro. Por ello la relación especial con los monarcas, su recreación como una nueva Roma o segunda Jerusalén, sus reconocidos méritos para convertirse en cabeza de la iglesia hispánica o incluso competir con la misma Corte y Villa en el afecto y valoración de los monarcas, eran necesarios para soslayar la realidad.es_ES
dc.description.sponsorshipTesis Univ. Granada. Departamento de Historia Moderna y de Américaes_ES
dc.format.mimetypeapplication/pdfen_US
dc.language.isospaes_ES
dc.publisherUniversidad de Granadaes_ES
dc.rightsCreative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Licenseen_US
dc.rights.urihttp://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/en_US
dc.subjectFiestas es_ES
dc.subjectReyeses_ES
dc.subjectMonarquía es_ES
dc.subjectGranada (Reino)es_ES
dc.titleFiestas reales en la Granada del s. XVIII: Celebraciones urbanas en torno a la monarquíaes_ES
dc.typeinfo:eu-repo/semantics/doctoralThesises_ES
dc.subject.udc321.7es_ES
dc.subject.udc946.035es_ES
dc.subject.udc5504es_ES
europeana.typeTEXTen_US
europeana.dataProviderUniversidad de Granada. España.es_ES
europeana.rightshttp://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/en_US
dc.rights.accessRightsinfo:eu-repo/semantics/openAccessen_US


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