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1. Modernidad y dinámica religiosa Cualquier aproximación al fenómeno religioso tal como se presenta en las sociedades actuales nos remite necesariamente a los procesos de cambio religioso, en sentido amplio, propios de la modernidad. Estos procesos, alejándose del declive de lo sagrado que postulaba el paradigma de la secularización, se caracterizan por la emergencia constante de nuevas formas y conductas espirituales, aparentemente, no por más privadas y personales en muchos casos, menos ajustadas a las realidades sociales y necesidades individuales allí donde anidan y se desarrollan con mayor o menor éxito. En este sentido, la diversidad de la oferta y la demanda ideológica y simbólica debe abordarse de acuerdo con la particularidad de los contextos socioculturales, focalizando, quizás con especial énfasis, en las dinámicas de tensión y/o adaptación de las escisiones o innovaciones religiosas minoritarias de diferente signo en el seno de la sociedad laica y plural contemporánea. Si Robert Greenfield (1979) se refería al gran "supermercado espiritual" que se abrió en las décadas de los sesenta y setenta a partir de la eclosión contracultural, las nuevas religiosidades emergentes en la modernidad vuelven a poner de manifiesto que la religión no desaparece, simplemente se transforma, se metamorfosea. Puede parecer dormida pero siempre acaba despertando con mayor o menor fuerza según las coyunturas y los procesos de cambio social. Se observa un cierto declive de la religión considerada en términos de estructuras de poder burocratizadas y ritualizadas, mientras, en cambio, prosperan nuevas formas religiosas personales y comunitarias (Cantón 1996). En efecto, la pluralización y segmentación del fenómeno religioso no conducen necesariamente a la irrelevancia social de la religión o a su desaparición, sino a una nueva forma de relación con la modernidad. Las formas religiosas contemporáneas tienden a la disgregación, a la fragmentación, a la movilidad. Una especie de "nuevo supermercado espiritual y del sentido" toma forma en nuevos contextos ideológicos y de búsqueda de significados. Reaparece, pues, un "despertar espiritual", también especialmente nuclearizado por creencias y prácticas espirituales de raíz oriental, y la posibilidad de explorar nuevas fronteras personales, de autoconciencia, conocimiento y realización a partir de los más variados modelos de experiencia religiosa. Las "nuevas religiosidades" contemporáneas multiplican la oferta de bienes simbólicos de salvación y posibilitan la diversificación de las opciones individuales disponibles ante demandas asociativas o institucionales de compromiso más o menos estrictas. Diferentes modelos religiosos o espirituales implican diferentes márgenes de flexibilidad en el ámbito ideológico, normativo y práctico, al tiempo que dibujan diversos perfiles de conversión o adhesión y sostienen la construcción de identidades colectivas de diferente índole. Con el objeto de analizar y comprender los fenómenos religiosos de la modernidad, un posible marco teórico es el que proviene de la herencia de Max Weber, reactualizada por Talcott Parsons primero y por Clifford Geertz después, y que tiene en el constructivismo de Peter Berger y Thomas Luckmann su punto de apoyo nuclear (véase Cardín 1997). Este marco teórico contempla las adscripciones religiosas actuales como derivadas de un incremento notable de la demanda de sentidos de vida y de experiencia personal. Esto se explicaría, al mismo tiempo, en el contexto de una creciente competencia entre visiones del mundo en las sociedades complejas, caracterizadas por el libre tránsito de significados y vínculos de identidad. Peter Berger (1999) sostiene que la decadencia y la pérdida de relevancia social de la religión tradicional es el resultado inevitable del proceso de socialización. De la misma manera, según el autor, la diferenciación estructural de las sociedades modernas desencadena un pluralismo de cosmovisiones, valores y normas que se originan en las diversas esferas autónomas. Este pluralismo acabará generando "el problema de la plausibilidad", para socavar las pretensiones de verdad absoluta de las visiones religiosas del mundo tradicionales y relativizar su status establecido y hasta el momento incuestionable. Es más, allí donde la iglesia pierde el monopolio religioso y se ve obligada a competir con otras visiones religiosas del mundo este problema se agudiza. Desde este momento, la religión no puede seguir siendo impuesta, sino que ha de ser vendida. El pluralismo se convierte, prioritariamente, en una situación de mercado. La característica sociológica y sociopsicológica crucial de la situación pluralista -en la perspectiva de Berger- es que la religión debe ofrecerse en el mercado. Y para él, resulta prácticamente imposible a priori vender en el mercado un producto a una población de consumidores no coaccionados sin tener en cuenta sus deseos sobre el producto en cuestión. Thomas Luckmann (1973) añadirá en este sentido que en el interior de este mercado libre de elaboración, presentación y venta de bienes simbólicos de salvación, los productores de "modelos de religión" (o de "modelos de significado último") deben prestar atención a las necesidades y demandas de los individuos "autónomos" y de su existencia en la vida "privada". Desde esta óptica, el proceso de privatización (o subjetivización) creciente de la religión en el mundo contemporáneo coincidiría con el de especialización institucional de la religión. El fenómeno religioso sobrepasa los estrechos límites de las instituciones religiosas y se filtra en la vida cotidiana de las más diversas y discontinuas maneras, adoptando una forma de aparente "invisibilidad". En consonancia con esta dinámica, la producción moderna de religiosidad se expresa con el surgimiento de universos sagrados autónomos y competitivos, entre los cuales el individuo "consumidor" escoge aquel que más le conviene o mejor satisface sus necesidades. Según Luckmann, si la religión es un asunto privado, el individuo es libre de escoger el "surtido de significados últimos" que más le complace guiado por preferencias condicionadas prioritariamente por la biografía individual. En este contexto
de
aparición de nuevas
formas religiosas personales y comunitarias, sin embargo, se nos
abriría
un continuum de gradación desde aquellas agrupaciones
más
cerradas o dogmáticas ideológicamente y normativamente
más
rígidas, con elevados estándares regulativos y fuertes
demandas
de disciplina espiritual y compromiso a sus miembros, hasta comunidades
más abiertas y flexibles en el terreno doctrinal y normativo,
basadas
en criterios de pertenencia muy laxos y sin exigencias de conducta y
actividad
religiosa demasiado estrictos; es decir, comunidades que no exigen
vínculos
formales, inequívocos o exclusivos y que toleran las
prácticas
religiosas a título individual, doméstico, a tiempo
parcial...
de acuerdo con ciertas directrices o enseñanzas
filosóficas,
por medio del asesoramiento de algún guía o maestro
espiritual,
etcétera. 2. Las recomposiciones religiosas en su diversidad Dentro del cuadro de las nuevas religiosidades contemporáneas estarían representadas des de las redes móviles de acceso a la creencia y las comunidades que no requieren ninguna pertenencia formal, hasta las comunidades intensivas que regulan la vida cotidiana de sus miembros hasta los más mínimos detalles. Estas últimas, con frecuencias más próximas a la versión religioso-sectaria, pueden ser más afirmativas, más exclusivistas y totalizadoras, y ofrecer un marco en el cual mucha gente encuentre recursos simbólicos y prácticos que le permitan expresar o construir su identidad, o bien manifestar su protesta o disconformidad a diferentes niveles. Los compromisos fuertes, englobadores y que proporcionen un sistema de certezas claramente definido y manipulable parecen ser también una opción presente en la modernidad. Florence Beauge (1997), por ejemplo, nos transmite la idea de una naciente "sociedad de la responsabilidad personal", en la cual los sujetos se ven permanentemente obligados a escoger los propios valores con todas las dificultades, vacilaciones y consecuencias que esto implica. En su opinión, hemos entrado en "la era de la desregulación de los bienes simbólicos de salvación", donde simplemente cada cual busca lo que le hace bien al margen de posibles identificaciones de lo sobrenatural con un dios o unas divinidades determinadas. En cualquier caso, empero, la búsqueda de sentido seguiría bien presente. En un contexto de "desencanto generalizado" y de pérdida de credibilidad que afecta a todas las instituciones, no solamente las religiosas, las grandes preguntas existencialistas recobrarían fuerza dando lugar a un "contra-movimiento" de reacción a la confusión y para retornar a lo regulador y referencial. "En el origen de este 'contra-movimiento', se constatan diversas impresiones de vacío, falta o pérdida: de la autoridad, de rigor, de equivocación y de gurú o de padre, de identidad y de puntos de referencia... Esquemáticamente, pero sin caer en la trampa de la amalgama, se puede decir que las sectas, los integrismos, e incluso la renovación carismática, proceden de una misma espiral de reacciones en cadena" (Beauge 1997: 19). "Tendríamos así que el fundamentalismo moderno vendría a ser, más que una actitud difusa de base (el sentimiento de desamparo y sin sentido moderno y la búsqueda de un fundamento que compartiría con el reciente revivir general de lo religioso, desde la ufología hasta el neosatanismo), una formación sociocultural, magmática pero específica, en la que el espíritu de secta (...) surgido de la modernidad vendría a arraigar en una añoranza masiva de sentido, segundo momento hegeliano de la desacralización técnica del mundo analizada por Max Weber" (Cardín 1997: 146). Así pues, en medio de un ciclo de constante descomposición y recomposición del fenómeno religioso, el individuo de la modernidad, no habría renunciado a plantearse las grandes preguntas de orden metafísico relativas al mal, al sufrimiento, a la muerte, o sobre todo al sentido de la vida. Y no habría renunciado tampoco a encontrar respuestas para él más adecuadas o satisfactorias a tales preguntas, ya sea dentro de una organización religiosa concreta (más o menos estricta, más o menos opositora, más o menos convencional), o bien a través de un itinerario de búsqueda fundamentalmente personal o privado. Es decir, aunque no se reconozca necesariamente en ninguna iglesia o institución religiosa específica. Especialmente en este segundo ámbito, todo indica que el individualismo y el pragmatismo -a menudo considerados los fundamentos de la modernidad- serían valores centrales en la demanda y búsqueda de espiritualidad. El individualismo en lo relativo a libertad y flexibilidad de movimientos en la búsqueda y selección dentro de la multioferta religiosa contemporánea; y el pragmatismo en cuanto a la búsqueda de soluciones a problemas personales, dudas, inquietudes de conciencia, etc., con un contenido eminentemente práctico-utilitario (buscar hasta encontrar lo que personalmente y cognitivamente funciona). "En este caso, los individuos no se hacen arreligiosos (ateos o agnósticos), o indiferentes hacia el fenómeno religioso. Pueden seguir considerándose creyentes, pero definen ellos mismos cuáles son sus necesidades espirituales, buscan sus propios caminos para satisfacerlas, y toman decisiones acerca del grado o la medida en que este propósito de satisfacerlas va a influenciar sus vidas. En esta acepción más moderada, la secularización no implica, entonces, la sustitución de la religión por la ciencia; sino, antes bien, el repliegue de la experiencia religiosa al ámbito de lo privado (por esta razón, algunos sociólogos dicen que la religión se hace "invisible")" (Garvía 1998: 96). Jean-Paul Willaime sugiere que la modernidad produce anomía religiosa, de la cual hace derivar los subsiguientes procesos de desinstitucionalización y las recomposiciones -culturales y institucionales, individuales y comunitarias- que se llevan a cabo. La producción de anomía se explica porque, según el autor, la modernidad desestructura simbólicamente y favorece una cierta movilidad sociorreligiosa. Defiende la idea según la cual "la modernidad es también una desestabilización cultural de la religión que va acompañada de una tendencia a la desinstitucionalización". Para luego añadir: "En el plano cultural, los significantes religiosos (las palabras, los gestos, los símbolos) ya no se adhieren a significaciones estables y ya no se inscriben forzosamente en sistemas coherentes. Asistimos a una fluctuación de las creencias, y a la crisis de los credos responde un florecimiento del "yo creo". Los significantes religiosos están disponibles para ser empleados de diversa manera. Se trata de un divorcio entre las representaciones y las organizaciones religiosas (...). Lo que está en entredicho son los lazos que vinculan las creencias con comunidades y con instituciones" (Willaime 1996: 53). En resumidas cuentas, pues, el fenómeno religioso se habría "desinstitucionalizado" y se encontraría "diseminado" en muchos ámbitos y en múltiples formas. En esta "nebulosa moderna", las nuevas religiosidades se configurarían como diferentes modelos de conducta espiritual, que responderían, a su vez, a las más diversas motivaciones individuales de selección y consumo de creencias. Nos encontraríamos, de este modo, con clientes muy diversos en cuanto a gustos y preferencias; y en el "menú de lo sagrado" habría "platos" muy variados entre los que escoger o "condimentos" de todo tipo para combinar eclécticamente o sincréticamente. Una analogía culinaria que se inspira directamente en la teoría de las espiritualidades "a la carta" contemporáneas (Schlegel 1995). Además, la experiencia unipersonal y privada en este proceso de "autoservicio espiritual" coincide plenamente con los mencionados fundamentos pragmáticos e individualistas de la modernidad. Estaríamos delante, en suma, de una religión a la carta "en la que la coherencia es más asunto del consumidor que no del productor y en la que el mercado religioso se convierte en la institución central de la regulación del creer" (Willaime 1996: 57) De acuerdo con tales orientaciones de valor, muchos de los "nuevos creyentes" van a la búsqueda de una satisfacción interior, de un desarrollo personal vinculado a un enriquecimiento de la conciencia, o de una realización de tipo místico -a veces bajo la guía de un maestro espiritual o gurú. Pueden organizar su espiritualidad a partir de materiales en muchos casos heterogéneos, procedentes de los ámbitos más variados, a modo de bricolage. Vestigios de la propia tradición religiosa se pueden combinar con elementos de otras tradiciones o disponibles dentro del amplio abanico de opciones que ofrece el "supermercado del sentido contemporáneo". Se pueden dar compromisos ambivalentes o compartidos a tiempo parcial, o bien pruebas que llevan a abrazar o dejar las creencias y las prácticas religiosas según la vivencia o satisfacción obtenida. Gran parte de estos itinerarios selectivos responden a un do it yourself en materia religiosa, y a menudo presentan otra característica: rehabilitan lo vivido, lo emocional, la aprehensión inmediata de lo religioso, basándose sobre todo en la reivindicación primordial del cuerpo como el "vehículo" de la experiencia y de la transformación personal. Obviamente, dentro de este cuadro, la gama de opciones es muy amplia. En el ámbito de la espiritualidad oriental, por ejemplo, se puede considerar al budismo como la religión moderna por excelencia: individualista, no dogmática, ética, que une cuerpo y espíritu...; en el nivel sincrético, el New Age, que se presenta como "religión humanista", sin dogma claro, incluyendo la oferta de terapias alternativas, etc., sería otro exponente de la modernidad y de la "autonomía como religión". Finalmente, la reivindicación del cuerpo adoptaría múltiples formas, a veces las que remarcan elementos de intensidad, expresión y emoción religiosa ausentes o debilitados en las religiones tradicionales o iglesias establecidas. Con este espíritu emocional destacan los movimientos religiosos carismáticos, católicos (como la Renovación Carismática) o protestantes (el pentecostalismo especialmente), que en las últimas décadas han experimentado un considerable éxito y crecimiento en diferentes contextos, especialmente en Latinoamérica. Pero con frecuencia diversidad y diversificación, innovación y modelos "alternativos" o heterodoxos, conectan con problemas de legitimación, conflicto social, choque de intereses, factores de rivalidad y competencia y procesos de estigmatización. En especial cuando en la gestión de funciones sociales claves se encuentran cara a cara instituciones hegemónicas o tradicionales y grupos o movimientos minoritarios o no convencionales (Prat 1997; Vallverdú 1997 y 2001). Un autor que nos permite hacer un esbozo de tales cuestiones es Pierre Bourdieu (1996), que en su análisis de la realidad contemporánea se refiere a la "disolución de lo religioso en un ensanchado campo de manipulación simbólica". Afirma que se multiplican los agentes que están en competencia en este campo de acción y manipulación simbólica dilatado, los límites del cual son difusos y donde las organizaciones religiosas y sus respectivos especialistas deben compartir expectativas con otras instituciones sociales y profesionales seculares y religiosos. "Todos forman parte de un nuevo campo de luchas por la manipulación simbólica de la conducta de la vida privada y la orientación de la visión del mundo, y todos ponen en práctica en su práctica definiciones rivales, antagónicas, de la salud, de la curación, del cuidado de los cuerpos y las almas" (Bourdieu 1996: 104). La actividad de estos nuevos agentes incluye, pues, la manipulación de las estructuras de percepción del mundo, de las palabras, y con éstas, de los principios de construcción de la realidad social. "En este campo de cura de almas ensanchado, y de fronteras imprecisas, se asiste a una lucha de rivalidad nueva entre agentes de un tipo nuevo, una lucha por la redefinición de los límites de la competencia" (Bourdieu 1996: 104). Aplicado este planteamiento a nuestro campo de estudio, el problema de los límites competenciales se pone de manifiesto con la emergencia de nuevos movimientos religiosos o de grupos religiosos minoritarios. Y entre ellos, los movimientos carismáticos con su especial eficacia simbólica y práctica en el ámbito terapéutico y del reequilibrio personal, y también con su gran capacidad adaptativa a las circunstancias y cambios de su entorno de implantación y desarrollo. Precisamente,
los
rasgos de diversificación
y multifuncionalidad que se atribuye a muchos nuevos movimientos
religiosos
(cult movements) (Robbins 1985) o grupos minoritarios cercanos a
la versión religioso-sectaria, parecerían ajustarse, en
muchos
casos, a las necesidades y demandas de su clientela. Unas necesidades y
unas demandas que, por uno u otro motivo, no son del todo satisfechas
por
otras estructuras intermedias o modelos institucionales convencionales.
Es fácil adivinar que desde este punto se suele derivar hacia
los
procesos de descrédito y estigmatización de las llamadas
"sectas" -entre las cuales los grupos carismáticos son a menudo
incluidos- por su papel rival-competitivo no siempre bien aceptado o
cuanto
menos percibido como amenazante. 3. Movimientos carismáticos e identidades colectivas Dentro de este panorama de diversidad que nos ofrece la modernidad, si hace un momento nos referíamos al movimiento de la Nueva Era como un ejemplo claro de la autonomía como religión, una muestra de la vinculación o el compromiso como religión la tenemos en los movimientos o revivals carismáticos. A continuación trataremos de esbozar algunos de sus rasgos genéricos más característicos en base a los tres ejes de análisis comparativo (la conversión, la experiencia religiosa y el carisma) que se están desarrollando en el marco de un proyecto de investigación de más amplio alcance (véase Vallverdú 1999), y cuyos principales casos objeto de estudio han sido hasta el momento, en España, el movimiento Hare Krisna, y la Iglesia de Dios Cristiano Apostólica Pentecostés y la Iglesia La Luz del Mundo en México. En primer lugar, destacaríamos como elementos caracterizadores de los movimientos religiosos carismáticos tal como nosotros los concebimos genéricamente, por un lado, la orientación revivalista o innovadora (en el plano ideal antes que efectivo, y en diferentes grados de determinación) para el cambio de las condiciones sociales, culturales y existenciales vigentes, y por otro lado, y fundamentalmente, tanto la participación emocional y comprometida en un colectivo articulado en torno a la figura o las figuras carismáticas que detentan el liderazgo, como la centralidad de la gestión ideológica, simbólica y ritual del cuerpo como vía de expresión y comunicación religiosa. A este nivel introductorio genérico hay que mencionar inicialmente su carácter conversionista y, en este sentido, activadores de cambios profundos en la identidad personal, social y religiosa de los sujetos que voluntariamente optan por la conversión. Una conversión, entendida en términos activos, que generalmente es la culminación de un proceso de búsqueda previo y responde a una causalidad predisponente y a un modelo evolutivo, causal y dramático (en el sentido de experimentar y reconocer un cambio drástico de estilo de vida, de práctica espiritual y de institución religiosa o, incluso, de religión como tal). No obstante, es importante señalar otra posibilidad no por menos radical menos comprometida aunque sea selectivamente y puntualmente hablando. Nos referimos a los circuitos o carreras de adhesión en forma de pruebas sucesivas hasta llegar a una posible vinculación más firme o definitiva, como también es bien frecuente en el caso del pentecostalismo. En el terreno de la experiencia religiosa, destacan los cultos altamente emocionales, de comunión íntima con lo sobrenatural y corporalmente expresivos. Como hemos dicho anteriormente, hay que destacar la importancia del cuerpo como vehículo de la experiencia religiosa o mística intensa, con los elementos sensoriales y sensuales que ésta suele incluir. Por último, en el ámbito jerárquico-organizativo institucional y comunitario, el papel fundamental del líder o líderes carismáticos reconocidos, vigías, espejos y guías del camino en la fe y la obediencia a la norma y las autoridades religiosas legitimadas. La construcción del carisma en el discurso institucional y como sostén de la identidad religiosa colectiva, junto con la participación y la inmersión carismática en toda su efervescencia, constituyen elementos centrales de análisis en los movimientos que nos ocupan. Todo ello, en el marco de una estructura institucional -compactada en el núcleo, pero a menudo operativamente diversificada o potenciando la autonomía de las comunidades regionales o locales- que no excluye connotaciones totalistas, herméticas o particularistas, fundamentalistas, etc., si no como un rasgo indistinto o inalterable de su identidad religiosa, al menos posible en ciertas fases de su desarrollo. El examen, en este sentido, de las dinámicas de tensión y/o acomodación respecto del entorno se nos revela como muy importante, tanto para determinar sincrónicamente el perfil organizativo-actitudinal del grupo o movimiento en cuestión como para sopesar la influencia en el mismo de las imágenes y de las presiones externas. Abordaremos ahora con algo más de detalle cada uno de estos ejes, siempre dentro de lo que la extensión del texto nos permite. Aunque siempre se hace muy difícil y relativo hablar de perfiles predisponentes a la adhesión o conversión religiosa, el modelo que parece emerger con más frecuencia en el caso de los grupos carismáticos revela situaciones individuales -en un sentido sólo genérico- anómicas, marginales, inconformistas o insatisfechas, matizables y variables según los contextos y el perfil de movimiento religioso de atracción y destino. Dicho modelo pone de manifiesto, como acabamos de apuntar, una transformación importante y drástica de la identidad de los sujetos, que repercute directamente en la adopción de otra visión del mundo y de nuevas pautas de relación, conducta y actitud, a causa de los procesos de adoctrinamiento y resocialización e incentivado por los mecanismos de motivación y compromiso institucionales. Nos situamos, en definitiva, en lo que podríamos llamar "la vía de la espiritualidad dura", de elevadas demandas de compromiso ideológico y práctico, exigente sobre los principios normativos a seguir, sólo eventualmente tolerante con las fidelidades a tiempo parcial (según cuáles sean los niveles y grados de adaptación al entorno), y marco en el cual se organiza una oferta precisa de sentido y de pertenencia que parece ajustarse muy bien a demandas personales de referentes, seguridad y eficacia, especialmente en el terreno socioemocional y terapéutico. El enfoque hacia el terreno socioemocional y terapéutico, hace especialmente atractivos a los grupos o movimientos carismáticos cuando son capaces de solventar en la práctica vivida y directa procesos que afectan significativamente al estado de ánimo o la salud de la persona. La explicación de las causas del sufrimiento y de la enfermedad en el contexto del sistema de creencias y, lógicamente, una posible rehabilitación o curación, acaban de validar la funcionalidad y eficacia terapéutica o taumatúrgica del grupo y dan más sentido que nunca a la opción que representa. En este caso, el componente pragmático e individualista de la modernidad se vería reflejado en la efectividad experimentada en primera persona, y en el sentido de asegurar unos carriles de vida sólidos y sin fisuras que el iniciado idealmente no debe abandonar. Las conversiones de carácter más súbito pueden ser, efectivamente, una exigencia o el paso fundamental para conseguirlo y sellar de este modo el nuevo proyecto vital. La experiencia espiritual disciplinada, emotiva e intensa tiene aparentemente mucho que ver con el contexto estructurador de seguridad y eficacia. Unida al aspecto corporal en términos de inversión simbólica y a la expresión personalista, directa y extática de la fe religiosa, desde el punto de vista de los creyentes, posee una potencialidad reformadora o transformadora integral de los individuos si es conducida correctamente y con la devoción y sinceridad necesarias. En este sentido, la sujeción a los principios marcados y remarcados por el grupo en términos de autocontrol, pureza y perseverancia sirve de base a la negación del pasado y al énfasis en el privilegio que supone la nueva situación e identidad religiosa. Esto implica una reconstrucción biográfica que penetra selectivamente en los relatos de conversión individuales a partir de los esquemas racionalizadores y legitimadores que proporciona el grupo o movimiento. Visto desde el presente, el camino hacia la conversión se vuelve una especie de destino prácticamente inevitable y la conversión en si misma se convierte en una experiencia dramática que marca el renacimiento en una nueva vida llena de luz y esperanza. La conversión, pues, tendría un sentido fundamentalmente emocional y transformador de la conciencia, y estaría muy relacionada con la experiencia y la participación intensas y sostenidas. Es importante igualmente el soporte interactivo y afectivo de la comunidad, que incluye mecanismos de ayuda mutua incentivados organizativamente y jerárquicamente. Estos mecanismos son especialmente útiles en situaciones particulares de crisis personal, conflictos familiares o con el entorno, enfermedad, drogodependencia, alcoholismo, etc., siendo el objetivo la canalización de los afectados por estas problemáticas hacia la comunidad y la terapia que esta pueda favorecer por medio del carisma y del abrigo colectivo. Esto significa en la mayoría de los casos un paso decisivo hacia la conversión. En relación con los procesos descritos no podemos olvidar las dinámicas internas de control social. El trabajo socializador y adoctrinador de la jerarquía instituida se orienta a fortalecer la conformidad y a limitar al máximo las desviaciones. Obviamente, cuando la estructura de plausibilidad está bien implantada, son los mismos creyentes o miembros comprometidos los que día a día se ocupan de confirmarla y de vigilar que nadie la resquebraje. Por otro lado, la conducción de los rituales y el hecho de dar sello de legitimidad a las iniciaciones forman parte, entre otras funciones organizativas, del rol absolutamente central de los líderes o guías carismáticos. En el caso de que exista la figura de un líder carismático único, fundador, o como máxima autoridad institucional, éste ejerce de pilar fundamental de toda la estructura organizativa y se le suele reconocer una ascendencia y misión directamente procedente del mundo espiritual. Buena parte en manos del liderazgo carismático, la resocialización busca idealmente la inversión del pasado y la construcción de una nueva identidad. Es decir, la transformación progresiva del neófito hasta conseguir un miembro iniciado comprometido con las mínimas ambigüedades de lealtad. Esto suele incluir un proceso sistemático de adoctrinamiento (en los aspectos ideológico, carismático, práctico-organitzativo, etc.) que se reactualiza y reimpulsa regularmente a través de distintas actividades cohesionadoras y de los servicios a la comunidad, de manera que la atribución de responsabilidades específicas al individuo fortalezca su ego y autoestima como miembro reconocido y respetado dentro del grupo. En este marco de solidaridad, cohesión y emoción religiosa cada fiel acaba interiorizando una individualidad y una subjetividad propias. Predomina el sentimiento de adscripción y pertenencia a un conjunto social más amplio no reñido con la conciencia de individualidad. Una conciencia que ha de llevar a trabajar y esforzarse día tras día en la práctica espiritual para avanzar en la fe y la realización personal. La transformación personal no se acaba con el sello de la conversión. Es a partir de ese momento cuando empieza lo difícil. El miembro formal o devoto debe perseverar y mantenerse en el camino espiritual con el que se siente identificado, superar los obstáculos que en él se presenten y tratar de alcanzar la salvación, la autorrealización o el estadio de conciencia considerado supremo. En este sentido,
la
absorción comunal
e institucional de los miembros comprometidos a tiempo completo en este
tipo de movimientos acostumbra a ser considerable. En el plano
ideológico
y simbólico esto puede favorecer actitudes más
dogmáticas
e intransigentes con todo aquello discordante con las "únicas"
verdades
escriturísticas (divinamente reveladas e inspiradas) que se
reconocen
y defienden como propias. Y en esta misma línea, consolidar o
desarrollar
una actitud apática, indiferente o pasiva respecto a la sociedad
secular y sus instituciones. Esto no excluye, sin embargo, el
énfasis
en la prédica y la evangelización como importante tarea
espiritual
y en vistas al crecimiento de la organización, ni tampoco la
eventual
implicación o participación sociopolítica cuando
se
considera conveniente para los propios intereses (el neopentecostalismo
latinoamericano es un buen ejemplo al respecto). 4. Mercado religioso y competencia simbólica Llegados a este
punto, podemos concluir que
en el terreno de las recomposiciones individuales y comunitarias de la
modernidad y dentro del mercado religioso con opciones múltiples
para el consumidor, las diversas versiones religiosas -establecidas o
tradicionales
y innovadoras, oficiales y heterodoxas, mayoritarias y minoritarias,
legitimadas
y no legitimadas- se distribuyen la oferta de estructuras
ideológicas
y organizativas, de imágenes de identidad y de bienes
simbólicos
de salvación. Y se distribuyen también diferentes grados
de transigencia, exigencia y transparencia según los casos
particulares
antes que según las etiquetas o el reconocimiento social. Por
otro
lado, la situación de competencia, el conflicto de intereses y
los
procesos de construcción de imágenes sociales y de
estigmatización
que suelen aparecer en este marco, han de hacernos pensar sobre todo en
términos de relaciones de poder (como decían Berger y
Luckmann,
la confrontación de universos simbólicos alternativos
siempre
supone un problema de poder) y de lucha social por la legitimidad
religiosa.
Bastian, J.-P. Beauge, F. Berger, P. Berger, P. (y T. Luckmann) Bourdieu, P. Cantón, M. Cantón, M. (J. Prat y J.
Vallverdú)
(coords.) Cardín, A. Casanova, J. Cleary, E. L. (y H. W.
Steward-Gambino(eds.) Delgado, M. Estruch, J. Garvía, R. Garrard-Burnett, V. (y D. Stoll)
(eds.) Goffman, E. Greenfield, R. Lewis, I. M. Lindholm, Ch. Long, Th. E. (y J. K. Hadden) Luckmann, Th. Mayer, J.-F. Prat, J. Robbins, Th. Schlegel, J.-L. Shupe, A. De. (y D. G. Bromley) Stark, R. (y W. S. Bainbridge) Torre, R. de la Vallverdú, J. Willaime, J.-P. Publicado: 2001-10 |
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